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Domingo 03 de agosto de 2014

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Cultural El Duende

Del castellano al español

03 ago 2014

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El español, cuyos primeros documentos han cumplido más de diez siglos, ha tenido unos orígenes relativamente bien conocidos. Las llamadas “glosas”, breves comentarios o traducciones del latín al romance de los primeros tiempos, evidencian dos cuestiones de importancia: la primera, que los primitivos dialectos hispánicos ya tenían para entonces una vida oral suficientemente asentada, y segundo, que el latín clásico se entendía mal y con dificultad, aun en los casos de personas de alguna cultura.

La paulatina desaparición del latín popular en la antigua Hispania sería consecuencia obligada del auge del astur-leonés, del castellano y del navarro-aragonés, por ejemplo. Las circunstancias históricas y políticas quisieron que ese mosaico dialectal originario fuera cediendo terreno a favor de la variedad cántabra. En el siglo XIII empieza a afianzarse en la lengua literaria, en las obras historiográficas y en importantes textos jurídicos. Ya desde antes la Escuela de Traductores de Toledo vertía al castellano –a través del latín– obras filosóficas y científicas procedentes de la cultura griega y de la árabe, trabajo que estuvo muy lejos de decaer en la época alfonsí que, salvo en una parte de su producción lírica, lo hizo suyo en sus obras, y lo elevó a la lengua oficial de la Cancillería regia.

Puede fecharse, al menos simbólicamente, el año de 1252 como el momento en que se inician en firme los trabajos de codificación de los empleos lingüísticos del dialecto castellano. Hasta entonces, sobre todo en la época de Fernando III, en que se unen los reinos de León y de Castilla, los códices escritos en este todavía dialecto no eran pocos, pues la Cancillería regia fernandina había producido textos en castellano, cuando este dialecto no estaba aún unificado y, sobre todo, cuando la tradición solo reconocía al latín. El proceso lo empezaría en serio su hijo Alfonso X, llamado posteriormente “el Sabio”.

En aquellos momentos, el telón lingüístico de fondo de la mitad norte de la península ibérica era el siguiente: gallego portugués, astur leonés, leonés oriental, castellano occidental (Palencia y Valladolid), castellano oriental (Ávala, La Rioja, Soria), y más al oriente, navarro aragonés, aragonés y catalán. Tal fragmento dialectal conspiraba decididamente contra el despuntar de un dialecto unificado y firme que sirviera de soporte a textos oficiales y de todo tipo, al menos en algunas de las regiones.

Unificar en un dialecto aquellos que componían –en el caso de los occidentales– un mosaico tan variado parecía tarea imposible por aquel entonces. En primer lugar estaba el problema de la selección de una variedad lingüística dada; por una parte había que considerar el prestigio, por otra, la conveniencia y el grado presupuesto de aceptabilidad. Pero eso no era todo. Era necesario dotar a la variedad seleccionada de medios y posibilidades expresivas, es decir, capacitarla para que pudiera convertirse sin fracasar en un medio útil y cómodo de comunicación, y una vez que se hubiesen obtenido estas dos metas preliminares, codificar sus empleos lingüísticos.

Puntos favor del castellano eran, por una parte, la reciente unión de León y de Castilla (1217-1230), y todavía más favorecedor, el hecho de que muchos de los documentos despachados por la Cancillería de Fernando III –que había sido rey de Castilla antes que de León– nada menos que el 60% de ellos, estaban escritos en castellano. La década que va desde 1230 hasta 1240 vio ampliar considerablemente la documentación en este dialecto y a partir de aquí la Cancillería la duplicó. En cambio el leonés, que comenzó a emplearse en documentos y diplomas privados y locales de cerca de 1230, fue languideciendo paulatinamente hasta finales de ese siglo. La imposición del castellano no era, por lo tanto, una novedad ni una decisión rara, sobre todo si a la documentación cancilleresca añadimos la producida por la curia arzobispal de Toledo que, aunque menor en número, tenía mucha importancia.

El uso institucionalizado del castellano tenía las puertas abiertas. Solo faltaba el monarca que se empeñara personalmente en lograrlo, y ese fue Alfonso X, que dio inicio a esa tarea desde 1252, el mismo año de su elevación al trono. Fue, por lo tanto, a mediados del siglo XIII cuando comienza sistemáticamente la institucionalización del uso del castellano.

Bajo la autoridad real la práctica escrituraria del castellano se fortaleció de manera muy notoria, autoridad de que carecían las variedades leonesas, sus más cercanos contrincantes.

No hay que olvidar –como señala atinadamente Fernández-Ordónez– que

…la unión de los reinos implicó el asentamiento de la nobleza y de la iglesia de León a la autoridad del rey castellano. Pero, sobre todo, el castellano fue la lengua preferida para las prácticas jurídicas y administrativas concernientes al conjunto del señoría castellano-leonés porque ya desde años atrás, desde mediados del siglo XII al menos, Castilla era el reino con más peso demográfico, el de mayor extensión territorial y con una economía más pujante.

