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Domingo 14 de febrero de 2010

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Revista Dominical

El dilema de la muerte y la literatura infantil

14 feb 2010

Fuente: LA PATRIA

Por: Víctor Montoya

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La muerte, en unas culturas más que en otras, ha sido un tabú del cual muy pocos se atrevían a hablar, y, sin embargo, el tema de la muerte nunca dejó de fascinar tanto a los niños como a los adultos. En torno a la muerte se han tejido múltiples historias, anécdotas, mitos, leyendas y cuentos; unas veces cargados de un hondo realismo dramático y, otras, de una fantasía que supera los límites de la realidad.

La muerte, entre las comunidades primitivas, estaba vista como una voluntad suprema, que no estaba en manos de los hombres sino de los dioses y espíritus. Se creía que ellos decidían sobre la vida y la muerte de cada uno de los miembros de la comunidad. Sólo más tarde, cuando los biólogos y fisiólogos aportaron sus conocimientos a las ciencias humanas, se llegó a concebir la muerte como un proceso natural en la vida de los individuos, aunque en algunas culturas y religiones, como en el mundo fantástico de los niños, se sigue creyendo que la muerte no es más que el traspaso de la vida terrenal a otra que está en el más allá.

Se sabe que antiguamente la muerte tenía un carácter sagrado y se producía casi siempre en el entorno familiar; en la actualidad, en cambio, la muerte no sólo ha dejado de ser un tema tabú, sino un acto natural que se produce en cualquier circunstancia y lugar, así los niños, a diferencia de los adultos, tengan una serie de ideas confusas sobre la muerte. En el período preconceptual, según Piaget, el niño no está capacitado para discriminar los diferentes conocimientos, como la comprensión de algunos fenómenos cuyos conceptos son muy difusos y flotantes. Para los niños de 3 a 5 años, la muerte no es un hecho irrevocable sino una suerte de ausencia perentoria, una vida bajo otras circunstancias (este pensamiento puede encontrarse en las descripciones de: “alejarse”, “descansar en paz”, “dormir”, etc.). Cuando el niño desea la desaparición o la muerte de su “hermano rival”, no lo hace con la intención de que desaparezca definitivamente, sino sólo de una manera temporal, ya que en la vida real, la enfermedad o muerte de su hermano, puede provocarle una experiencia traumática y un sentimiento de culpabilidad.

Alrededor de los 5 años, el niño vive una serie de temores relacionados con animales y personajes fantásticos. Muchas de sus pesadillas “terroríficas” suelen estar relacionadas con animales y personajes de la literatura infantil, como las brujas, los fantasmas, los ogros y el infaltable lobo feroz.

Cuando el niño empieza a poseer un mayor grado de comprensión del mundo real de los adultos, entre los 6 y 7 años, los personajes de la ficción son reemplazados por los personajes malignos del mundo adulto, entre ellos, por los individuos y animales que representan un peligro. Los niños de 7 y 8 años se plantean con frecuencia cómo debe ser la muerte. Sienten mucho temor porque creen que después de la muerte vivirán en soledad, encerrados en un cajón y debajo de la tierra, y que nunca más volverán a reencontrarse con sus padres. Por lo tanto, reaccionan de manera negativa y se niegan a aceptar el pensamiento sobre la muerte (Johansson, B., Larsson, G-B, 1976, p. 13).

