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Domingo 13 de abril de 2014

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Cultural El Duende

Die Kartoffelblüte o “La Flor de Papa”

13 abr 2014

Fuente: LA PATRIA

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Hace veinte años pasé una semana en Munich alojado en el Lateinamerika Kollege, una institución más conocida como “Latanko”, que era una divertida mezcla de salsódromo y campo de refugiados dirigida por un cura –el padre Gilhaus– que era incapaz de advertir la diferencia entre un pecador arrepentido y otro entusiasmado. Por entonces la imagen del Perú que existía en Munich se debatía entre Machu-Picchu y los documentales de National Geographic, aunque nuestra identidad inequívocamente andina era permanentemente reforzada por un grupo de música folklórica que a media tarde tomaba Marientplatz con sus quenas, bombos, charangos y zampoñas, para hacer las delicias de los transeúntes interpretando “El cóndor pasa”, “Cholito cordillerano”, “Mambo de Machahuay” y otros grandes éxitos de la música andina como “La flor de papa”, antítesis serrana y musical del criollo y costeño valsecito “La flor de la canela”. Y me consta que todo era así, porque un día toqué el charango en Marientplatz con aquel rocambolesco grupo, para lo cual me vistieron con poncho, chullo, huaraca y ojotas. Es decir, como un peruano disfrazado de peruano. Veinte años más tarde regreso a Munich para hablarles de literatura peruana e hispanoamericana, y espero que nadie eche de menos aquel traje típico.

Ay, los trajes típicos. ¿Por qué nunca me dijeron que los trajes típicos eran tan importantes para los críticos literarios como para los jueces de Miss Universo? ¿Para qué le podrían servir los trajes típicos a la literatura? ¿También hay que leer según el traje típico de los autores? Mucho antes de leer a Ribeyro, Arguedas o Vargas Llosa, en casa de mis padres devoré los libros de Stevenson, Mark Twain, Julio Veme, Alejandro Dumas y Oscar Wilde. Mucho antes de leer a Rulfo, Carpentier y García Márquez, intuí el realismo mágico a través de los cuentos de los hermanos Grimm, los bestiarios medievales y las aventuras de los nobles caballeros de la Tabla Redonda, en una bella edición de John Steinbeck. Mucho antes de leer a Borges, Arreola y Cortázar, las inquietantes historias de Lovecraft y los fabulosos cómics de la Márvel me prepararon para decodificar la literatura fantástica ¿Sería quien soy si sólo hubiera leído a autores peruanos con traje típico de escritor peruano? Quizás no sólo sería culturalmente más pobre, sino que tal vez ni siquiera sería escritor.

No reniego ni del realismo mágico ni de la tradición literaria latinoamericana, autores del “Boom” incluidos. ¿Cómo podría menospreciar lo que significan –para la literatura universal y en español– los nombres de Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez o Guillermo Cabrera Infante? Sin embargo, ni entonces ni ahora tuvimos o tenemos “nuevas” posiciones estéticas en Hispanoamérica, en el sentido más estricto del término, pues ninguno inventó nada: que ya no existiera en la tradición literaria de occidente. Ni siquiera el realismo mágico tiene copy-right latinoamericano, ya que lo encontramos en autores españoles como Valle Inclán, Álvaro Cunqueiro y Juan Perucho. ¿Por qué el fantasma de la novela El lápiz del carpintero (1998) de Manuel Rivas tiene que provenir del espectro de Prudencio Aguilar de Cien años de soledad (1967), si los fantasmas ya hablaban con los vivos en El bosque animado (1943) de Wenceslao Fernández-Flórez? ¿Por qué la apócrifa aventura de la Cueva de Montesinos no puede ser el primer episodio “real maravilloso” de la historia de la literatura en español? Cualquiera que conozca mínimamente esa delirante cultura que engendró la multitud de Vidas de Santos, Crónicas de Indias y novelas del Siglo de Oro, estaría de acuerdo conmigo en que la mariposa latinoamericana del realismo mágico alguna vez fue un gusano barroco español.

Comprendo que para un lector alemán lo latinoamericano pueda ser “mágico”, “exótico” y “sobrenatural”, pero cuando escucho semejantes adjetivos dentro de España se me alborota el cóndor que se supone que todos los peruanos escondemos en la jaula del canario. En España los nigromantes, adivinadores y charlatanes tienen más presencia que los científicos e investigadores en la televisión pública, pero eso no es realismo mágico. En numerosas plazas de toros españolas y en diversos aviones de la flota de Iberia no existe la fila de asientos número 13, pero eso no es realismo mágico. Y en Bélmez –un pueblo de la provincia andaluza de Jaén– el ayuntamiento ha declarado monumento local una casa donde aparecen y desaparecen una serie de rostros fantasmagóricos, pero eso tampoco es realismo mágico aunque ese pueblo sea gobernado por Izquierda Unida.

No creo que deba existir otra posición literaria –en Alemania, España o América Latina– que no sea la de vivir para la literatura. Pienso en los ensayos de Thomas Mann sobre Tolstoi, Cervantes, Chéjov, Zola y Dostoievski, y estoy seguro de que nadie considera que un escritor alemán no debería tomarse la libertad de hablar sobre literatura rusa, española o francesa. ¿Acaso los italianos viven ofendidos porque La muerte en Venecia –como novela alemana– se haya ambientado en una ciudad profundamente italiana como Venecia? Viajar por el mundo con un pasaporte españl, teniendo un apellido japonés y habiendo nacido en Perú, me ha convertido en una refutación viviente de los regionalismos, las identidades y los trajes típicos.

Ay, los trajes típicos. Hace veinte años, mientras me ponía el poncho, el chullo y las ojotas de rigor, descubrí perplejo que el único peruano de aquel grupo supuestamente peruano era yo, porque aquellos músicos que todas las tardes abordaban el metro en la estación de Nordfriedhof para tocar en Marientplatz eran más bien chilenos, bolivianos, argentinos y paraguayos, pero con qué fervor patrio le explicaban a los amables transeúntes que “La flor de papa” –Die Kartoffelblute– era un poderoso afrodisiaco andino que ellos mismos vendían por sólo cinco marcos el bote. Y así, mientras los muniqueses bailaban esa presunta danza de la fertilidad peruana, indiferentes a una letra que decía:

La flor de papa, la flor de papa,

esa gordita no se me escapa.

La flor de papa, la flor de papa

en quince días la pongo flaca.

Yo me decía conmovido, que lo importante no era ser peruano sino solamente parecerlo.

Instituto Cervantes (Munich, junio 16 de 2005)

Fernando Iwasaki Cauti. Lima 1961

Narrador, ensayista e historiador

Fuente: LA PATRIA
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