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Domingo 25 de mayo de 2014

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Cultural El Duende

Jorge Ordenes Lavadenz

La adversidad en la novelística de Alcides Arguedas, vívida y vigente

25 may 2014

“La narrativa del pensador boliviano Alcides Arguedas Díaz viene a ser un llamado al orden y a la legalidad, sobre todo con respecto al Artículo 7 de la Constitución Política del Estado -que, entre otras cosas, estipula el derecho a una remuneración justa por el trabajo realizado. Las novelas de Arguedas son también un pedido simbólico a los bolivianos a dejar de jugar a tener un país, y un postulado doloroso de edificación de Bolivia lanzado desde un positivismo social crítico en boga en América durante las primeras décadas del siglo veinte” (Jorge Ordenes Lavadenz - Académico de la Lengua)

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Segunda de 10 partes

El color rojo, el “sol muriente”, las “tintas en rosa”, los “cerros grises”, los “restos de nieve”, denotan la tónica esencialmente, pesimista, triste y frustrada de Arguedas. El lector capta la insinuación estética estructurada en un afán sociológico: el rojo significa sangre, sufrimiento, adversidad; el gris denota senectud, desuso, decadencia; el blanco de la nieve representa la magnitud del escenario de la Cordillera de los Andes. Luego la escena se enriquece súbitamente con el ingreso de la señora india Wata Wara cuyo rostro se muestra “requemado por el frío” y por “el cortante aire de la sierra”.

¿Podríamos argüir que el ambiente arguediano se muestra adverso al indio? En primera instancia diríamos que no, ya que el indio y el altiplano, la sierra, se identifican desde hace siglos; sobre todo antes de la Conquista europea. En segunda instancia debemos decir que sí, porque en esa circunstancia geográfica el indio cuenta con pocos recursos o, mejor dicho, se le limitan los recursos que posibiliten su reivindicación. De ahí que Arguedas insista en un clima hostil y adverso a las necesidades y aspiraciones de superación y dignidad del autóctono. Otros autores bolivianos, alejándose de Arguedas, aluden a lo hostil, pero sin descartar el encanto del Altiplano. A manera de comparación veamos lo siguiente: “Es la tristeza hecha tierra, imagen que, a manera de una definición gráfica de la gran meseta, ha sido repetida por otros escritores… La nota grave, serena, monótona y triste es la que, en efecto, predomina en el paisaje altiplánico; y sin embargo, dentro de ella misma. ¡Cuántos matices henchidos de atracción y profundo encanto...!”(7)

Jaime Mendoza describe la tristeza como consustancializada con la tierra; aunque esa tristeza a tierra se eleve sentimentalmente en virtud a la adjetivación de encanto –lo que denota una voluntad menos entristecida e entristeciente que la de Arguedas. Esa alusión al encanto está ausente en Alcides Arguedas, ya que su intención es asociar la melancolía del paisaje con las condiciones adversas en que desvive el indio:

El lago, desde esa altura, parecía una enorme brasa viva. En medio de la hoguera saltaban las islas como manchas negras, y en el estrecho de Tiquina, encajonado al fondo entre dos cerros fingían muros de un negro azulado, daba la impresión de un río de fuego viniendo a alimentar el ardiente caudal de la encendida linfa. La llanura escueta de árboles, desnuda, alargábase negra y gris en su totalidad. Un silencio envolvía la extensión y diríase muerto el paisaje, si de vez en cuando no se oyese a lo lejos el medroso sollozar de la quena de un pastor.(8)

Descontando el afán preciosista de Arguedas, propio de su época en otros novelistas como Manuel Díaz Rodríguez, Carlos Reyles, Enrique Larreta, Rafael Arévalo Martínez, Augusto D’Halmar, Pedro Prado, Ángel Estrada, Enrique Gómez Carrillo, y otros, observamos su preferencia por el color rojo, por su asociación con lo atemperado; en contraste con lo característicamente frío de la región geográfica que describe. “Diríase muerto el paisaje”, aunque más bien ese paisaje se reivindica en lo estético y arrullador del “sollozo de la quena de un pastor”. Tierra ingrata y pastor se confunden en una posibilidad ecléctica que habilita el camino a la acción civilizadora, a la posible reivindicación. Tal conjunción se torna menos preciosista, y más sociológica mente militante en pos del cambio, en la novelística posterior a la de Arguedas, y en función a su contribución pionera. Así, a manera de comparación, en Aluvión de juego: “El altiplano de lomo hirsuto, que peinan chúcaros vientos de la cordillera, se mostraba encendido por ese sol de vidrio de las mañanas. Melodía de charangos y de ponchos en que se perciben infinitos resplandores musicales, que son como un cabrilleo electrizado y lunar que produce el contrapelo de los jaguares”.(9)

Aluvión de fuego fue escrita cuando el cruce de corrientes narrativas regionalistas, esteticistas, y aún súper-regionalistas, era un hecho en la novelística hispanoamericana, junto al planteo social, político y económico de los países.