Algunos niños creen que la muerte es algo que está fuera del individuo, en forma de fantasma o de esqueleto, y que tiene la facultad de matar. Sin embargo, así como el niño acepta la muerte como algo definitivo, acepta también la idea de que es posible huir de ella. Entre los 8 y 9 años, el miedo a la muerte es una de las preocupaciones existenciales más frecuentes. Los psicólogos conocen este fenómeno como “la angustia de los 8 años”, una crisis episódica en la cual el niño siente el temor de que su madre muera o desaparezca. No es casual que gran parte de los cuentos de hadas, provenientes de la tradición oral, estén inspirados en el temor que sienten los niños respecto a la muerte; un hecho que no siempre se contempla en la literatura infantil moderna. De ahí que Bruno Bettelheim, en su psicoanálisis de los cuentos de hadas, dice: “Los profundos conflictos internos que se originan en nuestros impulsos primarios y violentas emociones están ausentes en gran parte de la literatura infantil moderna; y de este modo no se ayuda en absoluto al niño a que pueda vencerlos. El pequeño está sujeto a sentimientos desesperados de soledad y aislamiento, y, a menudo, experimenta una angustia moral. Generalmente es incapaz de expresar en palabras esos sentimientos, y tan sólo puede sugerirlos indirectamente: miedo a la oscuridad, a algún animal, angustia respecto a su propio cuerpo. Cuando un padre se da cuenta de que su hijo sufre estas emociones, se siente afligido y, en consecuencia, tiende a vigilarlas o a quitar importancia a estos temores manifiestos, convencido de que esto ocultará los terrores del niño. Por el contrario, los cuentos de hadas se toman muy en serio estos problemas y angustias existenciales y hacen hincapié en ellas directamente: la necesidad de ser amado y el temor a que se crea que uno es despreciable; el amor a la vida y el miedo a la muerte. Además, dichas historias ofrecen soluciones que están al alcance del nivel de comprensión del niño. Por ejemplo, los cuentos de hadas plantean el dilema del deseo de vivir eternamente concluyendo, en ocasiones, de este modo: ‘Y si no han muerto, todavía están vivos’. Este otro final: ‘Y a partir de entonces vivieron felices para siempre’, no engañan al niño haciéndole creer, aunque sólo sea por unos momentos, que es posible vivir eternamente” (Bettelheim, B., 1986, pp. 18-19).

El miedo del niño, con el transcurso de los años, se va centrando en torno a la muerte, ese proceso biológico que se da cuando se detienen los fenómenos vitales en los organismos animales y vegetales, que no se producen en un momento, sino que durante más o menos tiempo, aunque en la práctica se admite la muerte cuando cesan las tres grandes funciones vitales: nerviosa, respiratoria y circulación, de manera que se detiene el latido cardiaco, cesan los movimientos respiratorios y la actividad cerebral.

En el período de las operaciones formales, según las teorías de Piaget, los niños piensan de manera más racional y pueden caracterizar ciertas cosas de manera lógica, entre otras, la muerte. No les convence ya el cuento sobre la Bella Durmiente, quien despierta después de cien años. Para los niños que se encuentran entre los 10 y 12 años, la muerte es un hecho biológico inevitable, que nos tocará a todos tarde o temprano, como parte de un proceso biológico. Los púberes saben que cuando deja de funcionar el corazón, deja también de funcionar el organismo corporal. Mas no por esto dejan de preguntarse: ¿Dónde va el individuo después de muerto?, ¿se transforma en polvo y desaparece para siempre?, ¿retorna a la vida después de la muerte?... Las preguntas pueden ser tantas como las respuestas.

En todas las épocas y culturas se ha desarrollado la creencia de que existe otra vida después de la muerte. Unos se imaginan que, al morir el individuo, el espíritu se libera del cuerpo y se aleja al cielo, en tanto otros creen que el difunto se encarna en otra persona o animal, y vuelve a reiniciar un nuevo ciclo de vida en la Tierra. Si unos creen en la reencarnación, otros creen en la resurrección y la vida ultraterrenal.

