Pedro Salinas. Madrid, 1891 - Boston, 1951. Poeta español, miembro de la Generación del 27, en la que destacó como poeta del amor. Profundo intelectual y humanista, Salinas estudió las carreras de derecho y de filosofía y letras. Fue lector de español en la Universidad de París entre 1914 y 1917, año en que se doctoró en letras. Los poemas están insertos en la Revista de Letras y Ciencias Humanas (2005): “La recepción del Quijote en su IV Centenario”
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Alba de Matador
Homenaje a Don Quijote de la Mancha
Cuántas noches en vela me ha costado esta muerte.
Sangre hay que no seca, que no se lava nunca.
Por siglos de los siglos yo seré el asesino.
¿Es esta pluma un día de ave de torpe vuelo
inocente y pesada entre el aire y el agua?
Yo la he trocado en algo que no tiene perdón.
Y ¿quién va a perdonarme, si yo no me perdono?
Ahí le tenéis bien muerto;
en su cama y con todos alrededor llorándole:
mansas mujeres, los vecinos.
No murió cara al cielo sobre la tierra plana.
No murió de lanzada, el que tanto quiso.
El que buscó la muerte por todos los caminos.
Él, que quería dar su sangre limpia cual la sangre de cordero.
Todas las aventuras terminan bajo techo.
Yo le maté, sin lanza, bendito por el cura.
Las estrellas velaban con mil ojos mirándome.
Por él estaban todas; qué bien le conocían.
Cuántas noches estuvo sin dormirse los ojos
vueltos hacia su cielo más estrellado aún.
La locura está siempre sembrándose de estrellas.
“¿Qué vas a hacer?”, me dicen.
Es tuyo, mira, es tuyo: tú quien le concebiste
sin pecado en su alma. ¿Te atreverás a hundirle
la pluma en el costado? La pluma de la hiel
en el alma melífica.
Ya las chusmas esperan su risible agonía.
¿Por qué, por qué le matas? Nunca tuviste hijo
de tu carme, más tierno. Alma más inocente
no salió de la tuya. Te matarás con él, no morirás de su herida.
Y yo las escuchaba, sin poder hacer nada.
Y ya venía el alba: la señal de la muerte.
Sucia, manchada, sucia, como un río en que lavan
todas sus inmundicias los siglos: suciedades
se habían hecho nubes, amanecer muy triste.
Y el claror de aquel día era luz de cadalso.
Ya sentía en la pluma la muerte preparada,
La infame entre las muertes, la que matas a su sangre.
¿No habrá nadie que venga a tenerme la mano?
Muchas sombras se acercan a pedirme su gracia.
Es una tropa inmensa sin cuerpo y sin facciones:
su hablar es un susurro suplicante y dolido.
Tienen la voz de flautas, de balidos, de niños.
Pero otra hueste viene: llevan trajes de toga,
son letrados, notarios, hombres que han estudiado;
licenciados en ciencias, industriales que rigen
un cielo de automóviles, que a la noche camina.
Son gentes magistrales, son los razonadores.
Nada pueden las sombras desvalidas, sin carne.
Los otros tienen todo; tienen cuentas corrientes,
policías con porras,
súmulas y compases, títulos de academia.
Eliminan errores de Petrarca y de Shakespeare.
Corrigen lo que cuenta la estrella al navegante.
Son los [que] pueden más, los que mandan, siento
que haré lo que me manden. Ya le nace a la pluma
un filo inevitable, una punta agudísima.
Lo dice el libro: “Polvo, polvo eres”
¿Quién asegura, que no son polvo,
los paladines, con sus armaduras,
sus reinos, sus coronas?
En el polvo los vio, de allí les hizo
salir con sus palabras
porque su vida era el supremo
de polvo eran. ¿Qué más da que movieran
sobre polvo manadas de ganado,
que unos sucios vellones, y no el hierro
armaran la balumba? Es la verdad
que allí todos se encuentran, el guerrero
y la oveja más pobre: polvo son,
polvo serán y fueron.
