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Domingo 03 de agosto de 2014

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Cultural El Duende

El jardín del Señor Chéjov

03 ago 2014

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Hace unos meses, Ricardo y yo volvimos a mirar las fotografías que tomamos el otoño pasado. Como entonces él acababa de comprarse una Minolta nos hizo posar en todos los lugares de la casa; en el balcón, la cocina, la sala, junto a la escultura de Horumura que adquirió en una galería de Los Ángeles. Las mejores fotografías las tomó en el jardín, junto a la propiedad del señor Chéjov. En el repaso que hicimos de ellas una llamó poderosamente nuestra atención. Al frente estamos Sara, Vincent, Antön y yo, atrás la hermosa fila de arces que mis abuelos plantaron en los años cuarenta, habiendo apenas llegado de Canadá y que funcionaban como una barda que separaba nuestra propiedad de la calle. En la misma fotografía, al fondo, en su jardín, afanoso, se encontraba el señor Chéjov, barriendo las hojas que caían desprendidas y que el viento lanzaba hasta su jardín.

Era abril y la primavera cundía afuera de la casa recorriendo todos los jardines de la zona, soltando ese aroma dulzón que pone hiperactivas a las aves. Ricardo se asomó por la ventana desde la que se miraba la propiedad del vecino, miró la hilera de arces llenos de hojas y las debió imaginar todas tiradas en el otoño porque me dijo: “No es justo que el señor Chéjov tenga que pasarse todo la estación barriendo las hojas de nuestros arces”. De ahí en adelante pasamos lo que restaba de la primavera y todo el verano discutiendo el asunto. Al final, llegamos a la conclusión de que eran los dos últimos árboles los más altos, los que soltaban la mayor parte de las hojas en el jardín del señor Chéjov. Ricardo pensó que lo mejor sería podar las ramas de esos árboles, si es que no queríamos talarlos.

Esos árboles tienen un lugar especial en el afecto de mi familia. Mis abuelos salieron de Canadá a causa de una persecución religiosa, que por cierto no trascendió, pero de la que fueron objeto central de hostilidad los Testigos de Jehová. Mis abuelos lo eran y salieron huyendo en 1944 de Quebec. Lo primero que hicieron cuando compraron esta propiedad fue sembrar esos siete arces rojos, medianos, que supongo les traían a la memoria la casa de la que habían huido tiempo atrás. Recuerdo claramente cuando mi abuela Katherine me narraba las historias del Gran Maestro a la sombra de esos arces, casi puedo ver a mis hermanos subiéndose por sus ramas, a mi madre tratando de bajarlos, recuerdo tantas cosas bellas cuando los miro que a veces me pasó las tardes asomada a la ventana, esperando a que lleguen los niños y Ricardo, acompañada solo por mis recuerdos que parecen desprenderse de mi memoria, como las hojas de esos árboles en el otoño. Es en esos momentos cuando me entra una nostalgia agresiva que me hace desear la detención del tiempo.

A principios de octubre, apenas empezando a cambiar el color de sus hojas, mandamos traer a un jardinero para que podara la parte más alta de los dos últimos arces. Colocamos además entre la propiedad del señor Chéjov y la nuestra, una malla de alambre de acero por encima de la barda que separaba nuestros jardines, para evitar que las hojas que el viento arrastrara no fueran a parar al jardín de nuestro vecino.

Apenas llegado el otoño todo estaba listo. Me dolió, tengo que admitirlo, que se podara de esa manera los árboles; durante varios días no quise asomarme por la ventana, para no verles las ramas como brazos mutilados. Con el tiempo, Ricardo, que es muy perspicaz, me dijo que no lo sintiera mucho. “Si quieres apenas pase el otoño y la época de las hojas caducas retiramos la malla de alambre. Para entonces los arces volverán a ser los mismos”. Creo que eso me dolió más, estar mutilándoles las ramas cada temporada a mis hermosos arces me parecía una barbaridad. Sin embargo, el señor Chéjov no merecía la molestia que le ocasionaban, sin querer, mis queridos árboles.

Él era un hombre que ya pasaba los ochenta. Su esposa murió hace tres años en el hospital y él, contradiciendo a sus hijos, decidió quedarse solo en su casa con una sirvienta que iba por las mañanas a cocinar y a hacer el aseo. Los sábados por la tarde, cuando salía con los chicos al servicio religioso, lo veía sentado cerca de la chimenea, leyendo algún libro, siempre solo, tan solo. En verano sus hijos solían visitarlo con más frecuencia, y no que lo visitaran solamente en esa época; a decir verdad el señor Chéjov era visitado constantemente por sus hijos y nietos. Visitas de cortesía que no pasaban de más de dos horas; quizás un café, una charla, un juego de cartas. En una ocasión Ricardo tuvo la gentileza de invitarlo a casa para tomar té. Ese día que lo esperábamos enfermó y terminamos la noche en el hospital con sus familiares, gente muy linda y agradable. A decir verdad fue esa dolorosa imagen de hombre frágil, la que me motivó a aceptar la solución que a Ricardo se le había ocurrido.

