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Domingo 08 de junio de 2014

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Cultural El Duende

Biyú Suárez

El suplicio de Ana

08 jun 2014

Ana Barba, apodada “la zarca” es la representante digna de la mujer valerosa de la época de la guerra de la independencia en el oriente del país. Su imagen de lucha por el ideal de la libertad inspiró los cuentos de ficción que se encuentran en la obra que lleva su nombre y que ha sido editado por el Grupo Literario “Garabatá” del que es miembro la escritora Biyú Suárez Céspedes, Presidenta de PEN Internacional, filial Bolivia

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El golpe había sido atroz. No se dio cuenta del agujero profundo que se abría a sus pies. Jamás, y aunque hubiera escuchado las noticias del sismo, se le hubiera ocurrido que fuera a ella a quien le tocara la peor parte.

En ese lugar del país nunca había sobrevenido un desastre natural de esa envergadura, uno, porque no se encontraba sobre una falla geográfica y otro, por la posibilidad remota, tal como había comentado la linda muchacha de ojos claros, con el locutor de la red televisiva donde trabajaba, que era casi imposible que pasara un hecho como este.

Confiada como siempre salió de su casa para volver de nuevo al canal de televisión. Su programa sobre la historia de la ciudad comenzaría en un par de horas. A ella le gustaba llegar siempre con antelación.

Los comentarios acertados, la investigación que llevaba acerca de los hechos históricos y su presencia encantadora habían conseguido elevar el rating de ese medio de comunicación, por lo que los dueños estaban más que felices. No por ella, sino por lo que redituaba, claro está, en beneficio de sus propios bolsillos.

–¡Dios mío! ¡Me traga la tierra!

Fue lo que escuchó su compañero de trabajo quien llegó a su fuente laboral unos minutos antes y que estaba en la puerta principal esperando que su amiga cruzara la calle. Se escuchó un ruido infernal y el silencio total después…

El joven se sacudió el polvo que lo cubría casi por completo y se arrastró hasta la boca del cráter que se había abierto, ahí a dos pasos de la puerta de su trabajo.

–¡Ayuda! Clamaba… al escuchar sus gritos y por semejante hecatombe, quienes estaban de turno en sus puestos llegaron a grandes pasos.

No lo podían creer. Nada se movía. Era como si nada hubiera ocurrido. Los últimos rayos del sol reflejaban la profundidad del gran hueco. A unos cinco o seis metros pudieron ver a la muchacha caída.

Uno de los trabajadores más avipados llamó a una clínica para que mandaran una ambulancia. Antes que los paramédicos, llegaron los camarógrafos de todos los canales de televisión, incluyendo el de la chica y cuando estos lo hicieron, ya había varios, que cámara en mano hacían las tomas de la primicia.

Fue una odisea conseguir una escalera larga, al final lograron sacar una de un edificio en construcción y con cuidado bajaron a rescatarla y llevarla a un centro de socorro.

–Está muerta –dijo un viejo que también curioseaba.

–No, no está muerta– decía una señora gorda toda despeinada y llorosa.

–Respira, sí todavía respira– balbuceó un amigo de la muchacha y recogió el zapato de tacón alto.

Ana estaba inconsciente. Después de practicarle los exámenes de rigor, los médicos pensaban que solo un milagro podía salvar a la muchacha, que había quedado en estado de coma.

Para Ana su mundo era otro. En su cabeza bullía un sinfín de acontecimientos. Lo último que deseaba era estar allí, llena de tubos y monitores.

Quería moverse pero sus músculos no le respondían, quería abrir los ojos, pero estos permanecían cerrados. Lo más grave era que deseaba hablar pero estaba muda.

Repasó el trabajo que tenía ya listo, pensaba en el documental que había preparado, pensó que después ayudaría a la gente a llenar un vacío sobre una mujer valiente y que con tanto escudriñar sobre ella, hasta había resultado su pariente. ¿Sería por eso que la sentía tan cercana?

Este trabajo le reportó una gran satisfacción al recibir grandes elogios por su profesora de historia, la licenciada Paula. Era lo último. Su tesis de grado.

–Está muy fría– escuchó. ¡Cúbranla con una frazada!

–¡Se nos va! ¡La perdemos! Decían otros.

En su mente desfilan Ana, Dolores y los patriotas, quienes desesperados corren por salvar sus vidas. Era un 21 de noviembre. Los pájaros se habían escondido. Ya no trinaban. Los ayes lastimeros y el olor a pólvora invadían el ambiente. El monte que cubría el terreno, era alto.

–¡Ahí está el Trompillo!–, reconoció, –y el estadio Tahuichi–, le dijo su subconsciente que se acariciaba la barbilla y se acomodaba el sombrero de saó.

Escuchó el tiroteo que venía, según creía de la plaza principal, disparos mezclados con el sonido de unas cornetas.

En su mente que divaga, las polleras de colores de las vendedoras del mercado “La Ramada” se mezclan con los colores de los uniformes de uno y otro bando, y el olor a sangre de los combatientes, con el del pescado frito.

La estatua del Chiriguano apunta su flecha que cae sin hacer blanco en el arenal de Perovele, mientras tanto la Cruz Verde arde al ver pasar al Coronel Warnes montando en su caballo que relinchaba furioso porque también él encontraría la muerte. La antigua terminal de buses es testigo de ello.

–Llamen a una junta médica– decía la madre de Ana. No pueden dejarla así. ¡Es mi hija! La única que me queda.

El carretón de la otra vida pasó chirriando, pero no se detuvo.

–Hacemos lo posible –dijo uno de los que la atendían.

Ana subida en la torre de la Catedral toca las campanas a rebato. La gente huye llevándose lo que puede, mientras en Lorca canta blues.

Ana se mueve dentro de su cuerpo, transpira. Nadie la nota. La camilla donde se encuentra está soldada a su cuerpo.

–¡Warnes ha muerto! –escucha. Ella llora con lágrimas internas. Doblan las campanas ahora y ella desciende lentamente de la torre para recorrer desde la esquina de la plaza 24 de septiembre hasta la calle Warnes.

Ana no quiere subir a la barca de Caronte, sigue errante a este lado del río. Escapa de la dura mano del Feroz Aguilera. Se esconde en la Poza del Vaquero, recorre el camino hasta la Torre de la Pólvora, da un rodeo y se encuentra en la Loma de San José. Corre por la Avenida Cañoto, atropella a su paso las pollerías de los chinos mientras grita. ¡Es una emboscada!

La muchacha lleva el cotibí a la derecha y la insignia celeste y blanco. Entra en el Centro Patiño y la cambia por una verde, blanco y verde. Una exposición de cuadros del Rey Fernando VII está recién inaugurada. A sus oídos le llega lo que los realistas gritan: ¡Murió Warnes! ¡Viva el rey!

–¿A quién ya le importa? –dice en un sollozo la mujer. De sus paúros azules brota el agua salada.

–¡Solución salina! ¡Otro electrocardiograma!

–Tengan calma –dijo un de los especialistas. El pronóstico no puede ser tan malo. Observen a la paciente ¡qué bella es! La escala de Glasgow establece que el nivel de consciencia está en diez. Volveremos a realizar una evaluación neurológica, indica el galeno al equipo que lo ayuda.

Al escuchar el diagnóstico el subconsciente de Ana remoja feliz los pies, como en los viejos tiempos, en el arroyuelo que le transcurre tranquilo frente a San Roque y saca una bandera blanca que agita sonriente en son de paz.

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