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Domingo 11 de mayo de 2014

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Cultural El Duende

Desde mi rincón

Miguel Maticorena: una vida singular

11 may 2014

Fuente: LA PATRIA

TAMBOR VARGAS

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Historiador peruano que acaba de morir. Habiendo mantenido una relación de mutuo aprecio por décadas, me parece obligado dejar constancia de lo que, a mi ver, fue su poderosa singularidad.

Era de la ‘costa’ y del norte: piurano nacido en 1926; pero apenas bachiller, llegó a Lima para estudiar Historia en la vieja Universidad San Marcos. Dos de sus compañeros fueron Pablo Macera y Carlos Araníbar, ambos longevos sobrevivientes. En 1949 obtuvo alguna especie de beca española para investigar en Sevilla; aunque no lo podría asegurar, alguna vez oí decir que esto se produjo en la ola creciente del Opus Dei (que por entonces ejercía un gran poder en toda la Universidad, pero muy especialmente en su Facultad de Filosofía y Letras). No me consta si en sus primeras intenciones el viaje debía llevar a Maticorena al grado de doctor. Lo cierto es que fueron pasando los años y Miguel ni se doctoraba ni se movía de Sevilla. Ya no estudiaba, pero seguía viviendo en la Escuela de Estudios Hispanoamericanos, trabajaba intermitentemente en el Archivo; eso sí, ayudaba a mucha gente, a veces prestaba su colaboración de cotizado paleógrafo en algunos proyectos ajenos, como la ambiciosa edición de los llamados ‘pleitos colombinos’.

Y así, en Sevilla (¿dónde si no?) nos conocimos hace casi cincuenta años. Generalmente coincidíamos en la Escuela de Estudios Hispanoamericanos, en cuya residencia él vivía y en cuya biblioteca yo iba a trabajar; a veces, por intermedio de don Antonio Muro Orejón o de otros. Poco a poco, más por otros que por él, fui sabiendo detalles de su persona, de su llegada a la ciudad y de sus medio misteriosas actividades. Entre sus rutinas figuraba la de llegar a la Escuela entre cuatro y cinco de la tarde, con su cigarrillo ‘Ducados’ en la boca y el diario ‘Pueblo’ bajo el brazo; venía de almorzar en algún local de Triana, de que era asiduo por las ventajosas condiciones que le hacían (factor de importancia para su invisible economía). Por entonces, no desempeñaba actividad alguna llamemos ‘oficial’ ni en la Escuela, ni en el Archivo ni en la Universidad; dicho de otra manera: parecía sobrevivir de milagro, gracias a la tolerancia y amistad de los responsables. ¿’Sin oficio conocido’? No exactamente; más exactamente, ‘sin trabajo concreto conocido’.

Con el tiempo, el trato directo y las noticias ajenas, fui montando los principales ingredientes de su figura: profundo conocedor de los cronistas indianos del siglo XVI (muy particularmente, Cieza de León, cuyo testamento y muerte en Sevilla descubrió y publicó allí mismo, en 1955); en general, su curiosidad por la historia americana colonial antigua no parecía tener límites. Pero lo que probablemente definía más precisamente su perfil y carácter es que en su vida no aparecía por ningún lado un proyecto de trabajo que pudiera llamarse propio (¿o acaso su proyecto era estar a disposición de los proyectos de los demás, para ayudarles, resolver sus problemas, sugerirles pistas generales o datos muy concretos?). De esta faceta de Maticorena se beneficiaron muy especialmente los investigadores franceses, pero también otros europeos, estadounidenses o latinoamericanos llegados a la ciudad del Guadalquivir para emprender alguna investigación con escasa preparación y notorio despiste. Ahí estaba Miguel, que sabía muchas cosas y, sobre todo, disponía de todo el tiempo del mundo para charlar con ellos y prestarles sus consejos.

Cuando en 1966 se celebró el IV Centenario de la muerte del sevillano fray Bartolomé de las Casas, tuvo lugar un pequeño congreso; a él acudieron varios de los más afamados lascasistas del mundo: entre ellos recuerdo a Marcel Bataillon, André Saint-Lu, Lewis Hanke y el dominico Manuel Martínez. Momentos como estos eventos hacían las delicias de Maticorena y los otros lo descubríamos en su verdadera salsa: retomaba el contacto con amigos y conocidos más o menos antiguos; incrementaba su lista con otros nuevos o conocía directamente a investigadores con los que había mantenido contacto sólo epistolar. Además de cultivar amistades, tenía la óptima ocasión para desarrollar uno de sus placeres más personales: ayudar con sus informaciones, obtener bibliografía (con muy especial predilección por las separatas de artículos). Era evidente que entonces y allí se encontraba en el cielo. Y a los demás se nos ofrecía la oportunidad de ver en vivo y en activo al mejor Maticorena. Realmente, uno sacaba la impresión de que él no tenía un proyecto propio de trabajo; más exactamente: su trabajo ‘propio’ parecía consistir en ponerse al servicio de amigos y colegas.

