Domingo 08 de junio de 2014
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Percatarme de pronto que la retahíla, las verbigracias, las pomposas teorías, la inferencias y los cíclicos autores, el minotauro, los búhos revoloteando entre tanta palabrería, y por si fuera poco, la empecinada duda de todos los días, es el camino que me llevó a recordar que son varios años que oficio de maestro.
Jamás me lo había propuesto. Proclamar en voz alta libros leídos, voces escuchadas, universos husmeados tiene a veces destinos imprevisibles. Sé que hay una música peligrosa en mis palabras, ya que dibujar mundos, pintar sus continentes, palabrear lo intangible lleva el gran riesgo de fundar credos.
Porque ¿qué se agita dentro la fascinación de los saberes sino una gula de infinito?, ¿qué, sino construir andamios para fiscalizar los fastos de la creación y así plagiar el modelo a través de instrumentos réprobos?, ¿qué, sino la especulación que fragmenta y confunde al mundo?, ¿qué, sino la el cultivo de empecinadas aporías con que presume la procelosa razón?, ¿qué, sino esos densos ladrillos para las almenas del príncipe?
Por ello, rompo en la noche la legislación del hiperbóreo. Cojo fragmentos de las mathesis y les unto de cuadriviums para confundir la casta de los inspirados. La sabiduría es una costra que oculta las palpitaciones de una materia virgen. La navaja de Occam y el fantasma de Leviatán me anuncian que no pocos infiernos se exhalan aún por nuestras bocas.