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Domingo 06 de julio de 2014

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Cultural El Duende

EL MÚSICO QUE LLEVAMOS DENTRO

De la música de los músicos II

06 jul 2014

Carlos Rosso Orosco

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La música no tiene dueño, pues los que van a ella no la poseen nunca. Han sido por ella primero poseídos, después iniciados

(María Zambrano)

Quien haya experimentado la sorprendente aventura de interpretar música, sabrá, sin duda, de qué estamos hablando. Pero al dirigir una orquesta, esa experiencia es todavía más fascinante, porque aquí se trata del maravilloso proceso que culmina en el hacer sonar un instrumento imaginario que solo existe en el recuerdo, cuando la música fluye y canta en el tiempo: ese “presente fugitivo e inasible (..) la revelación de cada día, de cada instante”, como afirma María Zambrano (1989:73). Así es cómo hacer ‘sonar’ una partitura se torna en una elevación trascendente capaz de condensar o dilatar el tiempo, para convertirlo, al libre albedrío de la fantasía, en el ‘tempo musical’.

Y todo esto ocurre gracias a la mediación bienhechora de la memoria, el otro intrincado argumento del que hablábamos al principio. La memoria, que es “el espíritu mismo” para San Agustín; esa memoria que “si se la deja servir, desciende hasta los ínferos del alma (...) y nos permite vernos viviendo” (Zambrano, 1989:82). Porque es a través de ella, justamente, que se desvela el talento: el talento como un don, como una gracia divina guardada en el “ordenado museo de la memoria” agustiniano. El talento connatural que nace en los más ocultos recuerdos emocionales. Por lo demás, es cierto: la quintaescencia de la música no es más que añoranza, “nostalgia del paraíso” –diría Cioran.

También dijimos que, en esto de dirigir una orquesta, se interpone una evocación a la tristeza: ese estado de ánimo que nos permite estar a solas –en este caso, a solas con uno mismo y con la música. La tristeza, entendida como ‘la aceptación’ inconsciente de las pasiones más recónditas; la tristeza capaz de convertirse en un estado de lucidez que permite –a veces– sentirse muy cerca de la esencia misma de la música, donde es posible “evocar imágenes y sensaciones que se esfumarían fácilmente con una mirada o con una risa”, como dice Thomas Mann.

Pero claro, en esto de dirigir orquestas también se necesita de un oficio. Este oficio –que no tiene mucho que ver con el talento, sino más bien con una cierta técnica gestual, de todas maneras subjetiva– comparece, por supuesto y se torna importante, a la hora de descifrar los ‘denominadores comunes’ de la estructura del discurso musical, es decir, los ‘valores musicales’: la velocidad, el volumen, la calidad de los timbres, los clímax, las tensiones, los silencios y, por supuesto, el carácter mismo de la música que se está dirigiendo. Pero la verdad es que, aunque se respete fielmente lo que haya pedido el compositor en su partitura, es –quiérase o no– el director quien define la medida, la proporción y el equilibrio con que estos valores han de ser tratados.

Se trata, en suma, de un oficio artístico que, de todas maneras, tiene más que ver con las consideraciones que hicimos al principio, y que constituye una experiencia tan espiritual como inconcreta, que sólo se la puede vivir discurriendo –francamente– en el mundo de aquella música que –al decir, una vez más, de María Zambrano– “solo se abre, inesperadamente, cuando errante el alma sola, se siente desfallecer sin dueño”.

(Fuente: Rev Cien Cult v.17 n.31 La Paz dic. 2013)

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