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Domingo 11 de mayo de 2014

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Cultural El Duende

Esopo o el don de la Diosa

11 may 2014

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¿Existe acaso una más bella iniciación en el lenguaje que el don del Diosa, de las Musas?

Esopo era un esclavo desdentado y tartamudo, con piernas arqueadas, ojos bizcos, piel llena de manchas y pústulas y vientre abultado. Para un trabajo en la ciudad, su aspecto físico resultaba demasiado tosco. Su amo le envío al campo. Una vez que estaba trabajando en los sembrados apareció de repente ante él una sacerdotisa de Isis, y le preguntó por el camino que llevaba a la ciudad. La atribulada mujer había perdido la ruta. Esopo se arrojó a tierra ante ella, la tomó inmediatamente de la mano, le dio de comer, y de beber, y le describió el camino con sus modestas posibilidades de expresión.

Cuando poco después, se tendió a descansar del duro trabajo del campo a la sombra de un árbol, se le apareció la diosa Isis, acompañada de las Musas, y le instó a que hablase. “Yo quiero que pueda hablar”.

Las Musas concedieron al esclavo, además, la capacidad de inventar fábulas. Y así sucedió que el tartamudo llamado Esopo llegó a ser una figura señera también en el campo de las letras.

En los tiempos que siguieron, este sagaz pícaro se burló despiadadamente del filósofo Xhantos de Samos con toda clase de retruécanos, sofismas y sutiles juegos idiomáticos y llegó a ser consejero de Creso. Como hombre del pueblo, que tomaba el lenguaje al pie de la letra, desenmascaró a los grandes héroes de espíritu y de poder. Con algunos sucintos pasos del pensamiento les demostró que no sabían absolutamente nada acerca de las cosas verdaderamente importantes de la vida.

La sagacidad de este fabulista tropezó con la admiración y el escepticismo. Se vio abrumado de honores, cayó en desgracia, se refugió en Egipto y por último acabó en Delfos, donde pago con la vida su elocuencia.

Esopo fue condenado a muerte por alborotador y ladrón del Templo y fue conducido hasta una elevada roca. Pero antes de que los esbirros pudiesen darle el empujón final, él mismo se lanzó al abismo.

Con el don de la palabra, los dioses le habían enseñado no sólo a hablar, sino que también le habían dotado del orgullo de disponer libremente de su propia vida. Los habitantes de Delfos, por lo tanto, fueron víctimas de una epidemia. Si los dioses otorgan a alguien el don de la palabra, nadie podrá arrebatársela sin ser castigado. Y de este modo siguen vivas las fábulas de Esopo, casi como una venganza por su violento enmudecimiento.

Stephan Grass

Revista “Correveidile”

nº 17 -2001

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