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Domingo 13 de abril de 2014

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Cultural El Duende

William Shakespeare: la fecundidad en persona

13 abr 2014

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En torno a 1860, al tiempo que culminaba su obra “Los miserables”, Víctor Hugo escribió desde el destierro: “Shakespeare no tiene el monumento que Inglaterra le debe». A esas alturas del siglo XIX, el nombre y la obra del que hoy es considerado el autor dramático más grande de todo el universo eran ignorados por la mayoría y despreciados por los exquisitos. Las palabras del patriarca francés cayeron como una maza sobre las conciencias patrióticas inglesas: decenas de monumentos a Shakespeare fueron erigidos inmediatamente. En la actualidad, el volumen de sus obras completas es tan indispensable como la Biblia en los hogares anglosajones; Hamlet, Otelo o Macbeth se han convertido en símbolos y su autor es un clásico sobre el que corren ríos de tinta. A pesar de ello, William Shakespeare sigue siendo, como hombre, una incógnita.

Shakespeare nunca escribió

Grandes lagunas, un ramillete de relatos apócrifos y algunos datos dispersos conforman su biografía. Ni siquiera se sabe con exactitud la fecha de su nacimiento. Esto daría pie en el siglo pasado a una extraña labor de aparente erudición, protagonizada por los “antiestratfordianos”, tendente a difundir la maligna sospecha de que las obras de Shakespeare no habían sido escritas por el personaje histórico del mismo nombre, sino por otros a los que sirvió de pantalla: Francis Bacon, Cristopher Marlowe, Edward de Vere, Walter Raleigh, la reina Isabel I e incluso la misma esposa del bardo, Anne Hathaway, fueron los candidatos a ese ficticio Shakespeare propuestos por los especuladores estudiosos. Ciertos aficionados a la criptografía creyeron encontrar, en sus obras, claves que revelaban el nombre de los verdaderos autores. En consonancia con las carátulas teatrales, Shakespeare fue dividido en el Seudo-Shakespeare y en Shakespeare el Bribón. Bajo esta labor de mero entretenimiento alentaba un curioso esnobismo: un hombre de cuna humilde y pocos estudios no podía haber escrito obras de tal grandeza. Afortunadamente, con el transcurrir de los años, ningún crítico serio, menos dedicado a injuriar que a discernir, más preocupado por el brillo ajeno que por el propio, ha suscrito estas anécdotas ingeniosas. Pero de las muchas refutaciones con que han sido invalidadas, ninguna tan concluyente, aparte de los escasos pero incontrovertibles datos históricos, como el testimonio de la obra misma; porque a través de su estilo y de su talento inconfundibles podemos descubrir al hombre.

La fecundidad en persona

Hacia 1589, Shakespeare comenzó a escribir. Lo hacía en hojas sueltas, como la mayoría de los poetas de entonces. Los actores aprendían y ensayaban sus papeles a toda prisa y leyendo en el original, del que no se sacaban copias por falta de tiempo, de ahí que ya no existan los manuscritos.

Como cada tarde se ofrecía una obra diferente, el repertorio había de ser muy variado. Si la obra fracasaba ya no se volvía a escenificar. Si gustaba era repuesta a intervalos de dos o tres días. Una obra de mucho éxito, como todas las de Shakespeare, podía representarse unas diez o doce veces en un mes. Se conocen actores capaces de improvisar a partir de un somero argumento los diálogos de la obra conforme se iba desarrollando la acción. Shakespeare nunca los necesitó.

Acuciado por este ritmo vertiginoso y espoleado por su genio, Shakespeare empezó a producir dos obras por año. En 1591, cuando el muy católico rey Felipe II pensaba en organizar una nueva armada contra Inglaterra, más afortunada que la primera porque no se botó nunca, compuso las tres partes de “El rey Enrique VI”; en 1594, mientras se miraban de reojo los monarcas de España, Inglaterra y Francia diciendo los tres al unísono “mi hermosa ciudad de París”, completó “El sueño de una noche de verano”; en 1596, año en que Felipe II arrojó de su presencia a una mujer por reír al verle sonarse las narices, compuso la tragedia de “Romeo y Julieta”; en 1600, cuando el duque de Lerma convenció a Felipe III de que trasladase su corte a Valladolid, escribió Hamlet, príncipe de Dinamarca; en 1604, al perder la corona española sus últimos dominios en los Países Bajos, hizo Otelo, el moro de Venecia; en 1606, año en que nacía Felipe IV, sojuzgador de díscolos catalanes, terminó El rey Lear y La tragedia de Macbeth; en 1611, mientras los moriscos, expulsados por Felipe III, se arrastraban penosamente fuera de España, compuso La tempestad.

Aparte de ser un autor fecundo, Shakespeare actuaba en obras propias y ajenas y aún le quedaba tiempo para dirigir su propia compañía y ocuparse de la explotación de los teatros El Globo y Blackfriars, privilegio en extremo rentable que habíale concedido el nuevo rey Jacobo I. Además, no se limitó a triunfar en la escena, en 1593 su reputación como poeta quedó firmemente establecida con la publicación de Venus y Adonis, poema reeditado seis veces en los once años siguientes, algo muy notable para su época.

Más importantes aún son sus Sonetos, cuyo posible contenido autobiográfico ha dado pie a tan infinitas como infecundas interpretaciones. En ellos, por ejemplo, el poeta se declara esclavo tanto de un hombre joven de clase superior, posiblemente el conde de Southampton, como de una misteriosa mujer infiel, la llamada “Dama Morena”, datos que pueden ser por igual veraces como imaginarios.

El último acto

Shakespeare tuvo siempre obras en escena, pero nunca aburrió. Entre 1600 y 1610 no dejó de estar en el candelero con sus príncipes impelidos a acometer lo imposible, sus monarcas de ampuloso discurso, sus cortesanos vengativos y lúgubres, sus tipos cuerdos que se fingen locos y otros locos que pretenden llegar a lo más negro de su locura, sus hadas y geniecillos vivaces, sus bufones, sus monstruos, sus usureros y sus perfectos estúpidos. Esta pléyade de criaturas capaces de abarrotar cielo e infierno le llenaron la bolsa.

A fines de siglo ya era bastante rico y compró o hizo edificar una casa en Stratford, que llamó New-Place. En 1597 había muerto su hijo, dejando como única y escueta señal de su paso por la tierra una línea en el registro mortuorio de la parroquia de su pueblo. Susan y Judith se casaron, la primera con un médico y la segunda con un comerciante. Susan tenía talento; Judith no sabía leer ni escribir y firmaba con una cruz. En 1611, cuando Shakespeare se encontraba en la cúspide de su fama, se despidió de la escena con La tempestad y, cansado y quizás enfermo, se retiró a su casa de New-Place dispuesto a entregarse en cuerpo y alma a su jardín y resignado a ver junto a él cada mañana el adusto rostro de su mujer.

En el jardín plantó la primera morera cultivada en Stratford; a su mujer legaría “la segunda de mis mejores camas, con su guarnición”, en testamento firmado con mano temblorosa y espíritu aún jovial. Murió el 23 de abril de 1616 a los cincuenta y dos años, pocos días después que otro genio de su misma talla, el también inmortal Miguel de Cervantes.

Alejandro Montiel en: “Grandes biografías”

Grupo Editorial Océano

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