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Domingo 13 de abril de 2014

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Cultural El Duende

Pedro Salinas

13 abr 2014

Pedro Salinas. Madrid, 1891 - Boston, 1951. Poeta español, miembro de la Generación del 27, en la que destacó como poeta del amor. Profundo intelectual y humanista, Salinas estudió las carreras de derecho y de filosofía y letras. Fue lector de español en la Universidad de París entre 1914 y 1917, año en que se doctoró en letras. Los poemas están insertos en la Revista de Letras y Ciencias Humanas (2005): “La recepción del Quijote en su IV Centenario”

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Alba de Matador

Homenaje a Don Quijote de la Mancha

Cuántas noches en vela me ha costado esta muerte.

Sangre hay que no seca, que no se lava nunca.

Por siglos de los siglos yo seré el asesino.

¿Es esta pluma un día de ave de torpe vuelo

inocente y pesada entre el aire y el agua?

Yo la he trocado en algo que no tiene perdón.

Y ¿quién va a perdonarme, si yo no me perdono?

Ahí le tenéis bien muerto;

en su cama y con todos alrededor llorándole:

mansas mujeres, los vecinos.

No murió cara al cielo sobre la tierra plana.

No murió de lanzada, el que tanto quiso.

El que buscó la muerte por todos los caminos.

Él, que quería dar su sangre limpia cual la sangre de cordero.

Todas las aventuras terminan bajo techo.

Yo le maté, sin lanza, bendito por el cura.

Las estrellas velaban con mil ojos mirándome.

Por él estaban todas; qué bien le conocían.

Cuántas noches estuvo sin dormirse los ojos

vueltos hacia su cielo más estrellado aún.

La locura está siempre sembrándose de estrellas.

“¿Qué vas a hacer?”, me dicen.

Es tuyo, mira, es tuyo: tú quien le concebiste

sin pecado en su alma. ¿Te atreverás a hundirle

la pluma en el costado? La pluma de la hiel

en el alma melífica.

Ya las chusmas esperan su risible agonía.

¿Por qué, por qué le matas? Nunca tuviste hijo

de tu carme, más tierno. Alma más inocente

no salió de la tuya. Te matarás con él, no morirás de su herida.

Y yo las escuchaba, sin poder hacer nada.

Y ya venía el alba: la señal de la muerte.

Sucia, manchada, sucia, como un río en que lavan

todas sus inmundicias los siglos: suciedades

se habían hecho nubes, amanecer muy triste.

Y el claror de aquel día era luz de cadalso.

Ya sentía en la pluma la muerte preparada,

La infame entre las muertes, la que matas a su sangre.

¿No habrá nadie que venga a tenerme la mano?

Muchas sombras se acercan a pedirme su gracia.

Es una tropa inmensa sin cuerpo y sin facciones:

su hablar es un susurro suplicante y dolido.

Tienen la voz de flautas, de balidos, de niños.

Pero otra hueste viene: llevan trajes de toga,

son letrados, notarios, hombres que han estudiado;

licenciados en ciencias, industriales que rigen

un cielo de automóviles, que a la noche camina.

Son gentes magistrales, son los razonadores.

Nada pueden las sombras desvalidas, sin carne.

Los otros tienen todo; tienen cuentas corrientes,

policías con porras,

súmulas y compases, títulos de academia.

Eliminan errores de Petrarca y de Shakespeare.

Corrigen lo que cuenta la estrella al navegante.

Son los [que] pueden más, los que mandan, siento

que haré lo que me manden. Ya le nace a la pluma

un filo inevitable, una punta agudísima.

Lo dice el libro: “Polvo, polvo eres”

¿Quién asegura, que no son polvo,

los paladines, con sus armaduras,

sus reinos, sus coronas?

En el polvo los vio, de allí les hizo

salir con sus palabras

porque su vida era el supremo

de polvo eran. ¿Qué más da que movieran

sobre polvo manadas de ganado,

que unos sucios vellones, y no el hierro

armaran la balumba? Es la verdad

que allí todos se encuentran, el guerrero

y la oveja más pobre: polvo son,

polvo serán y fueron.

