Recuerdo que de niño, debido al intenso frío del invierno, pasaba varios días en cama con la fiebre. No era nada agradable sentir el cuerpo arder a elevada temperatura y no poder salir a jugar con los otros niños. Sin embargo, mi abuela solía decir que las fiebres son también una bendición, porque la alta temperatura combate la infección y hace que uno se estire unos cuantos centímetros.
Bolivia vive actualmente varias fiebres: la electoral que va calentando paulatinamente el ambiente político y social; la del transporte digno; la de las Cumbres “todo incluido” (¡somos los mejores anfitriones del mundo!); la de la coca que no es cocaína pero la engendra; la de Arcopongo que desentierra oro y entierra mineros; la de la quinua; la de los negocios de la familia y última, y no por ello menos relevante, la fiebre de la energía. Lo dijo el propio Presidente Evo: “Hoy quien tiene la energía, tiene el poder”, dejando boquiabiertos a los que seguimos creyendo que la educación y el conocimiento son la verdadera riqueza de un pueblo.
En todo caso, dando razón a mi abuela, esas fiebres tienen sombras (no obedecen a políticas de Estado sino son respuestas a coyunturas favorables), pero también luces: son oportunidades para crecer y reordenar las ideas.
Si nos concentramos en la fiebre de energía que vive el país, hay que reconocer que algo empieza a moverse, aunque con más ruido que nueces.
Las fuentes tradicionales de energía en el país del país son los hidrocarburos y el agua. Los primeros se queman y producen energía no renovable y contaminante, mientras que con la caída del agua desde embalses se produce hidroelectricidad, un proceso limpio y renovable, siempre y cuando el equilibrio ambiental y climático no quede alterado. No debería haber dudas en generar electricidad con agua en lugar de hacerlo con gas, más aún en un país con abundantes recursos hídricos, pero la subvención a las termoeléctricas no permite el desarrollo de proyectos rentables de hidroelectricidad. No obstante, la fiebre de diversificar las fuentes de electricidad ha llevado al Banco Central a asumir la discutible decisión de financiar proyectos como Miguillas (450 M$ para producir 200 MW, un costo a primera vista exorbitante), cuya rentabilidad es dudosa. Sólo cabe esperar que no suceda lo mismo que con el satélite Túpac Katari, cuya frívola elección casi provoca un serio incidente diplomático.
Si de verdad se quiere diversificar la energía, éste es el momento de promover, con normas y desgravámenes, energías limpias y renovables como la solar (fotovoltaica y térmica) y la eólica, de las cuales el país es rico. De hecho, un pequeño proyecto alentado por instituciones académicas y privadas, con el apoyo de la CAF, acaba de demostrar que es posible generar 1 MW fotovoltaico con una inversión “social” menor a 2 M$; monto que además podría reducirse gracias a la mayor escala de los proyectos y al avance de la tecnología.
Sin embargo, no hay que afiebrarse a la mala. Es difícil entender hacia dónde apuntan los reiterados y ambiguos anuncios de que Bolivia quiere producir “energía nuclear”. Si se tratara de invertir en tecnología nuclear para apoyar la medicina y la investigación, ¡adelante! Pero si se estuviera pensando en reactores para generar electricidad utilizando combustibles radioactivos y suponiendo una masa crítica de científicos y técnicos que el país no posee, estaríamos frente a otro gasto caprichoso e irracional, típico de “nuevos ricos” con fiebre de grandeza.
En fin, hay fiebres y fiebres. Están las que se curan y posibilitan el crecimiento, pero las hay también que, si no matan, dejan marcas en el cuerpo e hipotecan el futuro.
(*) Es físico
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