Y es precisamente en ese Mojos, asà de perturbador y misterioso donde los pueblos indÃgenas aún llevan la marca de la exclusión en sus siglos de historia y pese a constituir el 82% de la población, les han sido esquivos los espacios de poder. ¿La culpa? Quizá ellos mismos. Quizá las barreras normativas e ideológicas imperantes. O quizá, el tradicional monoetnicismo estatal que diseñó las estructuras institucionales y las reglas de fuego a la medida de las lógicas blanco-mestiza. Tan ajeno, tal disÃmil a las lógicas propias. Aunque estos últimos años, acorde a los cambios del paÃs, la exclusión polÃtica del indÃgena, está reduciendo en Mojos.
Sin embargo, ante la profundización del maltrato y el avasallamiento de su territorio, es ya evidente la emergencia de un emprendimiento polÃtico que los aglutina como movimiento indÃgena, que los compromete consigo mismo y los encamina, aún con pasos vacilantes, sin liderazgos preclaros, conducidos por lÃderes con sus obvias limitaciones y sus propias debilidades.
Es en esta situación que el movimiento indÃgena mojeño acude con cierta timidez a un referente simbólico aún vigente: la mama Lorenza Congo, como la figura indÃgena que evoca la dignidad de pueblo, la independencia laboral, la autosuficiencia económica; constituye el pasado indÃgena con tierras y ganado vacuno suficiente, pero que lo perdió ante la apropiación y el engaño de foráneos blanco-mestizos que se quedaron a radicar en el lugar. Esa es la figura que los mojeños enarbolan como sÃmbolo necesario para reconfigurar una ideologÃa polÃtica subyacente; porque en la memoria larga de los pueblos de Mojos aún es lenta la reivindicación de los caudillos liberadores como los ya señalados.
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