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Domingo 17 de agosto de 2014

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Cultural El Duende

La Fenicia de Gonzalo Rojas

17 ago 2014

Basado en el poema “Qedeshim Qedesóth” publicado en el libro El Alumbrado, 1986, y leído por el propio Gonzalo Rojas en diversos eventos universitarios en los que yo estaba presente. (Jaime Hale)

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Yo conocí a la fenicia con la que se acostó el poeta Gonzalo Rojas.

Fue hace muchos años, antes aun de que cada uno de nosotros –Gonzalo el poeta, yo el narrador y ustedes lectores– hubiera nacido a la actual existencia terrenal.

Fue sorprendente, pues ella, completamente fenicia, nada tendría que hacer en las inmensidades del desierto árabe, zona que yo recorría con más seguridad que las palmas de mis manos.

Como sucede con las sorpresas importantes, se presentó sencilla y silenciosa, mientras yo cantaba con mi cítara en las afueras de la carpa. Estaba instalado en un pequeño oasis de palmeras altas y gozosas, solitario esa noche, enmarcado por las sombras de las ramas y las de mis pertenencias. Aún no estaba oscuro, pero ya había luna. En el desierto árabe el cielo mantiene por mucho tiempo un tono azul intenso.

Mi voz, gruesa, fuerte, armónica, se elevaba hasta las estrellas. Cantaba hermosos versos escritos por poetas árabes y persas, acomodados por mí según las necesidades de la melodía, el ritmo y la ocasión.

¡Oh, la poesía! Clave maestra para los arcones secretos, las montañas enigmáticas, los corazones endurecidos por el desengaño. ¡Oh, los poetas! Creadores encargados por el destino de entregar a los seductores las armas eficaces para cumplir sus tareas.

¡Oh, los poetas árabes! La palabra es el oro de los árabes y la poesía su más grande tesoro. Sin la poesía la vida no sería posible en el desierto. Se dice entre los árabes: el poeta es sacerdote, curandero, árbitro, sabio y jefe. El poeta es un personaje sagrado. El poder de los poetas es el más grande, pero no siempre ellos lo saben usar.

Yo miraba hacia los últimos vestigios de la luz solar, que se perdía cerca de los cerros próximos al océano. En una loma cercana, justo al frente de mis ojos y de mi canto, se recortó una silueta de mujer.

La hermosa silueta de una hermosa mujer.

Por su cadencia, supe que estaba cansada. Endulcé intencional mente mi canto, para que ella pudiera recibir los versos como si le estuvieran dedicados desde siempre.

Apareció en las sombras del atardecer desértico, con los olores de la lejanía cambiando la tonalidad, desde los amarillos y azules claros a los plateados de la luna y los azules más oscuros propios de la época y la hora. Todo esto en una luminosidad discreta, prudente, precisa, emanada de las estrellas que por miles ocupaban la esfera celestial. En el acorde adecuado, interrumpí mi canto y poniéndome de pie, hablé en voz alta.

–Te doy la bienvenida. Podría decir, por cortesía, que te esperaba, pero eso no sería verdad.

Tu llegada es una sorpresa, como lo es para ti hallarme. Supongo que buscas reposo.

Hice una pausa que dejó oír la resonancia de mi voz en el desierto.

–Puedes acercarte: mi casa es tu casa, mi alimento es suficiente para dos; el fuego es generoso; la luna me acompaña, pero no soy su dueño y se deja compartir. No debes temer. Soy árabe y la hospitalidad es mi ley, sin preguntar.

Por sus ojos, parecía venir de muy lejos, tal vez de Egipto o Líbano. Por las ropas, pertenecía a un templo. Joven, bella, la piel tersa y el rostro tranquilo, los ojos luminosos y la boca grande, que al hablar dejó ver sus dientes blancos y finos.

Le ofrecí un trozo de pan con carne de cordero.

–¿ Tienes hambre?

–Señor –dijo la muchacha–, acepto tu trato y tu hospitalidad.

Hablaba el árabe con algo de rudeza pero con cultura.

–Soy fenicia y vengo de muy lejos. Me han pasado tantas cosas, que ya ni siquiera estoy segura de mi nombre.

–No es hora de preocuparse, sino de comer y descansar.

Sonrió con prudencia y cortesía. Se había acercado al fuego y tomó el alimento que le ofrecí. Discretamente, fue hasta un recipiente en el cual se lavó las manos, lo que revelaba una fina formación. Comió con apetito, pero sin perder la delicadeza en todos sus movimientos, propia de las personas educadas para el culto. Yo cantaba canciones de amor y llenaba su copa de tanto en tanto, alternando jugo de rosas con agua de azahares. Después de haber comido suficiente, ella, que había seguido con especial atención mis canciones, preguntó:

–¿Eres tú quien ha escrito esos versos?

Y sonreí sin contestar.

–Disculpa, señor, pero ¿eres tú el creador de esta música que honra a las estrellas y hace palidecer a los pájaros cantores?