Se llegó el otoño, todo lo teníamos preparado. Antön, Vincent y Sara ya no eran tan pequeños y se pasaron la temporada en el colegio, con sus amigos. En ocasiones la casa se llenaba de adolescentes. Entonces sacábamos el asador al jardín y solía preparar algunas hamburguesas y salchichas para ellos. Por esos días dejaba que mis hijos se divirtieran, procuraba no interferir en sus juegos.

Una tarde Antön llegó con una chica a la casa, se llamaba Iris, estuvieron un momento charlando en la sala, mirando televisión; igual procuré no incomodar y subí a mi habitación a leer un libro. Pasados varios minutos, desde la cocina, vi como Antön, de apenas 15 años, se despedía besando delicadamente a esa pequeña rubia de ojos tiernos. Sentí un vuelco en el corazón. El pequeño Antön estaba creciendo y algún día, ese gesto cariñoso de él me lo reveló, habría de marcharse de casa. En ese momento volví a desear que el tiempo se detuviera. Ambos corrieron alegres hacia los arces, en la reja se volvieron a despedir, ella correspondió a su beso con una caricia en la mejilla. Pude entonces imaginar la sonrisa de Antön, el rubor de sus mejillas, sus grandes ojos procurando no perder detalle; intenté además imaginar lo que iba a decir. En ese momento un gran auto negro se detuvo en la puerta de entrada de la casa del señor Chéjov. El hijo de mi vecino, a quien había conocido en el hospital, bajó del auto presuroso. No tocó la puerta sino que entró por la parte de atrás de la casa. Intrigada llamé a Antön y le pedí que investigara qué era lo que sucedía: “Anda, tal vez necesiten ayuda, quizás nosotros podamos brindárselas”. A los pocos minutos Antön regresó con la noticia de la muerte del señor Chéjov. El bello rostro de mi hijo que momentos antes imaginé sonrojado, se ensombreció con la noticia. Una ráfaga de aire sopló y Antön se abrazó a mi cuerpo estremecido. Me dijo que logró ver el cadáver de nuestro vecino cerca de la chimenea. “Estuve tocando mamá y como nadie contestaba entré por la puerta de atrás. Escuché llorar a alguien. En la chimenea estaba el hijo del señor Chéjov abrazando a su padre”.

Esa misma noche se hicieron los arreglos para velarlo. Preparé un postre y un poco de té de frutas y me presenté con Ricardo y los niños. Las mismas personas amables que estuvieron en el hospital nos recibieron. Algunos de nuestros vecinos que ya se habían enterado asistieron también. Curiosamente la pequeña rubia de la que Antön se había despedido, apenas en la tarde, se encontraba ahí, acompañada de una mujer mayor que usaba unas gafas gruesas. Antön me dijo que le habló para comunicarle lo del vecino muerto y ella quiso acompañarlo, pensando que tal vez a mi hijo se le hubiera muerto un ser querido. Ricardo estuvo charlando con los vecinos, yo intenté consolar al hijo que había descubierto el cadáver.

Me comentó que solía hablar con su padre por la tarde, después del trabajo y que ese día intentó comunicarse con él sin que nadie contestara el teléfono. Me dijo además que rápido salió a casa de su padre para ver qué pasaba y ahí lo encontró, en el sillón, con los ojos abiertos mirando su jardín, muerto.

“Sabe –me dijo– él amaba ese jardín. Solíamos pasarnos buenas tardes mirando el crepúsculo desde aquí, con la chimenea encendida, tomando whisky, leyendo La sala número seis, su relato preferido, o a veces recordando a mi madre. Papá me hablaba mucho de ella, de cuánto la había amado”. En ese momento la charla se interrumpió. El hijo del señor Chéjov miró el jardín iluminado por los faroles de la entrada. Extrañado me preguntó: “¿No le parece raro que el jardín esté tan limpio? Mi padre adoraba pasarse las tardes entretenido en limpiar su jardín. Luego venía aquí a leer, o a recordar.” Apenas escuché eso sentí otro vuelco en el corazón. Quise salir corriendo a retirar la malla de acero que habíamos puesto, para que las hojas de nuestros arces llegaran al jardín del señor Chéjov, quise que soplara un viento fuerte y que arrastrara todas las hojas de los árboles de Canadá, para que el señor Chéjov las recogiera, pero nada pasó. Afuera el jardín oscuro parecía lamentar también la muerte de nuestro anciano vecino. Conmovida, me disculpé de mi interlocutor y salí. El mismo viento frió que nos había estremecido por la tarde hacia sus rondas nocturnas. En ese momento apareció Antön acompañando a la pequeña rubia. “Iris se marcha mamá”. Salude a la niña. La mujer de gafas grandes, que era su nana, se quedó dándome el pésame, no la quise sacar de su error, de alguna manera yo también necesitaba esas condolencias. Antön se adelantó con Iris. En la entrada de la casa él volvió a besarle la mejilla con ternura. Ella aceptó el beso y se retiró, la mujer siguió tras ella. Antön se acercó a mí. “¿Por qué estás triste mamá?”, me preguntó. “Por el señor Chéjov Antön, por el señor Chéjov”. Me abrazó, miré sus enormes ojos, del mismo color que los de mi abuela Katherine y quise nuevamente que el tiempo se detuviera, pero esta vez tampoco pude.

Armando Ortiz. México, 1968.

Escritor, narrador y periodista.

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