Durante algo más de tres décadas el castellano fue impulsado por la Cancillería alfonsí en una muy importante cantidad documental a través de todos los territorios del reino. Pasados los primeros momentos en que las denominaciones a la lengua empleada en estos documentos eran vagas, comienzan a triunfar otras más concretas, como “lenguaje de Castiella, romance castellano, romance, castellano y lenguaje castellano”. El castellano se convertía así en la lengua de la Corte, con lo cual relegaba de facto a las demás lenguas del reino. Su avance era imparable, y no solo los documentos sino en su uso habitual.

La notable y cuantiosa producción del “scriptorium”alfonsí –el Fuero Real, el Espéculo, las Partidas, la Estoria de España, la Generale storia, entre docenas de obras “originales” y traducidas– fue una prueba viva del ímpetu y del auge de textos en castellano que alcanzó esta época áurea e incomparable de la cultura peninsular. Alfonso se involucró personalmente y con mucho entusiasmo en esta gran obra escrituraria; a cada paso de esta extensa producción se leen textos como “Nos, don Alfonso, mandamos fazer” y otros muchos de semántica paralela.

Pero queda un punto de sumo interés. Junto a las diversas denominaciones de castellano que hicieron el rey y sus colaboradores de scriptorium se deslizan tres realmente curiosas: lenguaje de España, lengua de España, español. ¿Pensaba el rey sabio en la posibilidad de desarrollar una entidad más amplia y abarcadora, tanto política como cultural y lingüística, o simplemente utilizaba el término España como sinónimo de Castilla?

Las campañas de la Reconquista fueron extendiendo el castellano hacia el sur de la península; Granada e Isabel la Católica son dos nombres clave en este recorrido geográfico que va desde un rincón de Cantabria hasta las costas mediterráneas. Más tarde, el norte de África y Canarias. No finalizó el siglo XV sin ver que el castellano cruzaba el Atlántico.

Entre 1474, cuando se proclama reina de Castilla a Isabel I, y 1516, al morir Fernando II de Aragón, suele fijarse el período del reinado de los llamados Reyes Católicos, también bautizado por algunos historiadores como el período en que comienza en la península la Edad Moderna. Los que así piensan se basan en que ambos monarcas –tanto monta, monta tanto– propician y consiguen que nazca una unidad política y, con ello, los primeros bosquejos del concepto de Estado moderno. (…).

Es evidente que la unidad territorial, de lo que desde entonces, aunque tímidamente, empezó a llamarse España, fue la base fundamental para el logro de una relativa unidad lingüística, siempre claro, dentro de un marco de coexistencia con otras lenguas peninsulares que lograron sobrevivir a la castellanización.

Los hechos de esta triunfal aventura, que son de sobra conocidos, terminan brillantemente con la conquista del último reducto moro: Granada.

Un importante cúmulo de sucesos históricos propició el éxito de estos planes. Entre ellos la suerte de que Isabel llegara a ocupar el trono de Castilla y que, a causa de la muerte del rey Juan II, accediera al trono de Aragón su hijo Fernando. Así se hacía realidad la unión dinástica de ambas Coronas.

El proyecto de la “unidad de España” no era nada nuevo, solo que ambos monarcas, herederos de la tradición secular de la Reconquista, lo tenían en un lugar privilegiado de su programa político. Y no solo contaba la recuperación del honor mancillado, que tenía una gran importancia, y la soñada unificación de los territorios de la Corona, sino también las características de aquellos territorios dilatados –cerca de 30 mil kilómetros cuadrados– de especial riqueza agrícola, de próspera industria de manufacturas y, sobre todo, de feliz y conveniente comercio por el Mediterráneo.

Una ayuda inesperada fue sin duda la continua lucha interna entre Abul Hassan y su hijo Abu Abdallah (Boabdil) que debilitaba, y no poco, la dinastía nazarí. Las tropas cristianas resultaron por fin triunfantes y Boabdil, el que “lloró como mujer lo que no supo defender como hombre”, como le echó en cara su madre, la sultana Zoroya, fuese desbancado del palacio de la Alhambra. Con ello, los Reyes Católicos se adueñaron de aquellos territorios. La heráldica granada de los vencidos pasó a ocupar un nuevo puesto en el escudo de los triunfadores.

Había caído el último reducto enemigo que bloqueaba los planes de los monarcas cristianos de conseguir la unidad política de la península, a la que poco después se añadiría el norte de África y las Islas Canarias. La suerte estaba echada, una suerte en la que el castellano daba sus primeros pasos para convertirse en lengua española.

Humberto López Morales.

Doctor en filología Románica.

Premio de Ensayo “Isabel Polanco” en 2010 con su libro “La andadura del español por el mundo”.

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