En el antiguo Egipto, cuyos sacerdotes desempeñaban un papel importante en todos los aspectos de la vida social y religiosa, las primitivas creencias estuvieron inspiradas en las fuerzas de la naturaleza, en el culto a los dioses cósmicos y en la creencia sobre la inmortalidad del alma. Las ideas religiosas y el concepto de pervivencia después de la muerte fueron algunas de las determinantes del carácter religioso y funerario del arte egipcio; la primera dio origen a los templos y moradas de los dioses, y la segunda motivó la construcción de las tumbas o moradas del “ka”, pues según los egipcios, el hombre estaba compuesto de dos elementos: uno material, el cuerpo, y otro espiritual, el “ka” (hálito viviente). El difunto comparecía ante el tribunal del dios Osiris para responder de sus actos, que se pesaban en la balanza de la verdad. Si en la balanza sus obras eran halladas puras y buenas, entonces el espíritu del difunto gozaría de una vida feliz en el más allá. Pasado el juicio, se embalsamaba el cadáver, transformándolo en momia, y colocándolo en una tumba escultural, que representaba el retrato del difunto. Para los egipcios “la casa era el lugar de paso y la tumba una mansión eterna”, por eso los monumentos funerarios podían ser de diversos tipos; había desde las pirámides de poca altura hasta las pirámides mayores, donde se enterraba a los faraones con sus objetos personales.

El culto a los dioses cósmicos y la creencia sobre la inmortalidad del alma formaban también parte de las culturas precolombinas en América. Entre los incas se tenía la costumbre de momificar los cadáveres y de facilitarles todo lo necesario para una vida ultraterrenal. El Inca, como el Faraón, era tenido por autoridad suprema y su voluntad era la ley. Se lo consideraba la encarnación de la divinidad en la Tierra y, como a tal, se le debía culto y adoración, además de que el Inca tenía derecho a contraer matrimonio con sus hermanas legítimas para conservar su sangre real y su linaje divino. A la hora de su muerte, por vejez o enfermedad, era costumbre matar a sus concubinas para que lo acompañasen en la tumba y en el más allá. “Las mujeres eran embriagadas antes de ser muertas por asfixia, muchas veces soplándoles coca molida en la boca; luego las embalsamaban y las guardaban junto a los cuerpos de sus esposos” (Ellefsen, B., 1989, p. 217).

Tampoco es casual que en el mundo de la literatura infantil, los personajes resuciten después de muertos. Si los adultos creen en la resurrección de Cristo, los niños creen en la resurrección de sus personajes ficticios, que están dotados de una vida eterna y de la facultad de resucitar sin que la muerte los haya afectado en lo más mínimo. Éste es el caso de Blancanieves, quien resucitó ante el príncipe que la desposa, del mismo modo como la Bella Durmiente fue despertada de un sueño (muerte), que se prolongó por el lapso de cien años. No es menos espectacular el retorno a la vida de Caperucita, quien fue salvada por el leñador de la panza del lobo.

En el análisis introspectivo de la Bella Durmiente, realizado por J.W. Heisig, se dividen las relaciones entre la vida y la muerte en cuatro etapas: “El cuento se abre con la temática de la realidad de la muerte. El rey y la reina, sabiendo que un día habrán de morir, desean con pasión un hijo. El miedo de morir sin hijo es un miedo de morir para siempre (…) En segundo lugar, con el nacimiento de la criatura y el banquete fatídico, se nos informa que la vida empieza bajo la maldición de la muerte. --‘La princesa se pinchará con un huso en cuanto cumpla los quince años, y caerá muerta’-- recalca que la muerte no es opción libre, sino parte de un esquema regido por fuerzas fuera de nuestro control. Según el cuento de la Bella Durmiente, la maldición es acarreada por la decimotercera hada, quien no había sido invitada a la fiesta del nacimiento. Paralelismos de este tema, tanto en la mitología como en la superstición popular, son múltiples (...) En tercer lugar, el cuento sigue adelante, la muerte es traída por una vieja hilandera. Esta figura se remonta a otras parecidas en la ‘Panchatantra’, una colección de cuentos hindúes en la cual la hilandera es imagen de Maya, la diosa que hila el velo de la ilusión --el mundo sensible-- (...) Esto nos lleva enseguida a la cuarta y última faceta del nivel cósmico del cuento: la muerte no es un término sino un estado de animación suspendida. De nuevo, no se trata de una teoría lógicamente presentada, sino de la dramatización de un deseo --esto es, el deseo de la inmortalidad--. Del mismo modo que el rosal muere en el invierno y renace en la primavera por el suave beso del sol, así la Bella Durmiente se despierta de su sueño invernal transformada en una fértil doncella primaveral; así también nosotros esperamos despertarnos un día más allá de la muerte. Esa esperanza espontánea --si bien es acrítica y sin pruebas-- crea la ilusión de una resurrección enriquecida por haber sufrido una muerte que, según la perspectiva de los vivos, no es más que un hechizo malvado” (Heisig, J-W., 1976, pp. 45-47).

