No soy propenso a participar en bodas, pero las pocas veces que asisto puedo comprobar que “todo cambia”, hasta la manera de celebrar ese rito milenario. Toda cultura se distingue, entre otras cosas, por la forma de celebrar sus bodas, forma que suele parecer exótica a los ojos de los que, desde sus costumbres, consideran toda otra celebración como extravagante. Personalmente me ha tocado más de una vez responder a la pregunta de amigos europeos sobre “cómo se casa la gente en Bolivia”.
Hace años la respuesta era fácil: en las familias de clase media se celebraba brindando con sidra y luego bailando y bebiendo, bebiendo y bailando, hasta la hora (avanzada en general) de servir un “platito”, para seguir bailando y bebiendo hasta el corte de la torta y sus parafernalias del lanzamiento del ramo y de la morbosa sacada de liga de la novia. Sin contar el deporte preferido de los invitados: hacer emborrachar al novio y de paso arruinarle el gozo de la primera noche. ¿Cómo olvidar las rondas de coctelitos, las botellas de whisky y ron colocadas en cada mesa y el vino servido en dedales después del platito? Era la cultura del beber y bailar como forma de expresar la alegría de una nueva unión.
Y si, viceversa, tenía que retratar la típica boda de mi país de origen, fielmente descrita en películas y series televisivas, la centralidad estaba en la pantagruélica comida, acompañada de una moderada bebida (vino casi siempre), canciones, aires de ópera y un poco de baile. De hecho se pasaba casi todo el tiempo sentados, saboreando (o tragando) los diez o más platos normalmente servidos, cuyas sobras alimentaban a los invitados al día siguiente. En suma, la cultura de festejar la abundancia, comiendo a más no poder.
Hoy mi respuesta en ambos casos ya no sería la misma. La globalización (mediante la moda, las películas y la medicina) nos ha traído una cierta homogeneidad universal: brindis y bocaditos, comida gourmet (que suele tener más palabras en el menú impreso que objetos comestibles en el plato), baile, torta y más baile hasta que las velas ardan, con mayor moderación hacia la bebida.
En cuanto a las ceremonias, mencionaré las características de cada una de las tres principales: religiosa, civil y familiar. La religiosa sigue caracterizándose por la llegada triunfal al templo de la novia (impecablemente atrasada), la exagerada premura de las damas de honor por la cola o el velo del traje blanco y los ritos de buen auspicio que se han impuesto en todas las clases sociales (sesión de fotos en los puentes de la ciudad) o que se impondrán (viaje en el “Pumakatari” o en “Mi Teleférico”). De la ceremonia civil nunca olvidaré las metáforas del notario, aburridas y cursi como sólo un burócrata puede imaginar y repetir sin cambios a lo largo de los años. De la familiar me queda el recuerdo de las pícaras sentencias de mi abuela. Mencionaré dos: “En las bodas la Iglesia sale siempre bien parada: pierde una virgen y gana un mártir”. A lo que yo le retrucaba con más picardía: “En tus tiempos, abuela, ¡ahora gana siempre!”. O como olvidar la recomendación que ella daba a los nietos varones: “¡Cuidado, hijo, con el cirio, que la procesión es larga!”, con obvia referencia a las velas llevadas en las procesiones que, si mal cuidadas, se gastaban en un santiamén. Mi abuela murió antes que la medicina, con una dosis de azar, descubriera remedios para “hacer revivir las velas gastadas”.
En fin, muchas cosas cambian y cambiarán en la manera de celebrar la unión de dos jóvenes, pero el fundamento ojalá siga siendo el mismo: el amor que une dos existencias, dos almas y dos voluntades en busca de la ansiada y escurridiza felicidad.
(*) Es físico
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