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Domingo 22 de junio de 2014

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Cultural El Duende

EL MÚSICO QUE LLEVAMOS DENTRO

De la música de los músicos

22 jun 2014

Carlos Rosso Orosco

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La música no tiene dueño, pues los que van a ella no la poseen nunca. Han sido por ella primero poseídos, después iniciados

(María Zambrano)

En darle vida a la música consiste el hacer de un director de orquesta. Así queda planteada -una vez más- la cuestión entre los músicos creadores y los músicos intérpretes: un tema que se debate desde hace tiempo. Esta suerte de intermediación del intérprete entre el creador y el público que escucha la música es el motivo de las diferencias que se discuten. Es algo que no se da en todas las artes; en la pintura, la escultura, el cine o la literatura, la obra creada llega directamente al público, sin ninguna mediación. En realidad solo la música, la danza y el teatro necesitan de estos ‘interpretadores’, o ‘intérpretes-creadores’, si se quiere, que han de ser capaces –y no es decir poco– de crear algo más a partir de algo ya creado.

Aquí es donde empiezan las polémicas acerca del valor inmutable de las obras de arte y sobre todo –hablando de la música– de la relación desconfiada que se establece entre el compositor y este intérprete-recreador, teniendo además de por medio a quienes sólo quieren escuchar la música. Es que sucede que el músico creador, cuando no es también intérprete –como se da en muchos casos–, termina su trabajo una vez que ha traducido en música su pensamiento interior. En cambio, ocurre que el músico intérprete empieza su trabajo justamente aquí, cuando ha de interpretar las ideas musicales del creador para verterlas en el singular camino atemporal del ‘acontecer’ de la música.

En este panorama, resulta aún más complejo comprender lo que realmente hacen los directores de orquesta. No es fácil explicarlo. Se han dicho muchas cosas al respecto, unas más pertinentes que otras. Hay quienes ven en la dirección de orquesta una especie de “obsesión inconsciente”. Se diría un juego maquinado con el tiempo y la memoria. Una evocación a la tristeza. Se trata, en fin, de un sentir que se descifra en sí mismo, donde recordar para pensar y rememorar para comprender y luego trasmitir esa comprensión y ese sentimiento, se entremezclan en una suerte de ‘falso rito’ que pareciera acercarse más a un estado de éxtasis: a un conjuro donde se entremezclan lo real, lo espiritual; los sentimientos y las emociones: lo más recóndito de las “energías del alma”.

No es fácil entender esto del tiempo y de la memoria. Lo del tiempo, ya se sabe, es asunto delicado1. Y si empezamos por admitir que la música es una sensación que la percibimos, justamente, en el espacio del tiempo que la alberga y cuya duración no es la misma que la de nuestro tiempo cotidiano, matemático, ya estamos frente a un primer impacto. L. Rowell, por ejemplo, afirma que “oímos movimiento o ‘fluir’ en la música...” (Rowell, 1985: 39). En verdad, cuando percibimos la música como un movimiento que, sin duda, fluye en el tiempo para convertirse en una sensación elevada que cada uno percibe a su manera, estamos irremediablemente al borde entre lo real y lo irreal subjetivo, por lo tanto, espiritual y emocional.

Este “fluir” es la naturaleza misma de lo que significa la experiencia de interpretar música. Es el “acontecer” de la música, y es allí donde el tiempo se torna más inexplicable, único e inmensurable. Es entonces cuando el director de orquesta materializa, para decirlo de algún modo, la fascinante y asombrosa experiencia de re-crear la música, de hacerla vivir nuevamente en el inasible pasar del tiempo que, al conjuro de la memoria, hace que la música exista al fin y al cabo: completamente. Es el “inmenso y palpitante fluir de la música, que emociona no sólo al oído, sino al cuerpo entero, quizá a toda la existencia...” (Marai, 2012:30).

En ese acontecer atemporal de la música pasan muchas cosas. Se concreta, por ejemplo, el complejo proceso de generar energías a partir de una pasión: un sentimiento que permite penetrar sin condiciones y de la manera más intensa en la esencia misma de la música. Es el momento en el que el director procesa su ‘recreación imaginativa’ y proyecta la imagen sonora que ha creado su fantasía, para unir y entrelazar los sonidos, los silencios, las intensidades y las tensiones, a través del canto, que es el único capaz de conjurar al ‘tempo’, que no es sino el tiempo subjetivo de la música. Así es cómo se puede “cantar bien” la música que se pretende hacer vivir una vez más, en esos instantes de lucidez, cuando el ‘tiempo de la conciencia’ pareciera quedar inmóvil: como si su transcurrir se suspendiera.

Fuente: Rev Cien Cult v.17 n.31 La Paz dic. 2013

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