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Domingo 25 de mayo de 2014

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Cultural El Duende

De su libro autobiográfico “Un día de placer”

La lavandera

25 may 2014

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Mi familia a pocos gentiles trataba. El único que había en el edificio era el portero. Todos los viernes venía a buscar su propina, su “dinero del viernes”. Se quedaba en pie en la puerta, se quitaba la gorra, y mi madre le daba seis groschen.

Además del portero, estaba la lavandera gentil, que venía a casa a buscar la ropa sucia. Este relato, a la lavandera se refiere.

Se trataba de una mujer pequeña, vieja y arrugada. Cuando comenzó a hacer la colada de mi familia había ya rebasado los setenta años. Las mujeres judías de su edad, en su mayoría, estaban enfermas, débiles, con el cuerpo destrozado. Todas las viejas de nuestra calle tenían encorvada la espalda, y caminaban apoyándose en un bastón. Pero la lavandera, a pesar de ser menuda y flaca, poseía una fortaleza heredada, sin duda, de largas generaciones de antepasados campesinos. Mi madre le entregaba un gran fardo con la ropa sucia acumulada durante varias semanas. La lavandera levantaba en engorroso fardo, se lo ponía sobre sus estrechos hombros y emprendía el camino hacia su casa. También vivía en la calle Kroschmalna, pero en el extremo opuesto, cerca del barrio de Wola. Seguramente tardaba cosa de hora y media en llegar a allá, a pie.

Devolvía la colada unas dos semanas después. Mi madre jamás había estado tan contenta de los servicios de una lavandera. Todas las prendas resplandecían como plata bruñida. Todas estaban impecablemente planchadas. Y a pesar de ello, esta lavandera no cobraba más que las otras. Era un auténtico hallazgo. Mi madre tenía siempre preparado el dinero para pagarle, ya que la mujer vivía lejos, y deseaba evitarle un segundo viaje al solo efecto de cobrar.

En aquellos tiempos, hacer la colada no era asunto fácil. La vieja lavandera carecía de agua corriente en su casa, y tenía que sacar el agua de un pozo, con una bomba. Para que la ropa blanca quedara tan limpia hacía falta frotarla a conciencia en un lavadero, dejarla en remojo en agua jabonosa, hervirla en un enorme caldero, almidonarla y plancharla. Cada prenda era objeto de las atenciones de la lavandera una diez veces, o quizá más. ¡Y el secado! No se podía dejar la ropa a secar en el exterior porque los ladrones se la llevaban la colada, con las prendas mojadas y retorcidas, tenía que ser transportada al terrado y colgada en cordeles o alambres. Durante el invierno, la ropa se ponía quebradiza como el vidrio, y poco faltaba para que se rompiera al más leve contacto. Y también surgían las discusiones con otras lavanderas o con las amas de casa que querían utilizar asimismo los alambres de colgar la ropa. ¡Sólo Dios sabe cómo se las arreglaba aquella viejecita para dar cima a cada colada!

La lavandera hubiera podido pedir limosna a la puerta de una iglesia, o ingresar en un asilo de ancianos pobres. Pero tenía este orgullo y este amor al trabajo con que muchos gentiles han sido afortunadamente dotados. La viejecita no quería ser una carga, y, en consecuencia, aceptaba las cargas.

Mi madre sabía un poco de polaco, y la viejecita hablaba con ella de muchos asuntos. Me tenía gran cariño y solía decir que me parecía al Buen Jesús. Lo repetía siempre que venía casa, lo cual motivaba que mi madre frunciera el entrecejo, y musitara para sí, sin apenas mover los labios: “Que sus palabras se pierdan en el desierto”.

La lavandera tenía un hijo rico. He olvidado a qué clase de negocios se dedicaba el hijo rico de la lavandera. Estaba avergonzado de su madre, y jamás la visitaba. No le daba ni un groschen. La viejecita lo explicaba sin dar muestras del más leve rencor. Y llegó el día en que el hijo se casó. Al parecer hizo un buen matrimonio. La boda se celebró en la iglesia. El hijo no invitó a su madre a la ceremonia, pero la lavandera fue a la iglesia, y esperó en la entrada, para ver cómo su hijo llevaba a la “señorita” al altar.

La historia de este hijo ingrato impresionó profundamente a mi madre. Habló de ella durante semana, e incluso meses. El comportamiento de aquel hijo constituían no sólo una afrenta a la vieja lavandera sino a la institución de la maternidad globalmente considerada. Mi madre comentaba: “¿De qué sirve sacrificarse por los hijos? Una madre lo sacrifica todo por sus hijos, y éstos ni siquiera saben el significado de la palabra gratitud”.

