Loading...
Invitado


Domingo 03 de agosto de 2014

Portada Principal
Cultural El Duende

El dedo de Dios

03 ago 2014

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

Existen hechos que muchas veces superan la imaginación fantástica. Muchos cuentos, por muy inverosímiles que parezcan, han sido reales. El que he de narrar aconteció con esa cruda realidad, probablemente en la década de 1940. Podía ser una crónica más, en un libro como el de Omiste, o para competir en concursos de cuento policial. He de ofrecer la narración dándole la forma de ese subgénero: el de cuento.

A fines del siglo XIX, una gran zona del territorio boliviano se hallaba surcada de minas. La explotación fue intensa desde el comienzo del Colonialismo, principalmente de la plata. Por los vastos filones argentíferos muchos hicieron fortuna, durante y después del período colonial. Aniceto Arce, Gregorio Pacheco y otros, los más potentados, durante la segunda mitad del siglo XIX. Todos los minerales eran llevados fuera del país en los ferrocarriles. Arce tenía el mérito de haberlos introducido las potentes máquinas en el nuestro.

A fines del siglo XIX, cayó el telón de la plata, (después se levantaría la era del estaño). Arce, que había sido uno de los hombres más ricos del país, entró en el descalabro, muchos quebraron y pocos sobrevivieron. El ferrocarril que se había extendido, fue obra de la ingeniería británica (Bolivian Railway Co.), desde La Paz llegaba hasta Atocha, de allí a Villazón, comprendía el “Ferrocarril Villazón-Atocha, que era del Estado, con provisión de modernas locomotoras alemanas para la época, con chimeneas bajitas, casi al ras del lomo. El tramo era relativamente corto cerrado por inmensas montañas donde los túneles, viéndolos de lejos, semejan diminutas perforaciones. Uno de estos era especialmente el túnel del llamado “El Angosto”, entre las estaciones de Tupiza y Balcarce de Nazareno.

Pasando el árido altiplano, el tren desciende a poco menos de los 3000 metros, lo cual es desde Oringenio. El paisaje ya es ameno, como en todos los villorrios de los Chichas donde el aroma de albahaca y molle embalsama el ambiente tibio. El tren pasa por Tupiza y vuelve a ascender al planalto que se prolonga hasta Tilcara, ya en la Argentina.

Las estaciones ferroviarias que existen desde Atocha servían para que los viajeros desde ellas accedieran a las minas que había en otras regiones del Departamento de Potosí, como Portugalete, San Vicente, Tatasi y otras, al margen de las minas del grupo sureño. Aconteció entonces de esta manera:

Era una mañana en la estación de Escoriani… clara, de cielo azul intenso, despejado, cuando llegó hasta allí un hombrecito pequeño, vestido con traje negro, sombrero, zapatos negros relucientes y camisa blanca; llevaba un maletín, negro también. Escoriani era tan solo más que otra cosa, una estación ferroviaria. Había telégrafo, un barchilón que asistía en primeros auxilios, curaba con medicina de farmacopea corriente y otras yerbas, un boticario y un peluquero barbero. El peluquero era don Augusto Concolorcorvo, un hombre amable, risueño y gran conversador como casi todo peluquero. El hombre del maletín era don Juan López Rodríguez, remesero de una de la minas, disciplinado, con su tiempo casi cronometrado, llegaba cada mes hasta allí, para embarcarse en otro vehículo hasta la mina, y entregar la remesa que traía desde La Paz, que la tenía apegada a su cuerpo como si fuera parte de él. Esa remesa era destinada al pago de los mineros. El hombre era honrado a toda prueba, confiado y creyente pechoño; para sus jefes era casi sagrado como la misma remesa, pero el diablo no se halla nunca de vacaciones. Cuando don Juan llegaba a Escoriani, apuraba un café medio aguado con un pan y un trozo de queso, amén de su desayuno, de una de las vendedoras. Habían mujeres que vendían algunos comestibles y refrescos agolpadas cuando era “…día de tren”. El hombre era sencillo, de mirar desconfiado. Este don Juan ingresó a la peluquería y le pidió le hiciera barba y cabello. El hombre de guardapolvo blanco le hizo sentar en un sillón frente a un espejo ovalado con marco de madera. En la mesa había varias tijeras, maquinitas mecánicas de recorte, navajas, brochas, peines y otros objetos. Le puso una toalla alrededor del cuello mientras el hombre inclinaba la cabeza pasivamente escuchando ya la perorata del “maestro”. En una silla frente a él yacía el maletín negro. Cuando le pasó la espuma jabonosa por el mentón y la garganta, el barbero le tomó el mentón para echarle la cabeza más atrás. De pronto, Don Juan López sintió como si una sierpe silente pasara por su garganta dando un espantoso silbido, y algo caliente le llenara la boca. Quiso pararse al sentir que se ahogaba con algo… y vio que era su sangre mezclada con la blancura de espuma de jabón. Movió los pies convulsivamente. Alcanzó a ver el rostro espantable del peluquero que le pareció del diablo mismo; sintió lejanos los ruidos. Comprendió en un instante que se ahogaba en su propia sangre, y… murió.

