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Domingo 22 de junio de 2014

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Cultural El Duende

La manía de viajar

22 jun 2014

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Por no sé qué motivo que ya no buscaré en los entresijos de mi inconsciente dado que a mi edad más vale buscar cualquier cosa perdida en el futuro con objeto de seguir caminando antes que detenerse a perder el tiempo en lamentar equivocaciones, viajar me cuesta cada vez más trabajo. Ahora me voy a Italia, y dada la sangre de mi padre, yo debía tener el corazón ávido de viñedos y pasta, de hombres y mujeres entusiastas y enfáticos como una parte de mí.

Sin embargo, siempre que la tarde anterior a un viaje se cierne sobre mí con el aviso de que he de abandonar mi agujero, tiemblo de pensar en dejarlo. Sé mejor que nadie que todas mis aprehensiones son vanas, que a nadie ha de pasarle nada grave en mi ausencia, que ni mis amores, ni mis aliados, ni mis historias serán menos cuando vuelva, que en mis viajes he de ver y querer seres extraordinarios a quienes luego escribiré largas cartas recordando el breve tiempo en que nos tuvimos, que de vieja invocaré con nostalgia el paisaje remoto y bellísimo que estoy a punto de contemplar, que nadie habrá más agradecido con su destino de lo que estaré yo al perderme en otras montañas y asir otros amaneceres, que la vida es buena conmigo aunque me esté dando a los cuarenta y tantos todos los viajes que ambicioné a los veinte. Sé todo esto y de todos modos viajar sigue poniéndome los pelos de punta como si cada vez fuera la primera.

Dice mi amiga Lola que yo soy la única persona que conoce que va de compras antes de irse de viaje. ¿Será porque tengo la provinciana certeza de que el Tegretol, el Reedoxón, el rímel, los zapatos y las medias son mejores aquí que en cualquier otra parte? ¿Será porque creo de veras que mis viajes de trabajo son de trabajo? No lo sé. El caso es que es cierto, siempre hago compras compulsivas antes de irme de viaje. Pero ése no es mi único comportamiento extraño. Tengo varios más, y aunque creo que los disimulo mejor, los cumplo todos como un deber irrevocable. Síntomas de previaje son, por ejemplo, las siguientes actividades:

Despierto en las noches para ir a los cuartos de mis hijos a miradas como si fueran a desaparecer.

Visito al dentista, al homeópata y al doctor Goldberg y al doctor Estañol. Acto seguido pierdo todas sus recetas.

A cambio me inyecto vitamina B12 y me pongo a dieta. Considero imprescindible caminar alrededor del lago alto, dos veces al día en lugar de sólo una.

Me despido durante largas y sentidas conversaciones de mi madre, de Conchita, de Elena, de Lola, de Maicha, de Guadalupe, de Lilia, de mi suegra, de María Pía, de mis hermanos y de todas y cada una de mis amistades, pero siempre me subo al avión segura de que no hablé con alguien a quien olvidé dejarle alguna postrera voluntad. Culpable siempre con quienes no encontré a última hora. Culpable también con quienes me encontraron de prisa y con alas en la lengua.

Mando la ropa a la tintorería y paso a recogerla cuando acaban de cerrar.

Cierro la maleta segura de que hará frío si la llevo llena de ropa ligera y calor repentino si cargo con el gran abrigo para la nieve que Brigitte Bardot se ha ocupado de amargarme.

Compro un perfumero para no cargar con toda la botella de perfume. Luego nunca encuentro tiempo de llenar el famoso perfumero.

Me propongo llevar una bolsa con cierre por fuera para poner ahí el pasaporte y dar con él las trescientas veces en que debo encontrarlo durante el viaje. Sin embargo, sé que de cualquier modo el pasaporte siempre terminará en el fondo de la bolsa quitándome el aire cada vez que lo considere perdido.

Me pruebo un suéter de Héctor unos días antes y considero que ninguna ropa me ha ido mejor nunca y que me lo llevaré sin pedírselo prestado.

Invoco la memoria de mis amores imposibles y, como nunca, me creo que alguna vez fueron posibles.

Juro que no beberé ni una copa de champaña durante el vuelo, aunque me entusiasme como a la peor muerta de hambre que sea gratis.

Una semana antes de salir hago una lista con el menú de la semana y la dejo pegada en el refrigerador junto al dinero del gasto. Luego digo que coman lo que quieran y vuelvo a dejar dinero para el gasto.

Olvido pagar las colegiaturas.

Elijo los libros para el viaje como si en vez de una semana trabajando fuera a pasar un mes tirada en una playa.

Me propongo no volver a salir de México sin haber conocido Campeche.

Leo los periódicos para estar segura de que serán idénticos a los de cuando vuelva.

Me descalabro una espinilla contra el mostrador de una tienda.

Lamento que mi viaje no sea a una playa.

Sueño que pierdo a mi perro y que mi perro me pierde a mí y que ambos estamos desolados. Cuando despierto lo tengo encima lamiéndome la cara como si yo fuera un helado y lo abrazo como si él no fuera un montón de pelos polvosos y bullangueros.

–Hueles a chiquero –le digo– y te vaya extrañar, pero no te preocupes, no me va a pasar nada. Si te aburres, piensa que a ratos me gustaría ser tú y quedarme aquí persiguiendo un horizonte de ladridos lejanos y masticando galletas y durmiendo contra el sol de las diez de la mañana. Y cuídalos a todos y piensa que sólo a ti te digo cuánto vaya extrañarlos a cada rato.

Me asomo al smog de las siete de la mañana y lo respiro como si aún fuera el aire de la región más transparente. Miro una bugambilia y un jacarandá y digo como si oyera todo el mundo: no creo que haya en el mundo colores más audaces, ni creo que me haga falta ir a buscarlos. Luego me regaño por provinciana y por miedosa.

Prolongando el escarnio hasta que la media luna de los árabes se encaramó en el cielo junto a su estrella.

No éramos seis adolescentes, me corregí en la noche al recordarlos, hace ya rato que pertenezco a la camada de los que aleccionan. No está mal para tener cuarenta y siete años estar segura de que vale todo el oro del mundo ver el oro del sol hundirse en la tarde bajo el inmenso mar, ambicionar ya que alguien recuerde alguna vez mi fiebre de hoy con la misma fuerza con que yo atesoro la que vi en otros, y seguir dispuesta, empeñada, debo decir, en que me revuelquen las olas.

Ángeles Mastretta. México, 1949.

La narración pertenece a su libro “El mundo iluminado”

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