Jueves 11 de febrero de 2010
ver hoy
Corre apresuradamente el segundo mes. Con el año escolar volvieron a poblarse las calles de mandiles blancos y una rumorosa algarabía de voces juveniles se difunde por todas partes. Parece que con ellos la vida hubiera recobrado su imagen y ritmo natural. Sin el compromiso con ese cotidiano afán, tal vez nos sentiríamos un poco vacíos. De allí emerge el sentido trascendente de la vida.
Esa impresión es de la población urbana; algo diferente sucede en las apartadas comarcas de tierra adentro. También allí hay escuelas, pero con una vida institucional más silenciosa, más recogida. De todas formas, lo común es que los niños y los jóvenes constituyen para los padres un deber irrehuible. Otro tanto significa la educación en general para el país. Por eso las Constituciones no dejan de anotar que es “la suprema función del Estado”, aunque en los hechos no lo sea.
Se inauguró la gestión con cierta solemnidad. El Ministro del ramo, hasta el propio Presidente, se despacharon con sendos discursos. Cualquiera diría que sólo eso era necesario para que todo el aparato del “sistema” se encamine. Sin embargo, mantener abiertas las escuelas y colegios no es sino una apariencia externa de normalidad. Ver un poco por dentro sería otra cosa. Nadie se atreve a preguntar cómo se enseña y qué aprenden nuestros hijos. Con que se dicten clases, parece ser suficiente.