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Domingo 27 de abril de 2014

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Revista Dominical

Al atardecer

27 abr 2014

Fuente: LA PATRIA

Por: Bernardino Zanella - Siervo de María

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El amor y el miedo: las dos fuerzas que pueden inducirnos a opciones opuestas. El miedo puede inmovilizarnos o llevarnos a buscar soluciones de defensa, a veces agresivas e irracionales. El amor nos abre a la vida y a la creatividad, a la esperanza y al riesgo.

Leemos en el evangelio de San Juan 20, 19-31:

«Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los

judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con

ustedes!”.

Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo:

“¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, Yo también los envío a ustedes”. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”.

Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: “¡Hemos visto al Señor!”. Él les respondió: “Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré”. Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Luego dijo a Tomás: “Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe”. Tomás respondió: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús le dijo: “Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!”».

El mensaje de María Magdalena, que “fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor”, no fue suficiente para convencerlos y liberarlos del miedo. Ellos están en el Cenáculo “con las puertas cerradas por temor a los judíos”: la violencia desatada contra Jesús, podría extenderse a sus seguidores. Y está cerrado y dolido el corazón: ¿Cómo perdonarse la negación, el abandono, la traición? ¿Y qué futuro les espera? A sus ojos, Jesús ha sido derrotado. Sus enemigos, que lo han colgado en la cruz, son los vencedores.

Pero es el “atardecer del primer día de la semana”: es la noche de la liberación, como la noche del antiguo éxodo. La presencia de Jesús resucitado libera del miedo. Él se manifiesta diciendo: “La paz esté con ustedes”. Para esos discípulos, temerosos y desamparados, que habían desaparecido durante la pasión, ningún reproche: sólo un mensaje de paz. Es la paz entre Dios y la humanidad que Jesús ha realizado a través de su muerte y resurrección, la reconciliación y pacificación del corazón, la comunión y armonía con toda la humanidad y con la creación entera. Es la paz que Jesús había prometido a los discípulos, angustiados por el anuncio de su partida: “La paz les dejo; les doy mi paz”.

Hay pocas palabras capaces de expresar tan eficazmente la condición de bienestar total y alegría que Jesús ofrece. Es la paz que los discípulos no pierden ni frente a la persecución y la cruz, en la lucha por la justicia y la verdad. Él está en medio de ellos, como lo había prometido: “No los dejaré huérfanos”. Él es la fuente de la vida y la esperanza: en medio del mundo los discípulos tendrán apuros, pero, “ánimo, que yo he vencido al mundo”.

Como signos de su victoria, Jesús les muestra las manos y el costado. Son los signos de un amor hasta el extremo, que se ha entregado venciendo el odio y la muerte. Son las manos que han levantado a enfermos y pecadores, que han tocado y sanado al leproso, han partido el pan, lavado los pies de los discípulos en la última cena, las manos que cuidan y defienden las ovejas: “Yo les doy la vida definitiva y no se perderán jamás ni nadie las arrancará de mis manos”, las manos heridas en la cruz. Son las manos en que el Padre ha confiado todo, las manos en que confiar. Y el costado abierto, el corazón traspasado, para una nueva y eterna alianza, sellada con su sangre.

Por eso la alegría. No porque ya no hay peligros y persecución, sino porque la muerte no ha derrotado a Jesús. Él está vivo y presente. Con él el sufrimiento será como los dolores del parto, que se transforman en alegría cuando nace una nueva vida.

Con este respaldo, con esta certeza, los discípulos pueden salir de su refugio, y ser lanzados a la misión: “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”. Justo a partir de la dolorosa experiencia de la fragilidad de los discípulos, Jesús les propone que sean continuadores de su obra. Tendrán que repetir los mismos gestos de sanación y perdón, los gestos que revelen la gran compasión del Padre por el infinito dolor del mundo. Para eso había sido enviado Jesús: para hacerse nuestro hermano, compartir nuestra miseria, hacerse leproso con los leprosos, excluido con los excluidos. “De la misma manera los envío a ustedes”: la misión de los discípulos tiene su origen y modelo en la misión de Jesús, será su prolongación. Sus discípulos seguirán siendo frágiles y vulnerables, pero tendrán una energía extraordinaria que los hará capaces de vencer el miedo y anunciar con valentía que el Señor ha resucitado, y que las tinieblas y la muerte pueden ser vencidas: “Reciban el Espíritu Santo”.

“Sopló sobre ellos”, como hizo Dios, que infundió en el hombre su aliento de vida en la primera creación: serán una creación nueva, una nueva humanidad. “Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”: el perdón es el primer fruto del Espíritu. Una comunidad reconciliada, de puertas abiertas, humilde, acogedora, enviada a todo el mundo, en diálogo con las distintas razas y culturas, sin exclusiones ni discriminaciones: una comunidad de discípulos misioneros.

Fuente: LA PATRIA
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