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Domingo 13 de abril de 2014

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Cultural El Duende

En ángel indio

13 abr 2014

Fuente: LA PATRIA

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Niño indio, aquel día en que decidiste navegar entre las nubes, subiendo a la cordillera con tu totora bajo el brazo, nadie, sino tu perro lanudo que cuidaba las ovejas, se dio cuenta de ese propósito. Tomaste la senda muy de mañana, cuando tus padres se iban de labranza, sin saber que tal vez ya no te verían más. La mañana te recibía –con todo lo que ya conocías hasta la franja de la carretera con su aliento frío, punzante como la paja brava que te salía al paso. Manadas de ovejas y llamas se desplazaban por la serranía, en busca de pasto fresco. El lago, despejando el cielo, se extendía como un manto salpicado de totoras. Desde ahí arriba tú lo divisabas sintiéndote crecer alas, listo para el vuelo. ¡Pilpintus!, gritabas a las mariposas que revoloteaban, ebrias de sol, junto a las flores de los cactus.

Niño indio, el cielo se te abría azul e inmenso como el mar que no conoces. La montaña se agrandaba a tu paso, mientras te perdías entre la bruma que parecía descender a tu encuentro. Algún pastorcillo te saludaba con su ¡Yule!, en los labios, y tú continuabas ascendiendo. La quena solitaria de un arriero avanzaba por la senda que seguías. Tolvaneras de viento se enzarzaban con los matorrales. Las nubes, blancas como los vellones que escarmenaba tu madre, se arremolinaban en media cumbre de la cordillera.

Pronto el cansancio hizo que te sentaras sobre una piedra. La oca cocida endulzaba tu boca, al tiempo que descubrías el suave placer de un cóndor lejano. La inmensidad de la puna se extendía a tus pies. Cuando de las oquedades sacabas la nieve escarchada, el salto de la vicuña atrajo tu atención. Frágil como la bruma que rodaba, la viste perderse entre las rocas; entonces, te pusiste a buscarla tenazmente, hasta que la encontraste en una especie de aprisco que cobijaba una tropilla de vicuñas. Fue inútil el sigilo que puso a tus movimientos, porque en cuanto sintieron tu presencia todas se deslizaron cuesta arriba.

Las pisadas del viento ululaban entre las grietas y la paja brava, trayendo, desde algún lugar de la montaña, un dulce coro de quenas y zampoñas, acompasadas por su vibrante tamboril. Niño indio, aguzando el oído persiguió la melodía que a veces se perdía y reaparecía libre al viento. Las vicuñas, sigilosas, se internaron en un estrecho desfiladero, indudablemente atraídas por la música. Niño indio, aunque no las habías visto, hiciste lo mismo. La música se escurría nítida en su ancestral tonada, sembrando sus notas en la quebrada que, ahí abajo, se mostraba como una catedral de rocas, mientras arriba, las nubes, como una muelle bóveda, parecían desperezarse, aguardando tu llegada.

Azul y oro, el sol se bañaba en el lago sagrado. Niño indio, una nueva sonrisa iluminó tu rostro cuando descubriste la presencia de las vicuñas. Con alas de bruma, las zampoñas soplaban su tonada. Por la misma senda, percibiste la presencia de un zorro y, entonces, ¡Kamage!, gritaste como queriendo alertar a las vicuñas que permanecían subyugadas por la música. El sabor de la montaña te penetraba a los pulmones. La tierra gredosa brillaba con el rocío matinal, mostrando la huella de los años en la tierra. ¡Kamage!, repetiste, al tiempo que las zampoñas, cambiando de ritmo, sollozaban un triste yaraví. Niño indio, estabas en presencia de un rito milenario que se elevaba en la evocación de tu raza. La quena contaba sus penas y, así, sin darte cuenta, penetraste en el éxtasis de las vicuñas que ahora te daban la bienvenida con el brillo de sus ojos; todo eso era tan natural que muy pronto te diste cuenta que estabas casi al límite de las nubes más bajas. Tu vista llegaba a su fin. Pedazos de nubes rodaban y jugaban con el viento que las empujaban.

–Niño indio –te dijo de pronto el zorro–, aquí no tienes nada que temer.

–¡Kamage! –salió tu sorpresa y, ya sosegado, depositaste tu totora en el suelo. Las nubes se estiraban y gruñían, animándote a la subida; “¡Adelante, ángel mío; coge tu totora!”

– ¿Puedo saber qué haces aquí? –te preguntó el zorro.

