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Domingo 11 de mayo de 2014

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Cultural El Duende

Celestino Abril

11 may 2014

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A Estela

Don Celestino era amigo de mi abuelo; esta amistad fue en nuestra familia al principio una honra y al final una vergüenza. ¿Vergüenza? Todavía me resulta difícil creerlo. Don Celestino tenía un porte magnífico; desde todo punto de vista, era lo que se llama un caballero. Aun cuando don Celestino sintiera antipatía o agresividad por ciertas personas, su actitud hacia ellas equivalía siempre a una suerte de reverencia. Su elegancia era célebre. Las mujeres decían hablando de una nueva bufanda: “Esa bufanda tipo don Celestino”, o de una boquilla a la última moda: “Boquilla de madera finísima, tipo Celestino”. Recuerdo, más que su cara, los zapatos de gamuza, los guantes de invierno forrados en piel, las corbatas, tan bien combinadas con el color de su traje. Más que sus manos, recuerdo el anillo chevalier, con un zafiro, que llevaba en el dedo meñique; más que su pelo ensortijado, que peinaba con brillantina perfumada, recuerdo los sombreros que colocaba sobre su cabeza, hubiérase dicho, con el solo propósito de saludar. Era goloso: descubría yemas interesantes; acaramelados que duraban tres días, sin derretirse; alfajores más finos que las hostias; dulces de limón sutil venidos de La Rioja; bombones como nadie conoció iguales en Buenos Aires. Su amistad con mi abuelo comenzó cuando cursaban el bachillerato. Los dos pensaban seguir la misma carrera, medicina, que don Celestino abandonó en el segundo año para irse a vivir a Bahía Blanca, donde tenía unos campos. Su hermano, que había acumulado una gran fortuna con una línea de colectivos al sur, parecía más modesto. Su cara era franca y alegre, se vestía muy mal, llevaba zapatos amarillos o de un color rojo subido. Nunca pudimos averiguar si don Celestino sentía lástima o admiración por su hermano. El día en que éste murió misteriosamente (entonces no se supo si por suicidio o por asesinato), don Celestino lloró como un viudo. Era la única persona de su familia que le quedaba y, en cierto modo, el exceso de pena que demostró pareció natural a todo el mundo. En el primer momento quiso donar la fortuna de su hermano a algunas instituciones de caridad, alegando que no era digno de tantas riquezas, pero sus amigos, especialmente mi abuelo, lo aconsejaron que no cometiera esa locura, ya que un día podría casarse, tener hijos y deplorar su incapacidad para darles el bienestar que tal vez merecieran. Don Celestino aceptó el consejo. Moderó sus gastos. Siempre elegante, dejó sin embargo de preocuparse por la ropa. Redobló su bondad con sus amigos, hizo obras de caridad, fundó tres escuelas en las inmediaciones de Bahía Blanca, donó un pabellón al policlínico del lugar.

La gente no cesaba de repetir que era un santo. Vivía sacrificándose por sus amigos enfermos o pobres. En un momento de su vida recogió a una mujer leprosa y desvalida, no tuvo miedo al contagio; después de muchas vicisitudes, obligado por el Instituto de Leprosos, tuvo que internarla para que le hicieran un tratamiento.

Llegado el momento de su muerte, la gente acudía a su casa, sintiendo que perderían a un protector, una especie de padre o de consejero. Sobre su mesa de luz no faltaban las yemas ni los bombones ni los dulces ni los dátiles, para convidar a las visitas, que salían llorando, cargadas de dulces, de papeles de seda y de cintas. Modesto en su lecho de muerte, no quiso que lo agasajaran y llamó a un sacerdote porque tenía urgencia en confesarse. La criada protestó diciendo que un santo no tenía pecados. El sacerdote acudió y, después de comer un bombón, un caramelo o unos dátiles, ceremoniosamente le dijo que se sentía honrado de confesar a una alma tan bondadosa y caritativa. Don Celestino protestó y ordenó que cerraran todas las puertas de su cuarto, se incorporó, acercó su boca al oído del sacerdote para que no lo oyeran ni las estatuas, ni los retratos, ni las cortinas, que en esa casa ya eran como personas, y susurró:

–No, padre, mi alma no es bondadosa ni caritativa; mi alma es simplemente hipócrita. He vivido de simulacros desde que murió mi hermano. Estoy asombrado. No podría a ciencia cierta confesar mi arrepentimiento, porque el horrorizarse de haber cometido un acto no significa a veces arrepentirse, sino verse de fuera. Ahora, sin embargo, que estoy en mi lecho de muerte quiero confesarme de un horrible crimen que llevo en mi conciencia: maté a mi hermano. ¿Fue la codicia lo que me impulsó a cometer este crimen? Siempre traté de buscar alguna disculpa, sin hallarla, pero traté de redimirme, no por redimirme, sino para disimular. El dolor está en mi corazón como el carozo dentro del dátil reseco. No aproveché mi crimen. Ahora le pido la absolución, porque usted sabe que soy creyente y que voy a morir.

¿Vaciló el sacerdote? Lágrimas corrieron por sus mejillas. Las lágrimas que deseaba ver en las mejillas de don Celestino, a quien tanto quería. Pidió a Dios que lo iluminara y respondió:

–Podré darte la absolución, hijo mío, si haces pública tu confesión. No muestras bastantes signos de arrepentimiento. Recítame, como en la infancia, el acto de contrición, para que Dios te ilumine. ¿Lo recuerdas de memoria?

Don Celestino, sintiendo que le quedaban pocas horas de vida, rezó sin equivocarse, dio orden de dejar pasar a toda la gente para que oyera su confesión. Las visitas y los sirvientes rodearon su cama. Exaltado por el relato del crimen, que cautivó la atención de la concurrencia, recobró el pulso y la respiración normales. Algún amigo lo aplaudió, muchos lo abrazaron, otros lo felicitaron al verlo beber, como los oradores, un vaso de agua.

El sacerdote, después de la ceremonia, lo absolvió. Los médicos no tardaron en darlo de alta.

Silvina Ocampo. Escritora argentina. 1906 - 1993.

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