Con el paso del tiempo, aun en la España franquista las cosas evolucionaban; también las que fueron afectando más directamente a Miguel: la precaria base de subsistencia que la Escuela de Estudios Hispanoamericanos hasta entonces le había podido ofrecer desde hacía... veinte años! La ‘modernización’ también podía significar que las instituciones públicas tuvieran que justificar con mayor rigor sus servicios y sus presupuestos, sin espacio para lo ‘aproximativo’ o lo ‘intangible’. Esto se tradujo, para Maticorena, en una creciente presión para que dejara libre la habitación que ocupaba en la residencia anexa a la Escuela; sin desahucio formal, pero presión al fin. Y así fue cómo Maticorena llegó a la conclusión que le había llegado el momento de lo que había venido posponiendo durante varias décadas: la necesidad facilitó, paradójicamente, a romper su singular estilo de vida, con su poderosa inercia; esto y la oferta recibida de Lima para desempeñar la secretaría del congreso oficial con que en 1971 el gobierno peruano iba a celebrar el sesquicentenario de su independencia. Y Miguel retornó, por fin, a aquella Lima tan diferente de la que había dejado en 1949.

El Congreso pasó y Maticorena volvió a encontrarse, en su país, con una realidad similar a la que le obligó a dejar Sevilla. Y ésta era que allí no podía retomar su peculiar ‘dolce far niente’ sevillano. Para sobrevivir necesitaba de ingresos estables. Rápidamente preparó una tesis doctoral, la defendió y salió doctorado por su antigua alma mater. Y así pudo formalizar legalmente su condición de docente en la misma universidad. Empezaba la segunda fase de su vida adulta, esta vez con obligaciones concretas: dar clases, atender a los estudiantes, ayudarlos, orientarlos. Pero como ‘genio y figura hasta...’, reapareció el más auténtico Maticorena: el que se encontraba feliz charlando de cualquiera de las materias y temas con quienes se le acercaran y cuyos intereses coincidieran. Y de esta forma echaba las bases para reinventar su personalísimo ‘deporte’: ayudar a quien demostrara curiosidad, confiara en su palabra y se lo pidiera.

Aunque la residencia de Miguel en Lima conoció algunos cambios de escenario a lo largo de estos últimos cuarenta años largos, la mayoría de veces que lo he visitado ha sido en la segunda planta que ocupaba de la vivienda situada en la céntrica calle M. V. Villarán, nº 365. Allí, el espectáculo que se le ofrecía al visitante tenía poco de habitual: una casa con libros y papeles por doquier (en estantes, en mesas, en el suelo). La pregunta principal: ¿cómo podía encontrar lo que necesitara y cuando lo necesitara? Porque no era precisamente el ‘orden’ que uno podía esperar lo que imperaba; y sin embargo... Alguien acaso vería en ese espectáculo el más veraz espejo de la existencia vivida por su habitante y dueño, el hombre libre para los demás y que por ello mismo, se había ido quedando sin proyectos propios... o casi. Una de las últimas veces me fue dado visitarle llevado de dos jóvenes ex-alumnos suyos, pero que se consideraban sus perpetuos discípulos, porque creían encontrar en él aquella tan rara combinación de conocimiento y sabiduría, pero una y otra al servicio de la más generosa disponibilidad. La disponibilidad que Miguel había fabricado por dos veces en su vida (primero en Sevilla; después en Lima) con la intención implícita de poder ayudar a quien se le presentara. No tengo duda alguna que ese ‘plan de vida’ (si así se lo puede llamar) más de una vez le cobró precios que no merecía. Miguel persistió impertérrito en su estilo. Es que, en estos asuntos, llega un momento en que ya es demasiado tarde para cambiar de paradigma.

Y a fin de cuentas acabó pagando, naturalmente, otro precio, no sé si mayor: el que acaso (¿quién lo podría sabe?) él conoció muy bien desde el comienzo; y que no fue ni más ni menos que la renuncia a su propia labor. Porque ésta fue la lógica de su vida, aunque para muchos fuera una ‘lógica’ escasamente lógica. Así fue la vida de Miguel Maticorena Estrada, historiador peruano, del que nunca supe si creía en Dios; ni si alguna vez llegó a ser o si seguía siendo del Opus Dei; tampoco si, a fin de cuentas, se había hecho franquista; en lo que sí coincidían los limeños era en atribuirle un aprismo de convicción.

En el prólogo a un libro mío, Ramón Carande definía a Maticorena como una “criatura inefable”, aludiendo –me parece- a aquella su inagotable generosidad. En todo caso, hombre complejo, pero en el que se puede acabar viendo la lógica que lo ordenaba todo, aunque se tratara de un ‘orden’ que muchos, de hecho, no compartíamos, pues no lo imitábamos. En la otra vida sabremos quién escogió la mejor parte.

Fuente: LA PATRIA
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