Polvo el ansia de triunfo con que él quiso
sumar su polvo, el de sus huesos, heroicos
al polvo de las bestias.
Más allá de la vista de su Sancho,
él lo miraba todo: su locura
describía detrás de la apariencia
el destino final. Chocan los hombres,
muerden el polvo, derrotados quedan.
Fingen los otros, pobres vencedores
que serán bronce o mármol, allí aupados
en su corta victoria, pero el grande,
el caballero de la inmensa vista,
a todos los reúne como Dios:
que del polvo nos saca,
y al polvo nos devuelve como aquella
tarde de la aventura verdadera.
Saber que este año es mil novecientos
cuarenta y nueve no me dice nada
del campo que verdea.
Así yo sé mi edad, mas no la suya,
la de la primavera.
Cleopatra la vio, la prodigiosa
hija del gran desborde de las aguas;
y Eloísa la vio, como apuntaba
en las yerbas de un claustro.
Y el verdugo la vio, cuando la víctima:
para uno, una de tantas para el otro, la última.
Su cuna está tan lejos
como estará su sepultura. Mira:
mira atrás, más atrás, mira adelante.
No las veras porque la hojilla nueva
se resiste a ser vieja y a ser joven
y nunca se desposa con las cifras.
Sin el pecado numeral concibe
y da una nueva vida
purísima soltera, vencedora
del tiempo que la ronda y la corteja.
No me entiende lo verde; me reprocha
una pena que siento al verlo verde.
Porque yo tengo historia, y se la pongo
y la saludo
como si fuera otra:
y no la misma, siempre, sin año, eterna, siempre, primavera.
II
A la tarde de agosto
junto a la era
Teresica,
la Teresica Tocho, pide cuentos.
Habla el abuelo… “la princesa” dice…
Cuenta sus cuentos. Niños embobados
sueñan sus sueños. ¿Son sus sueños? No.
Fueron sus hechos.
Verdadera princesa, de mentira,
para él fue de verdad, el engañado.
Él, de verdad, de verdad vio
al Caballero de la Blanca Luna
en su negro corcel, la tarde aciaga.
Vio a las cabrillas: como flores eran
de este color y el otro, allá en el cielo.
Y vio el mar, banderolas flameantes,
trompetas que sonaban. Todo, todo revuelto,
mentiras que a los dos se les volvían
verdades, ahora sueños.
Estofa de los sueños, todo aquello
que pasó y no pasó, los caballeros,
los gigantes, y arriba
como la luna, que lo alumbra todo,
invisible señora de los dos:
ella, la Dulcinea. “¿Cómo era?
dice Sanchica Tocho. Y él la pinta
con las palabras mismas de su amo.
Ya cree, ya los niños creen.
Y la bendita fe en la gran mentira,
Amasa el sueño, el cuento
del pobre abuelo que perdió a su padre.
Y se consuela hora
contándolo a sus nietos.
Todos duermen, Teresa, los dos hijos.
Todos duermen, adentro, él ha salido
a buscar la frescor, noche de agosto.
Apoyado en el muro mira al cielo:
está solo, sin él. Cielo su alma:
y ella sin su señor, oscura toda.
Y se van encendiendo los recuerdos:
son nombres, las palabras
que él le decía
las dulces, las acedas.
Cada palabra estrella con su brillo
diferente; se puebla
su soledad de nombre, de luceros.
¿Qué es él de todo eso? ¿Cuál la verdad?
Él la tenía, él. Él se llevó a la tumba su secreto.
Vaga su ser como la vista vaga
de lumbre en lumbre, las celestes, nombres.
Por fin se para en una:
Sancho, hijo mío.
Es entre todas la que brilla más.
Y él no está lejos. En el cementerio
descansan sus huesos tan molidos
en la gran aventura de la tierra.
Suspira Sancho, Rocinante relincha allá en su cuadra.
Todos le llaman. Ah, si ahora se alzara,
si ahora les empujase por el mundo.
Y el animal y Sancho ansían
otra salida.
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