–He venido a navegar en las nubes –respondiste, con plena convicción.

–¿En esa totora?

–Sí.

–¿ Y no te parece muy pequeña?

–Yo también soy pequeño.

–Niño indio –aleteó un cóndor, frenando su vuelo– las nubes no te aceptarán si no tienes alas como yo –dijo luego, extendiendo la maravilla de sus plumas.

–Ellas me llamaron.

–¿Las nubes? –el cóndor.

–Seré como ellas.

–¿Y vas a navegar con esa tu totora? –el zorro.

–Sí.

–Pero las nubes nunca están quietas, ¿cómo llegarás a ellas? –inquirió una de las vicuñas.

–Cierto, nunca –repitió el zorro, sonriente.

–Eso lo sé bien yo –el cóndor dio unos pasos, torpes, tratando de equilibrarse en sus alas.

–Nada se detiene nunca –una lagartija verdeamarilla, que se hallaba camuflada entre las piedras, sacó la lengua bipartida al hablar.

El cóndor empezó a sacudir sus alas y correr para levantar vuelo. “Te esperaré entre las nubes”, dijo, al subir por los aires. Las zampoñas y la quena parecían seguir su vuelo con una nueva melodía indígena que impregnaba de aguayo y arcilla todo el ambiente.

–¿Y dónde están los músicos? –preguntaste, entonces, extrañado de no verlos por ningún lado.

–Nadie lo sabe –dijo el zorro.

–Tal vez los músicos ya no existen y sólo haya quedado su melodía que el viento ha traído a este lugar –explicó la lagartija–: Yo la oigo desde que nací y pienso que seguirá así hasta que el viento decida llevársela a otra parte.

–Sí, nosotras antes la escuchábamos cerca del valle, al otro lado de la montaña y, después, desapareció totalmente –dijo la más vieja de las vicuñas.

–Bueno, yo les puedo decir que seguirán aquí mientras todos nosotros continuemos viviendo en paz –afirmó la lagartija.

–Es verdad, niño indio –el zorro, dispuesto a marcharse.

Las nubes, plomizas y blancas, volvieron a sacudirse, como con un gruñido de satisfacción, cuando volviste a colocar tu totora bajo el brazo. Las vicuñas se dispersaron llevadas por la música, como queriendo aprovechar al máximo esa oportunidad de paz que pregonaban las quenas y el tamboril. El zorro levantó su cola en señal de despedida, corriendo luego tras de sus ocasionales compañeras. Así, con una melodía más alegre, quedaste frente a la lagartija.

–Me voy, tengo que continuar subiendo –le dijiste, sin perder de vista el ascendente vuelo del cóndor.

–Que el espíritu de la montaña y nuestra madre tierra, Pachamama, colmen tus deseos –dijo la lagartija y se perdió· entre las piedras.

Niño indio, a medida que subías por la senda que te señalaban las nubes, la música te llegaba con toda nitidez. A ratos el viento se integraba a esa melodía, silbando su canto lúgubre de siempre. El aire se enrarecía mientras trepabas por los riscos que se interponían a tu paso. Súbitamente, todo cambió para ti cuando te recibió una luz extraña., fragmentada en infinitas gotas. Estabas justo en medio de un maravilloso arco iris que se formaba en el seno de la primera nube en que penetraste. La iridiscente luz espolvoreaba con su aliento esa parte de la montaña. Tus pasos eran más ágiles, casi alados en el esplendor del paisaje y de la música que no cejaba en su empeño por seguir tus huellas. Siluetas de cóndores se deslizaban al infinito. Ahí estabas, al fin, niño indio, comprendiendo el llamado de las nubes. Al dejar libre a tu totora, ésta se dilató y creció, poniéndose a tu alcance. Y así fue como, al dar el primer paso para embarcarte en ella, tus pies se confundieron con las nubes que se extendían como una blanca sábana. Liviano y deletéreo entraste a formar parte de ese mundo, cada vez más consciente de los mil secretos de tu raza, cuya voz percibías en murmullos claros y seductores. Ahora conocías la inmensidad de tu heredad. Estabas por encima de los hombres y de las cosas... alguna vez, un niño imaginativo como tú al elevar la mirada al cielo, te descubrirá surcando las nubes, blanco y tenue en tu frágil totora.

Adolfo Cáceres Romero. Oruro, 1937.

Profesor, narrador y crítico literario.

Fuente: LA PATRIA
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