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Domingo 30 de marzo de 2014

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Cultural El Duende

EL MÚSICO QUE LLEVAMOS DENTRO - Responsable: Gabriel Salinas Padilla

Ser músico en Bolivia

30 mar 2014

Carlos Rosso

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Segunda parte

En los días siguientes a mi llegada de Polonia empecé a trabajar en la Universidad Católica en La Paz. Allí, gracias a la sincera bondad y al apoyo de monseñor Genaro Pratta, Rector de la Universidad, materialicé mi primer proyecto para vivir en Bolivia. Formar un grupo de jóvenes que sean como los aprendices de los pintores del renacimiento. –Le comenté a Villalpando, hacer un equipo de líderes de nuevos movimientos musicales para Bolivia– insistí.

Él recogió la idea con entusiasmo y rápidamente se unió al proyecto. Estábamos felices, teníamos quién nos apoye y, entonces, empezaron a aparecer los futuros estudiantes a los que seleccionamos, entre muchos, como escogiéndolos para una aventura heroica y sin retorno. Así se formó el Taller de Música en la Universidad Católica. Eran ya los años setenta y las turbulencias políticas y sociales en Bolivia no parecían tener solución ninguna, y ahí estuvimos con Villalpando aprendiendo o enseñando música –quién lo sabe– y diciendo que es en Bolivia donde hay que vivir. O “vivirse” como diría Villalpando con ese su tonillo festivo, inventando palabras como si tal fuera.

Nuestro entusiasmo no conocía límites, estábamos seguros de estar cavando surcos que irritaban a la necedad circundante, pero la firmeza de nuestras proposiciones pedagógicas no parecía arredrarse ante las circunstancias que, a veces, eran adversas. Pero el proyecto era bueno y había que seguir. Y seguimos pese a todo.

Han pasado muchos años –más de veinte–, los recuerdos se mezclan en mi mente y en la bruma de la lejanía me veo entre júbilos, desavenencias, malos ratos, buenos momentos y esperanzas (siempre esperanzas, así de “cursis y dulzonas”, si se quiere). A mi alrededor próximo y remoto he visto pasar a los “muchachos” del Taller de Música, algunos con rostros sorprendidos, otros –los menos osados– buscando nuevos horizontes fuera de Bolivia; otros vacilantes por su atasco en el camino y alguno haciéndole frente a la empresa maravillosa de vivir en Bolivia. ¿Será que, a veces, la juventud es incapaz de seguir el ritmo de su tiempo? Yo creo que así como la naturaleza tiende a la vida, la vida tiende a la fuerza y ante ella se inclina.

Ya luego los perdí de vista a todos, me fui a Italia como para cumplir un deber espiritual conmigo mismo, tratando de sobrellevar con dignidad mis propias angustias interiores. Y ahí quedaron los once músicos formados en el Taller.

El tiempo decantaría luego lo que aquella experiencia había significado. Creo que los resultados están ahora a la vista y, cavilando en los recuerdos, sólo me queda admitir cuán falsa es esa mezcla entre la inteligencia y la ingenuidad, que da tristeza constatar la impostura y el vacío, que nada es casual, nada gratuito. Al final todo se sabe y, a fuerza de seguir viviendo, vamos incluso con ganas de desandar el camino, como para agregarle algo a lo vivido y tratar de cambiar un gesto, una palabra mal dicha o mal comprendida, para aumentar aunque más no sea un segundo al tiempo vital que nos fuera concedido.

Lo que digo aquí téngalo quien quiera como quiera, pero así lo siento y por eso lo escribo. Por mi parte, he aceptado la vida como viene, con sus fastos y sus angustias; por eso celebro las fiestas según van llegando y no he de sustraerme a la tentación de decir que me siento orgulloso de haber creado ese “Taller para la Música”, como alguien lo llamó por ahí. Luego de tantos años, el recuerdo se me hace grato, muy grato. Y más aún ahora que estoy a punto de culminar, con éxito, otra aventura parecida que permitirá que se gradúen más músicos, también por la Universidad Católica y con los mismos miedos y esperanzas, pero con la fuerza aquella ante la cual la vida se inclina.

Pero en los años setenta, también emprendí mi segunda aventura “para vivir en Bolivia”. Conseguí apoyo para crear la Orquesta de Cámara Municipal, primero con unos pocos músicos y mientras el público se decidía a ir a los conciertos, aumentaron los músicos y la orquesta mejoró técnicamente hasta llegar a una calidad francamente respetable. Esto me impulsó a crear una segunda orquesta, la Orquesta Juvenil de La Paz, que fue una experiencia singular con sorprendentes resultados. Eran como cincuenta músicos, casi niños, que aparecieron, de pronto, para participar entusiastas en el proyecto: todo salió tan bien que hasta nos permitimos hacer una gira de conciertos por Venezuela, Colombia y Perú, una empresa singular para Bolivia, y con buenos resultados musicales por añadidura.

No, don Humberto Viscarra, no me fui de Bolivia ni me iré tampoco, no me asustan ni la mediocridad ni la impostura, simplemente las despreció. Tampoco me asusta el olvido. Sé bien que no se puede hacer todo lo que se quiere. “Se quiere y se vive, que son dos cosas diferentes –nos dice R. Roland–. Hay que hacer lo que se puede, lo demás no depende de nosotros”. Yo no me he cansado de seguir queriendo y seguir viviendo: viviendo en Bolivia, y conviviendo, así, con culturas de dignidad metafísica y de una magnitud espiritual sorprendente. Así le he dado un sentido ético a la aventura espiritual que me propuse cuando decidí ser músico.

Ahora ya no importa cuán difícil haya sido la aventura. Puede ser que las obras no coincidan exactamente con las intenciones, lo que importa es la tarea pertinaz y el no cansarse de seguir haciendo: confesando las prisas y las urgencias, queriendo irse pero quedándose siempre, empezando cada día de cero si es preciso y viviendo las carencias con dignidad y altura. Es un bien hacer del alma y del espíritu; no me parece poco. Además, se sabe que la música es la patria ancestral de toda espiritualidad sensitiva –cosa de bienhada dos. Así entiendo, finalmente, la con ciencia moral de ¡ser músico en Bolivia!

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