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Domingo 25 de mayo de 2014

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Cultural El Duende

De su novela “La inmortalidad”

El décimo primer mandamiento

25 may 2014

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En otros tiempos había un gran hombre que simbolizaba la fama de un periodista: Ernest Hemingway. Toda su obra, su estilo conciso y concreto, tenía sus raíces en los reportajes que enviaba cuando era joven a un periódico de Kansas City. Ser periodista significaba entonces acercarse más que nadie a la realidad, recorrer todos sus rincones ocultos, ensuciarse las manos con ella. Hemingway estaba orgulloso de que sus libros estuvieran tan abajo, junto a la tierra misma, y al mismo tiempo tan alto, en el cielo del arte.

Pero cuando dice para su adentros la palabra “periodista” (y esa palabra denomina hoy en Francia incluso a los redactores de radio y televisión y hasta a los fotógrafos de prensa), Bernard no se imagina a Hemingway, y el género en que ansía destacar no es el reportaje. Más bien sueña con publicar en un semanario influyente artículos ante los que tiemblen todos los colegas de su padre. O entrevistas. ¿Quién es, por lo demás, el periodista más memorable de los últimos tiempos? No es Orwell, quien pasó un año de su vida con los pobres de París: no es Egon Erwin Kisch, conocedor de las prostitutas de Praga, sino Oriana Falacci, quien entre 1969 y 1972 publicó en el semanario italiano L’Europeo un ciclo de conversaciones con los más famosos políticos de la época. Aquellas conversaciones eran algo más que simples conversaciones; eran duelos. Los poderosos políticos, antes de advertir que se estaban batiendo en condiciones desiguales –porque las preguntas podía hacerlas ella y ellos no– ya se retorcía K.O. sobre la lona del ring.

Aquellos duelos eran el signo de los tiempos: la situación había cambiado. El periodista comprendió que lo de hacer preguntas no era simplemente el método de trabajo de un reportero que realiza sus investigaciones modestamente con una libreta y un lápiz en la mano, sino un modo de ejercer el poder. Periodista no es aquel que pregunta, sino aquel que tiene el sagrado derecho de preguntar, de preguntarle a quien sea lo que sea. ¿Acaso no tenemos todos ese derecho? ¿Y no es acaso la pregunta un puente de comprensión tendido de hombre a hombre ¿Quizá. Por eso precisaré mi afirmación: el poder del periodista no está basado en el derecho a preguntar, sino en el derecho a exigir respuestas.

Fíjense bien, por favor, en que Moisés no incluyó entre los diez mandamientos el de “¡No mientas!” tiene que decir antes “¡Responde!” y Dios no le dio a nadie el derecho a exigir de otro una respuesta. “¡No mientas!”, “¡Di la verdad!”, son palabras que un hombre no debería decirle a otro si lo considera un igual. Quizá Dios sea el único en tener derecho a decírselas, pero no tiene ningún motivo para hacerlo porque todo lo sabe y no le hace falta nuestra respuesta.

Entre el que da órdenes y el que tiene que obedecerlas no hay una desigualdad tan radical como entre quien tiene derecho a exigir una respuesta y quien tiene la obligación de responder. Por eso el derecho a exigir una respuesta se otorgaba desde siempre sólo en casos excepcionales. Por ejemplo al juez que investiga un delito. En el siglo XXI se adjudicaron este derecho los estados fascistas y comunistas, y no en situaciones excepcionales sino para siempre. Los ciudadanos de esos países saben que en cualquier momento puede producirse una situación en la que serán llamados a responder: qué hicieron ayer; qué piensan en lo más oculto de su alma; de qué hablan cuando se encuentra con A; ¿es cierto que mantienen una relación íntima con B? precisamente ese imperativo sacralizado “¡Di la verdad!”, ese décimo primer mandamiento, a cuya fuerza no pudieron resistir, los convirtió en masas de miserables infantilizados. Claro que a veces aparecía un C que no quería decir por nada del mundo de qué había hablado con A, y para rebelarse (con frecuencia era la única rebelión posible) decía en lugar de la verdad una mentira. Pero la policía lo sabía y montaba en secreto en su casa micrófonos ocultos. No lo hacía por motivos reprobables, sino para enterarse de la verdad que el mentiroso C escamoteaba. Sencillamente reivindicaba su sagrado derecho a exigir una respuesta.