Luego, mi madre hacía siniestras insinuaciones, en el sentido de que no estaba muy segura del pago que sus propios hijos le darían. No había modo de saber lo que algún día le harían. Sin embargo, esto no impedía a mi madre dedicarnos su vida entera. Si en casa entraba algo bueno de comer, mi madre lo guardaba para sus hijos, y se ingeniaba todo género de excusas y razones para no probarlo siquiera. Mi madre sabía fórmulas mágicas que se remontaban a remotos tiempos, y empleaba expresiones transmitidas por generaciones de madres y abuelas. Si uno de sus hijos se quejaba de un dolor, mi madre exclamaba: “Ojalá sea yo tu rescate, y que tu vida dure más que mis propios huesos!” también decía: “¡Ojalá sea la expiación de la más pequeña de las uñas de tus dedos!” cuando comíamos, solía decir: “¡Salud y buen tuétano en tus huesos!” en el día anterior al de la luna nueva nos daba cierta especie de azúcar que, según decía, tenía la virtud de ahuyentar las lombrices. Si a cualquiera de nosotros se nos posaba una mota en un ojo, mi madre limpiaba el ojo con su lengua. También nos daba azúcar cande para prevenir la tos, y de vez en cuando nos llevaba a que nos diera la bendición para evitar el mal de ojo. Esto no le impedía estudiar “Los deberes del corazón, El libro del Pacto”, y otras obras filosóficas serias.

Pero volvamos a la lavandera. Aquel invierno fue muy duro. En las calles hacía un frío tremendo. En casa, a pesar de la estufa, tenía los vidrios de las ventanas cubiertos por el encaje de la escarcha, y el adorno de los carámbanos. Los periódicos daban noticias de gente que moría de frío. El carbón comenzó a escasear y a encarecerse. Tan duro llegó a ser el invierno que los padres de mandar a sus hijos al ceder, e incluso las escuelas polacas cerraron sus puertas.

Y, con aquel tiempo, un día, la vieja lavandera, que a la sazón tendría casi ochenta años, vino a casa. En el curso de las anteriores semanas se había acumulado gran cantidad de ropa sucia. Mi madre ofreció a la lavandera una jarra de té para que entrase en calor, y un poco de pan. La viejecita se sentó en una silla de la cocina, temblorosa y estremecida, y se calentó las manos con la jarra de té. El trabajo, y quizá también la artritis, había deformado sus dedos, dejándoselos retorcidos. Tenía las uñas de un extraño tono blanquecino. Aquellas manos eran el testimonio de la tozudez del género humano, del empeño de seguir trabajando no sólo hasta el límite de las propias fuerzas, sino hasta más allá de lo que se puede. Mi madre contó las prendas y escribió la lista: camiseta de hombre, camisas de mujer, calzoncillos largos, bragas, enaguas, camisones, fundas de almohada, sábanas, y las prendas rituales, con flecos, de los hombres. Sí, aquella mujer gentil también lavaba las prendas santas.

El fardo era voluminoso, más voluminoso de lo habitual. Cuando la viejecita se lo echó la espalda, casi quedó oculta bajo su carga. En el primer instante vaciló un poco, como si el peso fuera a derribarla. Pero causó la impresión de que una fuerza interior, tozuda, le dijera: “No, no puedes permitirte el lujo de caer. Un asno puede permitir que la carga le haga hincar la rodilla, pero el ser humano, el rey de la creación, no”.

Daba miedo ver a la viejecita salir a paso vacilante, con su formidable carga, a la calle helada, en donde la nieve estaba seca como la sal, y en el aire había polvorientos remolinos blancos, que parecían fantasmas bailando en el frío. ¿Conseguiría la viejecita llegar a Wola?

La lavandera se perdió de vista, y mi madre lanzó un suspiro y rezó una oración por ella.

Por lo general, la viejecita entregaba la colada al cabo de dos semanas, o, a lo sumo, tres. Pero pasaron tres semanas, luego cuatro y después cinco, y la viejecita no vino. Nos habíamos quedado sin ropa blanca. El frío había aumentado todavía más. Los hilos de teléfono parecían, ahora, gruesas cuerdas. Las ramas de los árboles semejaban vidrio. Tanta era la nieve caída que formaba en las calles una capa ondulada, y por muchas de ellas los trineos se deslizaban como si estuvieran en la ladera de una colina. Gentes de buen corazón encendía hogueras en las calles para que los vagabundos se calentaran o asaran patatas, caso de que las tuvieran.

