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Domingo 20 de julio de 2014

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Cultural El Duende

De: La rebelión de los escarabajos

La muerte interior

20 jul 2014

(fragmento)

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A Lilia, que me encontró cuando ya era tarde

Apenas nos congregábamos en los intervalos de los recreos del primer día de clase de la semana, y ya nuestras mentes construían, otra vez, toda una escalera de ansiedades para el domingo venidero. Ese día, una bandada de chiquillos íbamos, como a una fiesta, a la casa de Don Andrés, a quien en toda la comarca lugareña se le conocía como “el Polaco”. Este personaje era efectivamente natural del Polonia, y había llegado al país en 1922, huyendo como tantos otros inmigrantes de la hecatombe bélica, y de todos los horrores y sinsabores que las guerras acarrean… Levantándose al alba, todavía las sombras de la noche que avanzan tras los atardeceres, en el ocaso, lo encontraban afanado en sus campos labrantíos. Así, a fuerza de un trabajo tenaz y constante, logró organizar una próspera granja y constituir una familia cuyo hijo mayor, Eugenio, era nuestro condiscípulo.

Por esa época –como la repetición de una misma pesadilla–, la patria de Don Andrés estaba nuevamente envuelta en llamas, acosada esta vez por las huestes tenebrosas del nazismo. “El Polaco” lograba, sin embargo, olvidar el drama, sumergido en el mundo creativo de su trabajo; y como una evasión emocional, los días domingos, repetidamente, calzaba sus negras y lustrosas polainas, vestía su blanca camisa bordada con figuras típicas de su tierra lejana, y, rodeado de una bandada de niños del vecindario, nos deleitaba con la cautivante música que se desgranaba de la caja arrugada de su viejo bandoneón.

Mentalmente inmerso en aquel universo distante, la Polonesa de Chopin vibraba en el continente de su instrumento musical que, como un largo tren moviéndose en las curvas de la montaña, se contoneaba airoso sobre sus gruesas y macilentas rodillas. Su variado repertorio incluía polkas, mazurcas, valses vieneses, y unos aires regionales polacos cuyos ritmos eran a veces monótonas repeticiones de sonidos, pero otras veces parecían carreras de potros desbocados en una pradera sin límites.

¡Mientras ejecutaba su instrumento, formábamos rondas a su alrededor y, como en un mundo mágico danzábamos cual duendes traviesos en un cuadro de ilusiones encendidas...!

Nuestro personaje era un hombre de mediana estatura, de cabello rubio y lacio, y con un enorme mostacho que parecía una media luna hecha de pajas en la geografía de su rostro bronceado. ¡Aquellos eran días domingo inolvidables! Su esposa se llamaba Sofía, y nunca en mi vida he visto yo una sonrisa tan bella como la suya. Era azúcar y lirio; ¡copo de nieve…! (Yo tenía entonces diez años, pero cada vez que la veía sonreír, creo que perdía la noción de mi edad y sólo recuerdo que me estremecía de no sé qué extraña emoción, ¡como un pimpollo de rosa al contacto con el sol en la mañana!). A veces, ella se unía al coro de niños, encadenando sus manos a las nuestras, y nos arrastraba en el rondón del torbellino danzante. Nosotros nos dejábamos llevar dócilmente por tan maravillosa hada madrina, como si fuésemos a un mundo extraño, caminando sobre el arcoiris de nuestra fantasía…

Cierta vez “el Polaco” nos relató que en ocasión de venir de Europa para América, en pleno Atlántico, solía sentarse en la popa del viejo navío que cruzaba el océano, y allí, teniendo por escenario al cielo abierto, ensayaba sin descanso la ejecución de bellas tonadas eslavas. No pocas veces, nos dijo, como si fuera el mismo dios Orfeo, aplacando la furia de la fauna levantisca, le pareció que las procelosas aguas se aquietaban al influjo de la cadencia de su música... Y entonces mi fantaseadora imaginación infantil invertía la historia legendaria del poeta Homero, porque dibujaba en la mente la escena en que eran las sirenas las que esta vez rodeaban y seguían curiosas y ensimismadas a un “Odiseo” moderno, ¡que navegaba en las alas de sus arpegios divinos en la búsqueda de la Ítaca de sus ensueños…!

Lo cierto era que, al filo del mediodía, la música cesaba; era el interregno del almuerzo. Pasábamos entonces a sentarnos alrededor de una larga mesa, adornada con un vistoso mantel floreado, bordado por Doña Sofía. “El Polaco” decía en la circunstancia la oración acostumbrada y, al término de ella, empezábamos a engullir los bastimentos con tan grande apetito desatado que no pocas veces algunos de nosotros éramos llamados a la moderación y a la templanza. Entonces era cuando Don Andrés reía.

No lo he visto ni escuchado reír en ninguna otra ocasión; parece que en estas oportunidades, deliberadamente creadas, se sentía como un rey afortunado, y todos los que allí estábamos éramos los príncipes y las princesas que le rendíamos vasallaje con el poder de nuestra alegría y de nuestra inocencia.

Al término de la comida, nuestra “hada madrina” nos regalaba con frutas y con un exquisito refresco de grosella de tan delicioso sabor que jamás mi paladar llegó a gustar otro semejante.

“Bueno, ahora que ya está alimentado el cuerpo, vayamos a alimentar otra vez el espíritu” –decía Don Andrés, al tiempo que cogiendo nuevamente su vapuleado instrumento desataba el cordaje de su fuelle y el panorama se inundaba, como horas antes, de música, de ritmos cantarinos y de bullicio…

Cuando nos disponíamos, por fin, a regresar a nuestros hogares respectivos, toda la familia de “el Polaco” nos despedía en la ladera del camino vecinal. Nuestro “Orfeo” sólo hacía gestos, pero nuestra “hada madrina” nos regalaba, una vez más, con el sin par encanto de su sonrisa. Agitábamos entonces nuestras manos, en alto, y repetíamos todos: “¡Hasta el próximo domingo…!” Y volviendo los pasos dejábamos atrás el plural universo de tanta algazara y alegría. Hundíamos luego los pies en el polvo del camino agrario y en trotes y saltitos sincronizados, como sierpes que se contonean en los recodos, seguíamos ensayando los ritmos danzantes, mientras el sol ya apenas sonreía en el horizonte y la estrella de la tarde, blanca y brillante, extendía su iris sobre nuestras cabezas, como cuando nuestra “hada madrina”, con su sonrisa de luz, nos enseñaba el secreto del alma, ¡florecida en el orto de la primavera…!

Efraín Enríquez Gamón. Paraguay, 1935. Escritor,

poeta y diplomático paraguayo

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