En los países democráticos. Cualquiera le respondería sacando la lengua al policía que se atreviera a preguntarle de qué ha hablado con A y si mantiene relaciones íntimas con B. no obstante, aquí también el gobierno del décimo primer mandamiento se ejerce con toda energía. ¡Algún mandamiento tiene que gobernar a la gente en el siglo XX ¡cuando los Diez Mandamientos de Dios ya casi han caído en el olvido! Toda la estructura moral de nuestra época se apoya en el décimo primer mandamiento, y el periodista ha comprendido que gracias a una resolución secreta de la historia, debe convertirse en su administrador, con la cual adquirirá un poder con la que no soñaban ni Hemingway ni Orwell.

La primera que esto quedó demostrado con total claridad fue cuando los periodistas norteamericanos Carl Bernstein y Bob Woodward descubrieron con sus preguntas el juego sucio del presidente Nixon durante las elecciones, y obligaron así al hombre más poderoso del plante primero a mentir en público, después a reconocer en público que mentía y finalmente a marcharse con la cabeza gacha de la Casa Blanca. Todos aplaudimos porque se hacía justicia. Paul aplaudía además porque en aquel episodio intuía un gran cambio histórico, un hito, un momento inolvidable en el que se producía un cambio de guardia; aparecía un nuevo poder, el único capaz de destronar al viejo profesional del poder, que hasta entonces era el político. Destronarlo no por las armas o con intrigas, sino mediante la mera fuerza de la pregunta.

“Dime la verdad”, dice el periodista y nosotros naturalmente podemos preguntarnos cuál es el contenido de la palabra verdad para aquel que administra la institución del décimo primer mandamiento. Para que no haya confusiones, subrayamos que no se trata de la verdad divina por la murió en la hoguera Jan Hus, ni de la verdad de la ciencia y el libre pensamiento, por la que quemaron a Giordano Bruno. La verdad que corresponde al décimo primer mandamiento no se refiere ni a la fe ni al pensamiento, es una verdad de la planta baja de la ontología, la verdad puramente positivista de los hechos; ¿qué hizo C ayer?; qué el lo que de verdad piensa en lo más profundo de su alma; de qué habla cuando se reúne con A; y ¿mantiene relaciones íntimas con B? No obstante, aunque esté en la planta baja de la ontología, es la verdad de nuestra época y tiene la misma fuerza explosiva que en otros tiempos tuvieron la verdad de Hus o la de Giordano Bruno. “¿Ha tenido relaciones íntimas con B?” pregunta el periodista. C miente y dice que no conoce a B. pero el periodista sonríe en silencio porque un fotógrafo de su periódico hace ya tiempo que fotografió secretamente a B, desnuda, en brazos de C y sólo de él depende cuándo se hará público el escándalo, incluidas la frases del mentiroso C cuando afirma con cobardía y descaro que no conoce a B.

Empieza la campaña electoral, el político salta del avió al helicóptero, del helicóptero al coche, se esfuerza, suda, engulle su almuerzo a la carrera, grita por el micrófono, pronuncia discursos de dos horas, pero al final, siempre dependerá de Bersntein o de Woodward cuál de las cincuenta mil frases que pronunció llegará a las páginas de los periódicos o será citada en la radio. Por eso el político querrá aparecer en la radio o la televisión en directo, sólo que eso no es posible más que por medio de Oriana Fallacci, que es dueña y señora del programa y que será quien le hará las preguntas. El político querrá aprovechar el momento en que por fin le ve toda la nación y decir enseguida lo que siente, pero Woodward sólo le va a preguntar por lo que siente en lo más mínimo, por lo que no quiere ni mencionar. Se encuentra así en la situación clásica del bachiller al que han convocado a la pizarra y que intenta emplear el viejo truco: pondrá cara de responder a la pregunta pero en realidad hablará de lo que para la emisión preparó en su casa. Pero si este truco valía hace tiempo para el profesor, no vale ya para Bernstein, quien le recuerda implacable: “¡No ha respondido a mi pregunta!

¿A quién le iba a interesar hoy la carrera de político? ¿Quién iba a querer que estuvieran toda la vida convocándola a la pizarra? Desde luego no el hijo del diputado Bertrand Bertrand.

Milan Kundera.

Escritor y novelista checo, 1929.

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