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Domingo 25 de mayo de 2014

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Cultural El Duende

Mariposas amarillas

25 may 2014

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Qué saludable comprender que la realidad es apenas una anécdota que nutre sin cesar a la literatura. Los libros del Gabo así lo demuestran. La vida no es nada seria y, además de acabarse aquí mismo, dura lo que dura un sencillo parpadeo. Se podría afirmar, con una sonrisa vertical, que nadie entiende para qué todo este afán.

Ya ha pasado un tiempo considerable de aquella remota mañana en que comencé a leer Cien años de soledad. Para ese entonces, mis lecturas y mis juveniles experiencias me habían dado una visión de la vida, de cuánto podía esperar de ella y de dónde iba a acabar todo. Sin embargo, un extraño calor me invadió el pecho nada más empezar la novela. Yo, que por varias razones me consideraba ya un curado de espanto, descubrí que conservaba más que intacta la capacidad de sorpresa ante el hecho cotidiano y los giros atolondrados que suele dar el destino. Igual que el niño maravillado ante la presencia inaudita y quemante del hielo, quedé boquiabierto al comprender que no estamos aquí para sufrir, como establece la religión, sino más bien para en lo posible torcernos de risa ante la vertiente de sorpresas que nos regala esta existencia. Al respecto, otro escritor de esta nuestra América, Mario Benedetti, tiene un libro de cuentos con un título revelador dentro de la misma lógica: La muerte y otras sorpresas. Precisamente porque no sólo la vida es cojonuda sino también la muerte.

La literatura de Gabriel García Márquez es una construcción pausada que se remonta a la vida misma de sus abuelos. Quien quisiera estar al tanto de su biografía bien haría en leer desde sus primeros cuentos: Ojos de perro azul. La vida es una anécdota, ya lo sabemos, que los escritores de talento sin límite codifican y decodifican a gusto mientras ficcionan. En palabras de otro grande, Mario Vargas Llosa, el escritor saquea materiales a la vida misma para nutrir de ella su trabajo: el escritor es un buitre que se alimenta hasta de carroña. Y de los abuelos, el Gabo pasó a sus padres, como luego hizo uso de la historia violenta de su país (guerras civiles interminables, a continuación guerrillas eternas y laberínticas), barajó todo con Faulkner, Hemingway, Woolf, y a partir de la influencia trabajó su originalidad. Esto último es muy propio del arte.

El Gabo fue construyendo una realidad verbal mientras se reía de los suyos con todo su gran amor. En La hojarasca, la gente no permite enterrar al médico que se negó a atender a los amolados por la represión a bala. En La mala hora, la misma gente empapela de pasquines el pueblo y revela sin más los secretos íntimos de tanto amor contrariado que hay en este mundo. En el cuento Isabel viendo llover en Macondo, la presencia del calor es tan contundente que el estudioso Volkening tuvo que dedicarle un ensayo que supo demostrar que aún los lectores rusos traspiraban mientras lo leían en su invierno sin igual.

Los cuentos de Los funerales de la mamá grande son reveladores en más de un sentido: el pueblo se va configurando: tiene un puerto por el que esperan ver llegar al Papa y tiene un tren por el que se llevaron muertos a los trabajadores de la United Fruit. No sólo eso: el alcalde es la represión y el dentista, que es contestatario, le extrae una muela sin anestesia en señal de represalia (“Aquí nos paga algunos muertos, alcalde”.). Es un pueblo sin ladrones pero sí con peligrosos contrabandistas y mujeres calumniadas que son un contento. Tiene una plaza y algunas calles, los alcaravanes cantan y dan la hora, hay ferias y más de un audaz pajpako camina con una víbora en el cuello vendiendo jabones contra la melancolía, igualito que en nuestra linda Cochabamba. El Gabo, para ese entonces, no sólo que ha advertido la presencia de una realidad insólita y maravillosa, sino que además reconoce la presencia de una mentalidad única: la realidad geográfica y social de esta parte del mundo que, sueltos de cuerpo, llamamos Amérique Latine, como quiso el francés Michel Chevalier.

También antes de su novela cumbre nos regaló El coronel no tiene quien le escriba, que es un real homenaje a la pobreza. Los veteranos de la guerra de los mil días esperan su renta de beneméritos, pero la espera es perfecta porque la renta no llegará jamás. Mientras tanto, el gallo de pelea heredado al hijo muerto en la represión camina muy tentador por el patio comiendo piedras menudas y algún grano de maíz. Mientras la esposa del coronel lo observa con la olla hirviendo, el coronel piensa que el gallo es un símbolo de lucha y resistencia. Sin embargo, mientras se espera la renta, ¿qué se come? La respuesta del viejo, seco de carnes, acostumbrado como nadie a llorar para adentro, llega como un pistoletazo: Mierda.

Con todo este cimiento, viga de arriostre y columnas se edificó acaso la novela más bella de nuestras letras, capaz de mirar a los ojos al Quijote de la Mancha: Cien años de soledad. Créanme si les digo que es una real y verdadera vergüenza que alguien, en nuestra lengua, no la haya leído aún. El Gabo retoma el material de sus primeros libros y por fin le pone un nombre al pueblo: Macondo. Sus antiguos personajes se constituyen de nuevo y se alumbra el linaje sin par de los Buendía. Las guerras se vienen de la mano de la locura, y el amor febriliza sin descanso hasta lograr que la ternura se imponga. Es una novela total en más de un sentido. Abarcadora, integral, capaz de anunciar al mundo cómo somos quienes nacimos por estos lares. Desde ese punto de vista, nos representa.

Después, el Gabo escribió otros hermosos libros, pero sin Macondo ni los Buendía, sino con nuevos materiales narrativos. Al mismo tiempo, trabajó para el periodismo libre y el cine, y ayudó, mucho más de lo que pensamos, en lo político. Pregonó sencillez y generosidad como nadie y se hizo amigo del mundo entero. Y después dicen que se murió, que se fue al cielo rodeado de mariposas amarillas, como el joven Mauricio Babilonia. Para mí que es un cuento. Yo tengo mi propio Gabo metido en casa para siempre. Será por eso que las mariposas amarillas no se van de mi jardín.

Gonzalo Lema. Tarija, 1959.

Novelista

y narrador.

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