En la novelística de Arguedas, el agua, por ejemplo, en sus diferentes manifestaciones, comparte el contexto con el fondo de tierra para dotarlo de fuerza, voracidad y hasta patetismo. El mar, en constante diálogo con las canteras de Pisagua, se niega a permanecer boliviano: “Eran las doce del día. Un sol quemante y asfixiador caía a plomo sobre la cabeza de los combatientes que doblegados, rendidos por el cansancio, aún peleaban (...). El mar, tranquilo hasta entonces, comenzaba a irritarse dando golpes sobre las rocas donde estaban encubiertos los bolivianos, que diezmados...”.(10)

El mar no quiso ser boliviano. El cansancio de Bolivia era histórico. La incompetencia castrense de algunos militares bolivianos se manifestaba desde entonces. La mayor parte de los sectores civiles tampoco descollaron en de la defensa del Litoral, excepto en Calama, con los civiles Eduardo Abaroa, y otros. La mayor parte estaba enfrascada en luchas internas que tenían como escenarios el medio rural y urbano, con secuelas de pugnas y violencias hasta entrado el siglo veinte.

El indio llevó la peor parte. Los cuatro indios viajeros, de la primera parte de Rozo de bronce, lo significan: cumplir con el mandato del terrateniente, pese a todo, para lograr sobrevivir en terrible adversidad: “Hay una profunda actitud revolucionaria en el esquema general de Raza de bronce. La descripción telúrica corresponde al paisaje social, en lo político”.(11) El campesino oprimido se ve obligado a proteger los intereses del hacendado opresor de apellido Pantoja:

Llegó la noche. Una noche obscura, perfumada y fría. Los viajeros descargaron las bestias... tendieron mantas... ya poco se elevaron los ronquidos fuertes y nada acompasados. Despertaron a eso de media noche, tiritando de frío. Una obscuridad profunda e impenetrable rodeaba todo y se oía caer con fuerza el ruido de una lluvia torrencial. Despertaron mojados, y se dieron prisa en colocar la carga bajo el alar del techo, del que caían hilos de agua tibia. (12)

Lo mismo expuso, a su modo, en su momento, sobre el medio puneño, el novelista ecuatoriano Jorge Icaza, sobre todo en su novela Huasipungo (1934). Y sobre un medio tropical, lo hace también el novelista colombiano José Eustasio Rivera, en su novela La vorágine (1924). Icaza escribe así:

Anochecía en las montañas cuando los indios... llegaban desfallecidos y chorreando agua por las esquinas de los ponchos al galpón donde pasaban la noche. La lluvia que arrecia por momentos, el croar de las ranas, el viento que silba en el chuzón desvencijado y el silencio de los peones que se van acurrucando uno a uno por los rincones de la estancia hace más angustiosa la hora...(13)

Los indios de Arguedas, camino del Altiplano a los valles, rememoran adversidades en primera persona, atildando el mensaje de protesta:

Entre tanto, el ruido del río crecía más y más. Era como si cajones enteros de cohetes reventasen en el espacio... De repente me pareció sentir que el agua entre mis pies tomaba mayor violencia e iba aumentando de caudal. Al mismo tiempo hacia la playa sentía ruidos intermitentes y poderosos... ¡Conocía de sobra ese ruido! Una vez que se le oye, ya no se le confunde más con ningún otro... se nos venía encima la mazamorra... Al amanecer no quedaba casi nada del pueblo.(14)

Los poblados son mayormente de indios, y cuando se produce el desastre, son ellos los que mueren, y no los hacendados que viven en las ciudades. La injusticia rinde su veredicto en medio de toneladas de lodo e infortunio. “El río es traicionero, veleidoso e implacable, hoy corre por aquí, socava el terreno y lo derrumba. En vano se ponen muros a su veloz corriente, ¡oh, ellos bien conocían el río! Toda su vida no era sino una constante lucha contra él. Lucha tenaz, porfiada, perenne, eterna ¡Pero él siempre triunfante, siempre desbastador, siempre terrible!”.(15) Al intentar salvar una acémila que había caído en la corriente, se ahoga el indio Manuno, quien “ciego ante el peligro, dejó la recua y se lanzó corriente adentro, en auxilio de su bestia... llegó un aullido horrendo que nada tenía de humano”.(16)

A manera de comparación, veamos cómo el novelista colombiano José Eustasio Rivera describe una muerte similar, también en son de protesta social: “... el embudo trágico [de una cascada] los sorbió a todos. Los sombreros de dos náufragos quedaron girando en el remolino... El espectáculo fue magnífico. La muerte había escogido una muerte nueva contra sus víctimas, y eran de agradecerle que nos devorara sin verter sangre, sin dar a los cadáveres livores repulsivos”.(17)

continuará

7. Jaime Mendoza, El macizo boliviano (La Paz, Bolivia: Ministerio de Educación y Bellas Artes, 1957), p. 33.

8. Raza de bronce, p. 10.

9. Oscar Cerruto, Aluvión de fuego (Santiago de Chile: Ercilla, 1935), p. 31.

10. Alcides Arguedas, Pisagua, Obras Completas, I (La Paz, Bolivia: Aguilar, 1959), p. 81.

11. Porfirio Díaz Machicao, El ateneo de los muertos (La Paz, Bolivia: Buriball, 1956), p. 24.

12. Raza de bronce, p. 26.

13. Jorge Icaza, Huasipungo (Buenos Aires: Lautaro S.R.L., 1948), p. 29.

14. Raza de bronce, p. 28.

15. Raza de bronce, pp. 37-38.

16. Raza de bronce, pp. 39-40.

17. Eustasio Rivera, La vorágine_ (México: Diana, S.A., 1958), p. 129.

Continuará

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