Para nosotros, la desaparición de la lavandera representaba una catástrofe. Necesitábamos la ropa blanca. Ni siquiera sabíamos las señas de aquella mujer. Teníamos la certeza de que la lavandera se había al fin desmoronado, había muerto. Mi madre afirmó que había tenido el presentimiento de que jamás volvería a ver nuestra ropa blanca, en el momento en que la vieja lavandera salía de casa por última vez. Mi madre buscó y encontró viejas camisas rotas, y las lavó y remendó. Todos nosotros estábamos apenados no sólo por la pérdida de la ropa blanca sino también por la de aquella mujer vieja y desgastada por el trabajo a la que tanto habíamos llegado a querer en el curso de los años que había trabajado, tan honradamente, para nosotros.

Pasaron más de dos meses. Pasó la primera helada y, luego, vino otra, una nueva ola de frío. Un anochecer, mientras mi madre estaba sentada junto a la lámpara de petróleo, remendando una camisa, se abrió la puerta y en casa entró una gran bocanada de vapor, seguida de un gigantesco fardo. Bajo el fardo, se arrastraba la viejecita, cuya cara estaba más blanca que una sábana. Unos cuantos mechones de cabello blanco salían de bajo el chal con el que también se cubría la cabeza. Mi madre soltó un grito ahogado. Parecía que un cadáver hubiera entrado en el cuarto. Corrí hacia la viejecita y la ayudé a dejar el fardo. Ahora estaba todavía más delgada, más encorvada. Con la cara más delgada, la cabeza se le movía en un temblor lateral, como si negara algo. No podía hablar con claridad, pero farfulló unas palabras con sus labios pálidos y sumidos.

Tan pronto la viejecita se hubo recobrado un poco, nos dijo que había estado enferma, muy enferma. No recuerdo cuál fue exactamente su enfermedad. Tan enferma se había puesto que alguien llamó a un médico, y el médico llamó a un cura. Otra persona comunicó estos hechos al hijo de la lavandera, y el hijo de la lavandera ofreció dinero para comprar un ataúd y pagar el entierro. Pero el Todopoderoso no quiso aún llamar a su lado a aquella alma torturada. La lavandera comenzó a mejorar, se puso bien, y no tardó mucho en poder tener en pie de nuevo, en cuyo momento volvió a lavar ropa sucia. Y no sólo la nuestra, sino también la de varias familias.

–El pensamiento de la colada no me dejaba descansar en paz, en cama. La colada no me dejaba morir –explicó la viejecita.

Como si de una bendición se tratara, mi madre le dijo:

–Con la ayuda de Dios, vivirá ciento veinte años.

–¡El Señor no lo permita! ¿De qué sirve vivir tantos años? El trabajo resulta cada día más penoso…., las fuerzas me están abandonando… ¡Y no quiero ser una carga para nadie!

La viejecita murmuró unas palabras, hizo la señal de la cruz, y elevó la vista al cielo.

Afortunadamente, en casa teníamos un poco de dinero, y mi madre contó unas monedas y pagó a la lavandera. En este momento, tuvo una extraña sensación. Las monedas, al pasar a la mano de la vieja lavandera, parecieron transformarse en una realidad tan desgastada, tan limpia y tan piadosa como aquella mujer. Sopló sobre las monedas, y las guardó en un pañuelito, cuyas puntas ató. Luego, se fue, prometiendo regresar al cabo de unas semanas para buscar la ropa sucia.

Pero no volvió. La colada devuelta representaba el último esfuerzo que aquella mujer hizo en este mundo. Una voluntad indomable la había inducido a devolver la ropa a sus legítimos propietarios, a cumplir el trabajo a que se había comprometido.

Y, ahora, por fin, su cuerpo, que durante largo tiempo no había sido más que un caparazón sostenida únicamente por la fuerza de la honradez y del sentido del deber, se había desmoronado. Su alma había ascendido a aquellas esferas en las que las almas santas se reúnen, prescindiendo de la función que hayan desempeñado en la Tierra, sea cual fuere su idioma, su credo. Soy incapaz de imaginar el Paraíso, sin la presencia de aquella lavandera gentil. Ni siquiera puedo concebir un mundo en el que un esfuerzo como el de aquella mujer no sea recompensado.

Issac Bashevis Singer. 1902-1991.

Escritor polaco en lengua yiddish.

Premio Nobel de Literatura 1978

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