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Domingo 06 de julio de 2014

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Cultural El Duende

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06 jul 2014

El filósofo francés Michel Serres reflexiona en su nuevo libro acerca de los jóvenes que “viven una vida completamente distinta que las generaciones anteriores”. Asistimos a la llamada Tercera Revolución de Occidente, la del auge de las tecnologías y de allí surge un nuevo tipo de ser humano al que Serres bautiza como “Pulgarcita”, en alusión a la velocidad y destreza con la que envía mensajes de texto o SMS con sus pulgares.

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Este nuevo escolar, esta nueva estudiante no vio nunca un ternero, una vaca, un chancho ni una nidada. En 1900, la mayoría de los humanos del planeta trabajaban en la labranza y el pastoreo; en 2011en Francia, y lo mismo ocurre en países análogos, sólo existe el 1 % de campesinos. Hay que ver en ello, sin duda, una de las rupturas más fuertes de la historia desde el Neolítico. Nuestras culturas, referidas en otros tiempos a las prácticas geórgicas, cambiaron de repente. Así y todo, en el planeta, seguimos comiendo de la tierra.

Aquella o aquel que presento a ustedes ya no vive en compañía de los animales, y no habita la misma tierra ni tiene la misma relación con el mundo. Ella o él sólo admiran una naturaleza arcádica, la del tiempo de ocio o del turismo. Vive en la ciudad. Sus predecesores inmediatos, más de la mitad de ellos, andaban por los campos. Sin embargo, como se ha vuelto sensible al entorno, contaminará menos; es más prudente y respetuoso de los que éramos nosotros, adultos inconscientes y narcisos.

Ya no tiene la misma vida física, ni hay la misma cantidad de gente, porque la demografía saltó de pronto, en el lapso de una sola vida humana, de 2 a 7 mil millones de humanos; vive en un mundo lleno.

Aquí, su esperanza de vida llega hasta los 80 años. El día de su casamiento, sus bisabuelos se habían jurado fidelidad por apenas una década. Si él o ella viven juntos, ¿jurarán lo mismo por 65 años? Sus padres heredaron alrededor de los 30, ellos esperarán a la vejez para recibir ese legado. Ya no conocen las mismas edades, ni el mismo matrimonio, ni la misma transmisión de bienes.

Al partir de la guerra, con la flor en el fusil, sus padres ofrecían a la patria una esperanza de vida breve; ¿correrán ellos a la guerra de la misma manera, con la promesa de seis décadas por delante?

Desde hace sesenta años, intervalo único en la historia occidental, ni él ni ella conocieron guerra alguna; en breve, tampoco sus dirigentes y sus maestros.

Al contar con una medicina por fin eficaz y, en la farmacia, con analgésicos y anestésicos, sufrieron menos, desde un punto de vista estadístico, que sus predecesores. ¿Tuvieron acaso hambre? Religiosa o laica, toda moral se reducía a ejercicios destinados a soportar un dolor inevitable y cotidiano: enfermedad, hambruna, crueldad del mundo.

Ya no tienen el mismo cuerpo ni la misma conducta; ningún adulto supo inspirarles una moral adaptada.

Mientras que sus padres fueron concebidos a ciegas, su nacimiento es programado. Dado que la edad promedio de la mujer para el primer hijo ha avanzado 10 o 15 años, los padres de los alumnos cambiaron de generación. En más de la mitad de los casos, esos padres se divorciaron. ¿Dejaron acaso a sus hijos?

Ni él ni ella tiene ya la misma genealogía.

Mientras que sus predecesores se reunían en clases o anfiteatros homogéneos desde el punto de vista cultural, ellos estudian en el seno de un colectivo en el que conviven diversas religiones, lenguas, orígenes y costumbres. Para ellos y sus maestros, el multiculturalismo es de rigor. ¿Durante cuánto tiempo más podrán seguir cantando, en Francia, la vil “sangre impura” de algún extranjero?

No tienen ya el mismo mundo mundial, ya no tienen el mismo mundo humano. Alrededor de ellos, las hijas y los hijos de inmigrantes, llegados de países menos opulentos, vivieron experiencias vitales inversas a las de ellos.

Balance temporario. ¿Qué literatura, qué historia comprenderán, felices, sin haber vivido la rusticidad de las bestias domésticas, la cosecha de verano, diez conflictos, cementerios, heridos, hambrientos, patria, bandera ensangrentada, monumentos a los muertos…, sin haber experimentado, en el sufrimiento, la urgencia vital de una moral?