La muerte y la resurrección son también dos de los temas centrales en Blancanieves, la adolescente que, a causa de su juventud y belleza, es despreciada por su madrastra-bruja, quien, primero disfrazada de vieja buhonera, intenta matarla con un corsé y un peine envenenado. Pero al constatar que Blancanieves es salvada por los enanitos, se disfraza de bruja y le ofrece una manzana envenenada, con la que Blancanieves se atora y cae desmayada. La bruja se echa a reír: ¡Blanca como la nieve; roja como la sangre; negra como el ébano! ¡Esta vez no te resucitarán los enanos! En efecto, ellos son incapaces de reavivarla, la lavan en vino y agua, y la tienden en un féretro de cristal, donde su cuerpo se conserva como el de una persona viva, hasta que por allí pasa un príncipe que, al sentirse enamorado de su belleza, decide transportar el féretro en dirección a su castillo. En el camino, al menos en una de las versiones del cuento, el féretro tropieza contra una mata y por la sacudida sale el bocado de manzana de la garganta de Blancanieves. Resucitada, se casa con el príncipe y la madrastra-bruja recibe el castigo que se merece: durante la fiesta le calzan zapatillas de hierro incandescente y así la obligan a bailar hasta que desfallece. Pasado el incidente, Blancanieves y el príncipe “viven, durante largo tiempo, felices y contentos”; un desenlace que, aun no siendo real, le permite al niño experimentar una catarsis de sus sentimientos y liberarse de los temores que le produce la muerte, que casi siempre está representada por personajes malignos, cuya imagen es la de una hada maliciosa como en “La Bella Durmiente”, una madrastra perversa como en “La Cenicienta”, un lobo feroz como en “Caperucita Roja” y una bruja envidiosa como en “Blancanieves”.

En los cuentos populares existen también los personajes que, desde su ubicación ultraterrenal, siguen determinando sobre el destino de las personas vivas, pues así como los adultos creen en la existencia de Dios y otros seres supremos, los niños creen en la supremacía de ciertos personajes que, a pesar de estar muertos, tienen la virtud de comunicarse con los vivos; son personajes fantásticos que tienen la facultad de caminar, hablar y sentir como cualquiera de nosotros.

En varios de los cuentos populares no faltan las madres muertas --simbolizadas por un rosal, un enebro o un ave-- que se comunican con sus hijos. En Blancanieves la madre sigue viviendo convertida en planta. Incluso hay quienes están dotadas de la facultad de resucitar a sus hijos, tal cual ocurre en el cuento “El enebro”, donde la madre concede vida a su hijo muerto. El deseo de una vida después de la muerte es uno de los temas centrales en varios de los cuentos de la literatura infantil, como lo es la representación de la muerte. En Cenicienta, las cenizas son un claro símbolo de la muerte y el luto. “Cenicienta lamenta la muerte de su madre buena y amable, quien la habría cuidado y protegido durante los tiempos felices. Las cenizas con que su ropa está cubierta representan el recuerdo feliz que el mundo ha pisoteado sin hacer caso de él. Así tres veces cada día vuelve a la tumba de su madre para llorar sobre su suerte, y cada noche duerme entre las cenizas” (Heisig, J-W., 1976, p. 65).