Me sentí tentado, como otras veces, a responder afirmativamente. Pero esta vez no mentí, obligado por el tono de su voz y la pureza de su mirada.

–Son versos de poetas conocidos en estas tierras, que he ido recogiendo. La armonización es mía, sobre textos musicales populares anteriores.

–¿No eres poeta?

–No.

Sonrió, con una expresión algo triste, quizás decepcionada, con seguridad cansada.

Entonces, comenzó a hablar, con una voz hermosa y tibia, apropiada para la noche del desierto. Me tendí junto al fuego para mirarla con soltura y algo de atrevimiento quizás, mientras ella relataba su historia, breve pero intensa.

Eva era cortesana del templo de Tiro. Destinada a ello desde niña, aprendió todo lo que correspondía: cantar, bailar, orar, recitar historias en verso o en prosa con contenidos místicos. A los catorce años debió aprender a hacer el amor, conocer técnicas y procedimientos, estilos y funcionamiento, para otorgar placer y para sentirlo, acciones en las que se contiene la más plena oración para rendir homenaje a los dioses y a la humanidad. Para ella, el sexo y su placer no se asociaban con el pecado, como pasaría con los cristianos, sino con lo sagrado. Se desempeñaba bien, cumplía sus tareas con fidelidad y gozo, ayudada por las espléndidas condiciones físicas.

Un día fue llamada a presencia del Sumo Sacerdote. Ella habló de sus cualidades y su excelente comportamiento, de acuerdo con lo informado por las maestras y las sacerdotisas. Luego del largo preámbulo propio de las ocasiones importantes, le comunicó que había sido escogida para una delicada misión, de esas a las que se puede rehusar emprenderla, pero que una vez iniciada no permite marcha atrás. Dijo que no se trataba de premiarla, sino de encargarle una tarea difícil e importante, que desempeñada exitosamente podía traerle grandes satisfacciones.

–Tu misión es trascender en el tiempo y recorrer tanto cuanto sea preciso hasta encontrar a un poeta que sea capaz de reconocer en ti una mujer de excepción, una cortesana del templo y, en consecuencia, rendir homenaje a los dioses cantando a tu nombre un poema que será conocido por toda la eternidad.

La tarea era encontrar a un hombre que fuera tan excepcional como ella.

Profundamente admirado por el relato, me di cuenta que venía caminando desde el Mediterráneo y que en esa distancia había ocupado por lo menos trescientos años. ¡Trescientos años buscando a un cierto poeta! Un poeta que, espontáneamente, la inmortalizara y con ella a todas las fenicias y el culto de los fenicios y fenicias a sus dioses y diosas, con sacerdotes y sacerdotisas de por medio.

Quise ayudarla.

–Tu historia es tan asombrosa –dije–, que aun si se escribiera con una aguja en el ángulo superior de una habitación, podría servir de lección a las generaciones venideras.

La luna seguía avanzando y se hacía sentir una leve brisa.

–Sin embargo, debo decirte que es aún más asombroso lo que escucharás. Mi Dios, que no es necesariamente el tuyo, me ha dado poderes para ejercer el oficio de mago.

Abrió sus ojos, enormes y hermosos, llenos de estupefacción y de ilusión, escuchando mis palabras. Le informé que su tarea no podría ser cumplida en ese tiempo, pues todos los grandes poetas habían muerto y otros equivalentes o mayores aun no nacían.

–Si llevas trescientos años, puedes tener algo de paciencia y trascender un poco más. Otros cientos de años y, tal vez, cambiando la dirección de la marcha.

Miró extrañada.

–Este no es un buen tiempo para los poetas árabes. Debes retomar para ir hacia el poniente, más allá de Tiro, más allá de Roma, más allá de Cartago. Allí, donde se juntan los mares, esperarás hasta que nazcan los grandes poetas o lleguen a ese lugar desde otras tierras lejanas. Si tú viajas hacia el poniente y ellos hacia el oriente, se encontrarán.

Me miraba incrédula.

–Hasta ahora, la tierra de la poesía ha sido este desierto. Pero esa energía se ha desplazado hacia otro desierto. Hay un país lejano, en el cual Dios instaló pequeñas muestras de todo lo que hay en el planeta: lagos, volcanes, bosques, animales pacíficos, cordilleras y glaciares, ríos caudalosos, desiertos que florecen en las noches de primavera, valles apropiados para las mejores hortalizas y las frutas más dulces. De allí surgirán, cuando todo esté maduro, muchos y buenos poetas.

Sus ojos parecían dos nuevas luminarias en la noche árabe.

–Como todos los hombres del desierto, los poetas de esa tierra también serán viajeros y buscarán nuevos lugares para instalarse. Si caminas hacia el poniente, llegarás a esa tierra en la que se juntan todas las aguas: ahí será tu encuentro.

Seguí hablando, recitando a los grandes poetas del pasado, alabando a los poetas del futuro, los telúricos y los marítimos y sobre todo a los más grandes, los que serían capaces de recibir la fusión de las tierras árabes y de las nuevas, recién sembradas por Dios con el germen de la poesía. Apoyaba mis palabras con recitaciones, acordes y cantos.