La poca gente que vivía en Escoriani se extrañó que la peluquería hubiera permanecido cerrada ya casi una semana. Algunos sospechaban lo peor porque ya se sentía fetidez por la misma calle. El corregidor, el juez parroquial, que llegaron de Atocha, y el policía abrieron la peluquería. Tanto ellos cuanto la gente que acudió quedó espantada ante semejante cuadro escalofriante. La Empresa telegrafiaba desde La Paz a la mina preguntando sobre la remesa, y las autoridades de Tupiza principalmente, trataban no ya de “investigar (palabra usada secularmente por la policía), sino de encontrar al señor Concolorcorvo, el desalmado barbero, asesino del remesero.

El hombre de la navaja se había refugiado en la aldehuela de Talina, donde tenía algún pariente. El criminal planeaba poner mucha tierra entre esos lugares y él. Su propósito era ir a Tarija vía Villazón, porque desde allí resultaba más expedita la salida a la Argentina. Se dejó la barba, vistió como un paisano vulgar, se puso anteojos que los ahumó de alguna manera, enzurronó el dinero en una bolsa con algunos efectos personales y se fue hasta Atocha para tomar el tren de allí, donde no era muy conocido, y donde, en efecto nadie reparó en él. Compró su pasaje en segunda clase, pasó por Escoriani, y siguió así hasta Tupiza. Allí era aún menos conocido, sin embargo decidió timar extremas precauciones y se subió al borde de una de las bodegas de carga, poniendo el bulto, que no era pequeño como asiento, y los pies colgando entre bodega y bodega, con la espalda vista adelante. Nunca aprendió ni aprendería que no debe darse la espalda a lo incierto y desconocido. Sentíase relajado, el tiempo era agradable, el aire tibio le llegaba a la cara, se oía sólo el traqueteo monocorde de las ruedas del tren sobre los rieles. Extrajo de su bolsillo un emparedado que estaba envuelto en un papel y se dispuso a comer, cuando sintió que un terrible golpe y estrépito como la de un combo titánico que partiera una roca, y un remolino extraño rojo lo envolvía… y, en segundos vio ruedas y sangre, el tiempo en que se produce el corto circuito entre la vida la muerte, pareció advertir que para él se le cerraba el telón de su existencia. No había contado con el túnel de “El Angosto” que le destrozó la cabeza como una nuez pisoteada, y las ruedas del tren el resto de su cuerpo…vísceras huesos, sangre, trozos de hueso con mechones de cabello y dientes regaron los rieles.

Un arriero que viajaba a pie con su asno de Suipacha a Tupiza, encontró los billetes desparramados en la quebrada que va paralela a la vía del tren, y salían también del túnel soplados por el viento. La gente anoticiada fue al lugar a coger por lo menos un billete. La empresa nunca recuperó su dinero. Un mujer vieja dijo: “¡El dedo de Dios le ha negado la entrada a su reino!... El diablo se lo ha llevado en su tren de fuego”.

El túnel de “El Angosto” tiene su propia leyenda: el cerro es altísimo y muy vertical y escabroso y lo llaman “La caja del diablo” porque se puede ver como a unos 50 metros de esta mole un tambor con sus vaquetas, allí colgado. Cuentan que el músico de una banda se iba de la fiesta de algún pueblo cercano, pero que lo encontraron moribundo allí…pudo hablar para decir que “la viuda” (diablo devenido en una hermosa chola vestida con traje negro) lo tentó… y murió. Nadie pudo saber nunca…cómo pudo ir su dichoso tambor hasta esa altura tan inaccesible.

Vicente González Aramayo Zuleta. Oruro. Abogado, historiador,

escritor , cineasta.

Para tus amigos: