A veces cansa y fatiga este amargo oficio de escribir. Pero yo no lo llamaría “vicio”, como a otros les parece. Es una pasión sí, definitivamente. Como toda pasión, arranca su impulso desde adentro. Las ideas se mezclan con la sangre espiritual del alma. Porque de lo que se ama o se odia, se escribe. Hay satisfacción cuando se logra algo aceptable; los nervios se crispan cuando es fallido el intento. También hay vacíos de donde no sale nada; ni siquiera sirve para el desahogo. Entonces, ¿qué se hace? ¿Utilizar el nihilismo como tema? Eso me sucede a veces.
Si no tuviera este cotidiano afán de hilvanar frases ni me rodeara de libros y otros papeles; si el literato no hubiera sobrevivido a la catástrofe de la jubilación, ¿a qué me hubiera dedicado en este tiempo marginal de la vida? ¿A qué se dedican los otros? A matar el tiempo en cualquier cosa, la mayoría. A socorrer a los nietos en sus necesidades que el hijo (el padre de aquellos) no puede satisfacer. Pocos tal vez a la bohemia remanente, hecha de sueños e ilusiones a contrapelo. Entonces se canta, se camina abstraído, se suspira todavía por alguien, se desea apurar un trago. ¿Sabéis por qué? Porque el amor aún anda como loco suelto o como diablo tentador, rondando cerca…
“Jubilación” es una palabra trágica. La vida residual del jubilado ya ni siquiera es propiamente vida. La que pudo llamarse así, antes, es un triste recuerdo que se proyecta como una sombra sobre la existencia de hoy. Pero tal vez sin esa experiencia, así dolorosa y todo –quizá precisamente por eso– no tendría la quijotesca locura de aferrarme a la pasión de escribir.
Alguna huella hay que seguir. Creo que es el maestro Medinaceli, el de San Javier de Chirca, quien ha dicho que el arte es una fatalidad. ¿En qué sentido será así? Él vivió toda su vida padeciendo esa fatalidad, sin duda. Fatalidad es lo que inexorablemente ocurre; porque va por delante, todo cuidado para no caer en ella es inútil. Sucederá lo que tiene que suceder. Los griegos eran fatalistas; son los creadores de la tragedia como género literario.
Pero sigo sin comprender, sin poder penetrar en el misterio que envuelve ese fatalismo a que se refiere el célebre autor de Adela. ¿Es la entrega total al afán creativo? ¿Inclinarse a la única opción posible para soportar la vida? ¿Es el madero salvador que de modo eventual pone cierto lenitivo al “horror de pensar” y al “oprobio de vivir”? ¿Es eso, querido maestro?
Tú viviste más intensamente en la soledad. De los remotos parajes escondidos salieron tus ideas, tu pensamiento, tu arte. Eres el único escritor boliviano de tierra adentro. La conociste personalmente a Claudina; sospecho que tú mismo fuiste el Adolfo Reyes en algún momento. Por lo menos una parte importante de ti está en él. Como Flaubert, lo encarnaste en tu vida sin poderlo evitar. ¿Esto es lo que fatalmente le ocurre a todo artista apasionado?
En los momentos vacíos de mi soledad (que son ya casi todos los momentos) me acuerdo de ti, ¡oh maestro! como si te hubiera conocido personalmente. Me dan ganas de ir a buscarte en alguna parte. ¿Pero dónde? ¿Allá en San Javier de Chirca? ¿En el “Ateneo de los muertos” donde te ha situado don Porfirio Díaz? No sé...Sigo el camino sin saber adónde me lleva; trato de convertir el desahogo en algo que se parezca al caro sueño de mi vida, en esta hora brumosa cuando el sol ya apenas se pinta en las bardas.
(*) Pedagogo
Para tus amigos:
¡Oferta!
Solicita tu membresía Premium y disfruta estos beneficios adicionales:
- Edición diaria disponible desde las 5:00 am.
- Periódico del día en PDF descargable.
- Fotografías en alta resolución.
- Acceso a ediciones pasadas digitales desde 2010.