Aquello en cuanto al cuerpo; esto en cuanto al conocimiento

Sus ancestros fundaban su cultura en un horizonte temporal de algunos miles de años, decorados por la antigüedad grecolatina, la Biblia judía, algunas tabletas cuneiformes, una prehistoria corta. Ahora millonario, su horizonte temporal se remonta a la barrera de Planck, pasa por la acreción del planeta, la evolución de las especies, una paleontología de millones de años.

Al no habitar ya el mismo tiempo, viven una historia por completo diferente.

Están formateados por los medios de comunicación, difundidos por los adultos que de manera minuciosa han destruido su facultad de atención reduciendo la duración de las imágenes a 7 segundos y el tiempo de las respuestas a las preguntas a 15, según cifras oficiales; medios en los que la palabra más repetida es “muerte” y la imagen más representada la de los cadáveres. Desde los 12 años, esos adultos los obligaron a ver más de 20 mil crímenes.

Están formateados por la publicidad: ¿cómo es posible enseñarles que la palabra “relais” en lengua francesa termina en “-ais” cuando en todas las estaciones hay carteles en los que escribe “-ay”? ¿Cómo es posible enseñarles el sistema métrico cuando, de la manera más tonta del mundo, el servicio ferroviario nacional les vende millas?

Nosotros, los adultos, hemos transformado nuestra sociedad del espectáculo en una sociedad pedagógica en la cual la competencia aplastante, vanidosamente inculta, eclipsa la escuela y la universidad. Por el tiempo de audiencia y de atención, por la seducción y la importancia, los medios se han apoderado desde hace tiempo de la función de enseñanza.

Criticados, despreciados, vilipendiados, porque pobres y discretos, aun cuando detenta el récord mundial de premios Nobel recientes y de medallas Fields respecto del número de la población, nuestros docentes han llegado a ser los menos entendidos de esos maestros dominantes, ricos y ruidosos.

Estos niños viven, pues, en lo virtual. Las ciencias cognitivas muestran que el uso de la Red, la lectura o la escritura de mensajes con los pulgares, la consulta de Wikipedia o Facebook no estimulan las mismas neuronas ni las mismas zonas corticales que el uso del libro, de la tiza o del cuaderno. Pueden manipular varias informaciones a la vez. No conocen ni integran, ni sintetizan como nosotros, sus ascendientes.

Ya no tienen la misma cabeza.

Por el teléfono celular, acceden a cualquier persona; por GPS, a cualquier lugar; por la Red, a cualquier saber: ocupan un espacio topológico de vecindades, mientras que nosotros vivíamos en un espacio métrico, referido por distancia.

Ya no habitan el mismo espacio.

Sin que nos diéramos cuenta, nació un nuevo humano, durante un intervalo breve, el que nos separa de los años setenta.

Él o ella ya no tienen el mismo cuerpo, la misma esperanza de vida, ya no se comunican de la misma manera, ya no perciben el mismo mundo, ya no viven en la misma naturaleza, ya no habitan el mismo espacio.

Nacido con la peridural y de un nacimiento programado, ya no le teme, con los cuidados paliativos, a la misma muerte.

Como ya no tiene cabeza que sus padres, él o ella conocen de otro modo.

Él o ella escriben de otro modo. Por haberlos observado, con admiración, enviar, con una rapidez mayor de lo que podría hacerlo jamás con mis torpes dedos, enviar, digo, SMS con los dos pulgares, los bauticé, con la mayor ternura que un abuelo pueda expresar, Pulgarcita y Pulgarcito. Ése es su nombre, más bonito que aquel viejo término sabiondo “dactilógrafo”.

Ya no hablan la misma lengua. Desde Richelieu, la Academia Francesa publica más o menos cada veinte años, con referencia, el “Dictionnaire” de la nuestra. En los siglos pasados, la diferencia entre dos ediciones era alrededor de 4 a 5 mil palabras, una cifra más o menos constante; entre la anterior y la próxima, será de unas 35 mil.

A ese ritmo, se puede adivinar que con bastante rapidez nuestros sucesores podrían encontrarse mañana tan separados de nuestra lengua como lo estamos hoy del francés antiguo practicado por Chrétien de Troyes o Joinville. Esta variación da una indicación casi fotográfica de los cambios que describo.

Esta diferencia inmensa que afecta a la mayoría de las lenguas se debe, en parte, a la ruptura entre los oficios de los años recientes y los de hoy. Pulgarcita y su amigo ya no se destacarán en las mismas tareas.

La lengua cambio, la labor mutó.

Michel Serres.

Filósofo a historiador francés, 1930.

Fondo de Cultura Económica, 2013.

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