Escuchaba extasiada y, como corresponde a una cortesana del templo, era capaz de reconocer a un mago, sabiendo que todas mis palabras la ayudaban para tan importante aventura del tiempo y del espacio.

Mientras transcurría la conversación, iba alimentando el fuego, comíamos dátiles y almendras y le daba a beber café amargo y miel de palmeras, compartiendo la misma copa.

Ella y yo solos en la inmensidad del desierto y de su noche, encerrados secretamente en el espacio íntimo demarcado por los montes y el horizonte, acompañados nada más que por los astros y las palmeras. Ella y yo solos, en medio del asombro. Jamás esperé encontrar una cortesana viajando en estas condiciones. Ella nunca esperó encontrar a un mago recitador, capaz de entenderla y darle las señas para cumplir con su tarea, evitando que se convirtiera en un cometa para toda la eternidad.

Faltaba poco para el amanecer, cuando percibió mi cansancio. Ofreció un masaje en el cuello. Por sus dedos fui recibiendo calor y una relajación que abría las puertas de un placer novedoso. Sus manos se deslizaban con agilidad, certeza y suavidad.

Silencio, salvo el canto de las estrellas, el susurro del viento tibio del amanecer y los roces de las hojas de las palmeras en su danza.

Mi noche se había iniciado solitaria como tantas. Las riquezas del desierto perdidas en el espacio enorme y yo solo, recorriendo el mundo para cumplir con mis obligaciones de mago. Ahora, por primera vez todo adquiría una dimensión personal, pues sentía que era el centro mismo del universo: el fuego aún encendido luego de toda la noche; la grata conversación con una mujer culta y atenta; el placer inigualable de la comida y la bebida compartidas; las manos milagrosas en mi cuerpo y el calor embriagador de su belleza.

Siempre detrás de mí, aventuró sus manos en mi pecho al tiempo que decía:

–Quiero hacerte el amor.

Yo, en silencio, todos los sentidos de alerta. El viento de la madrugada estaba entre nosotros.

–Te enseñaré lo que me enseñaron en homenaje a mis dioses.

Su voz sonaba dulce y tentadora.

–¿Estás contenta de mis consejos?

–Sí.

–¿Te gustó mi acogida?

–Sí. Fuiste amable sin conocerme.

–¿Sentiste mi hospitalidad?

–Sí.

–¿Te gustó mi comida, gozaste mi música y mis recitaciones?

–Sí.

Distancié mi cuerpo y miré sus ojos. También la madrugada es hermosa en el desierto. Ibn Skandar ha dicho que es la hora del amor.

–No, mujer, no.

Vi en sus ojos líquidos una sorpresa que escapó de sí misma. La miraba con suavidad. Perpleja, detuvo sus manos. No comprendía mi negativa a una oferta que muchos hombres, no solo viajantes solitarios, habrían aceptado gustosos. Mantuve mis ojos en los suyos y mis dedos tocando sus dedos.

–Tú eres una paloma transeúnte. Perdida de rumbo en estas tierras. Las palomas deben estar con las palomas y tu obligación es emprender el vuelo. Viajarás por el tiempo, por las tierras y los mares, cruzarás el desierto más grande y el mar de los romanos, hasta encontrar allí, al final de este mundo, donde un gran héroe puso sus piernas para perpetua memoria, el lugar al que llegará tu poeta.

Pensó que la rechazaba. No podía entender. Cuando me dijo que si la encontraba fea, solté una carcajada.

–Eres bellísima. Lo que sucede, es que cada uno debe cumplir su destino. Ni más ni menos.

Tú debes partir. Si hacemos el amor, tú estarás pagando mi gentileza, pero a un precio muy caro para ti: perder el rumbo y retrasarte en tu tarea. Podemos enamoramos. Por otra parte, no lo olvides, si se paga la gentileza se violan las normas de la hospitalidad.

Mis ojos brillaban sonrientes y contentos. El día despuntaba.

–Nos encontraremos, mujer, nos encontraremos. Tú hallarás a tu poeta y, después de eso, nuestros caminos volverán a cruzarse.

Hice una pausa.

–Yo también tengo tareas que cumplir.

Lloró. Sintió que la respetaba. Acaricié su pelo y sequé las lágrimas con el borde de mi manto. Le di indicaciones para seguir el camino y emprendió el vuelo hacia los tiempos nuevos, en la misma dirección del sol.

Cuando se perdió en el horizonte de arenas, canté.

La noche había sido hermosa y la tentación grande.

Pero yo, mago al fin, debía cuidarme. Por ser mago, yo sabía que trae mala suerte acostarse con fenicias. Gonzalo Rojas, no.

Jaime Hales. Abogado y escritor chileno. Poeta, narrador y

columnista de la Revista Los Tiempos

Tomado de “Archipiélago” nº 34

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