La muerte de un ser querido causa una profunda crisis emocional en el niño, quien no sólo tiene dificultades para describir sus sentimientos de manera verbal, sino que, a la vez, se niega a aceptar el hecho como un acto natural de la vida. Claro que más tarde, cuando supera su crisis emocional y acepta la pérdida de su ser querido, siente que la muerte es algo tan normal como inevitable; un proceso doloroso que contribuye a la formación de su personalidad y su maduración emocional, pues sin crisis no hay cambio, ni evolución, ni progreso. La crisis emocional es un proceso que aparece en algún momento de la vida y los cuentos populares, sin explicaciones eruditas ni recetas contra la muerte, plantean los problemas existenciales de un modo breve y conciso.

Para Bruno Bettelheim, “los cuentos de hadas transmiten a los niños, de diversas maneras: que la lucha contra las serias dificultades de la vida es inevitable, es parte intrínseca de la existencia humana; pero si uno no huye, sino que se enfrenta a las privaciones inesperadas y a menudo injustas, llega a dominar todos los obstáculos alzándose, al fin, victorioso. Las historias modernas que se escriben para los niños evitan, generalmente, estos problemas existenciales, aunque sean cruciales para todos nosotros. El niño necesita más que nadie que se le dé sugerencias, en forma simbólica, de cómo debe tratar con dichas historias y avanzar sin peligro hacia la madurez. Las historias ‘seguras’ no mencionan ni la muerte ni el envejecimiento, límites de nuestra existencia, ni el deseo de la vida eterna. Mientras que, por el contrario, los cuentos de hadas enfrentan debidamente al niño con los conflictos humanos básicos. Por ejemplo, muchas historias de hadas empiezan con la muerte de la madre o del padre; en estos cuentos, la muerte del progenitor crea los más angustiosos problemas, tal como ocurre (o se teme que ocurre) en la vida real” (Bettelheim, B., 1986. pp. 15-16).

Al margen de los cuentos de hadas, existen otros cuentos populares en los que los muertos retornan a la vida convertidos en duendes o condenados, una suerte de personajes esotéricos que, en lugar de ayudar al niño a liberarse del temor que siente ante la muerte, acentúan su miedo hasta el límite de las pesadillas. Se trata de cuentos de espanto y aparecidos que abundan en la tradición oral de varios países, donde existe una idea maniquea sobre la muerte, el infierno y el paraíso. Tampoco es casual que en el origen de muchos miedos infantiles encontremos conductas erróneas de los adultos, como eso de asustar a los niños con el lobo feroz si no comen, con el ogro malvado si se comportan mal y con la bruja errante si desobedecen a la autoridad de los padres.

El temor a la muerte entre los niños varía de acuerdo a la edad y el contexto social en el cual viven; los más pequeños asocian la muerte con los personajes malignos creados por la literatura de ficción, en tanto los niños más grandes conciben la muerte como un proceso biológico normal, ocasionada por una enfermedad incurable o por el decaimiento inevitable de las funciones corporales. No faltan niños que relacionan la muerte con las escenas de violencia transmitidas por los medios de comunicación, ya que la mayoría de ellos, carentes de un razonamiento lógico, confunden la muerte que se da en la vida real con las escenas brutales y artificiales producidas por las agencias comerciales en el mundo del espectáculo.

Bibliografía

-Bettelheim, Bruno: Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Ed. Grijalbo, Barcelona, 1986.

-Ellefsen, Bernardo: Matrimonio y sexo en el incario, ed. Los Amigos del Libro, Cochabamba, 1989.

-Heisig, J.W.: El cuento detrás del cuento, Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1976.

-Johansson Birgitta, Larsson Gun-Britt: Barns tankar om döden, Ed. Engwall & Krantz Grafiska AB, Stockholm, 1976.

Fuente: LA PATRIA
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