Polvo el ansia de triunfo con que él quiso

sumar su polvo, el de sus huesos, heroicos

al polvo de las bestias.

Más allá de la vista de su Sancho,

él lo miraba todo: su locura

describía detrás de la apariencia

el destino final. Chocan los hombres,

muerden el polvo, derrotados quedan.

Fingen los otros, pobres vencedores

que serán bronce o mármol, allí aupados

en su corta victoria, pero el grande,

el caballero de la inmensa vista,

a todos los reúne como Dios:

que del polvo nos saca,

y al polvo nos devuelve como aquella

tarde de la aventura verdadera.

Saber que este año es mil novecientos

cuarenta y nueve no me dice nada

del campo que verdea.

Así yo sé mi edad, mas no la suya,

la de la primavera.

Cleopatra la vio, la prodigiosa

hija del gran desborde de las aguas;

y Eloísa la vio, como apuntaba

en las yerbas de un claustro.

Y el verdugo la vio, cuando la víctima:

para uno, una de tantas para el otro, la última.

Su cuna está tan lejos

como estará su sepultura. Mira:

mira atrás, más atrás, mira adelante.

No las veras porque la hojilla nueva

se resiste a ser vieja y a ser joven

y nunca se desposa con las cifras.

Sin el pecado numeral concibe

y da una nueva vida

purísima soltera, vencedora

del tiempo que la ronda y la corteja.

No me entiende lo verde; me reprocha

una pena que siento al verlo verde.

Porque yo tengo historia, y se la pongo

y la saludo

como si fuera otra:

y no la misma, siempre, sin año, eterna, siempre, primavera.

II

A la tarde de agosto

junto a la era

Teresica,

la Teresica Tocho, pide cuentos.

Habla el abuelo… “la princesa” dice…

Cuenta sus cuentos. Niños embobados

sueñan sus sueños. ¿Son sus sueños? No.

Fueron sus hechos.

Verdadera princesa, de mentira,

para él fue de verdad, el engañado.

Él, de verdad, de verdad vio

al Caballero de la Blanca Luna

en su negro corcel, la tarde aciaga.

Vio a las cabrillas: como flores eran

de este color y el otro, allá en el cielo.

Y vio el mar, banderolas flameantes,

trompetas que sonaban. Todo, todo revuelto,

mentiras que a los dos se les volvían

verdades, ahora sueños.

Estofa de los sueños, todo aquello

que pasó y no pasó, los caballeros,

los gigantes, y arriba

como la luna, que lo alumbra todo,

invisible señora de los dos:

ella, la Dulcinea. “¿Cómo era?

dice Sanchica Tocho. Y él la pinta

con las palabras mismas de su amo.

Ya cree, ya los niños creen.

Y la bendita fe en la gran mentira,

Amasa el sueño, el cuento

del pobre abuelo que perdió a su padre.

Y se consuela hora

contándolo a sus nietos.

Todos duermen, Teresa, los dos hijos.

Todos duermen, adentro, él ha salido

a buscar la frescor, noche de agosto.

Apoyado en el muro mira al cielo:

está solo, sin él. Cielo su alma:

y ella sin su señor, oscura toda.

Y se van encendiendo los recuerdos:

son nombres, las palabras

que él le decía

las dulces, las acedas.

Cada palabra estrella con su brillo

diferente; se puebla

su soledad de nombre, de luceros.

¿Qué es él de todo eso? ¿Cuál la verdad?

Él la tenía, él. Él se llevó a la tumba su secreto.

Vaga su ser como la vista vaga

de lumbre en lumbre, las celestes, nombres.

Por fin se para en una:

Sancho, hijo mío.

Es entre todas la que brilla más.

Y él no está lejos. En el cementerio

descansan sus huesos tan molidos

en la gran aventura de la tierra.

Suspira Sancho, Rocinante relincha allá en su cuadra.

Todos le llaman. Ah, si ahora se alzara,

si ahora les empujase por el mundo.

Y el animal y Sancho ansían

otra salida.

Para tus amigos: