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Domingo 30 de marzo de 2014

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Cultural El Duende

Nuestra América

30 mar 2014

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Un bonito día del siglo XIX, el francés Michel Chevalier amaneció con la ocurrencia sin igual de que esta parte de América debía llamarse, de una vez y para siempre, Amérique latine. Y ahí estamos. Desde entonces, y sin que quepa duda o sonroja, algunos de nosotros se consideran latinos y se identifican así, como un gueto, cuando se encuentran los domingos en un parque de USA para comer algo parecido a las salteñas.

El propósito francés al nombrarnos de esta hilarante manera se veía a las claras desde un primer momento: incorporar a Francia a esta comunidad inmensa de indios, españoles, portugueses, africanos y algo de franceses, que hasta entonces se llamaba, simplemente, América española. El vínculo entre todos debía ser el origen de la cultura occidental.

Seguramente desde un principio se armó el debate: ¿Cuán cierto era el bautizo? Si nuestro origen era latino, pues entonces era también greco, y en vez de latinos podíamos llamarnos, sin rubor, grecolatinos, así de paso incorporábamos algunos países más a nuestra comunidad. Pero Chevalier pensó que Latino América era suficiente y allí trazó su raya en el pasado cultural. Fue una estupenda idea para su tiempo, capaz todavía ahora de inflar el pecho a los hombres con pretensiones de amante latino, pensando a ratos en Marcelo Mastroiani o en Alain Delon. En Venecia.

Para colmo, en el último cuarto del siglo XVIII se fundó Estados Unidos sin nombre propio y, sin más, se apropió del nombre de toda esta América. Es decir: del continente entero: Estados Unidos de América. Esa fue otra avivada sin igual de aquellos tiempos. Como “Estados Unidos” no es un nombre propio, pues no dudaron en echar mano al nombre de todo el continente. Desde entonces, hasta ahora, ellos son los americanos para todo el mundo. Todos los demás son centro americanos, sur americanos, y a los mexicanos se les hace muy difícil explicar que son norteamericanos pero que hablan castellano y son católicos. Ese bautizo sin nombre desató, a la vez, un proyecto de imperio que se sintetizó en una frase de terror: América para los americanos.

Todo nuestro continente adolece de problemas apenas llega la hora de ser nombrado. Cuando en el mundo se dice América, se piensa en el país que se quedó con el nombre. Cuando se dice Latino América, los quechuas, los aimaras, los guaranís, los araucanos, piensan que otra vez nos hemos olvidado de ellos. ¿O ellos también son de origen greco-latino? Y con el paso de los años, el problema se ha complicado mucho más, porque toda esta América contiene chinos, judíos, árabes, eslavos y demás familia de otras culturas y hasta de otro manto civilizatorio, y ya presenta un claro perfil de reserva étnica de la humanidad entera. A mí me alegra la noticia, no sé tú...

José Martí, el cubano criterioso que tanto gusta citar Fidel, dice que para nombrar a toda esta América que se extiende a partir del río Bravo, se debería decir sencillamente Nuestra América. Es una buena opción, creo yo sin mayores cargas. Es un nombre que emerge de la realidad histórica y del mismo corazón: Nuestra América. Mientras Estados Unidos del norte se fundó sobre el símbolo de la fábrica, esta otra América se fundó y uniformó sobre el símbolo de la iglesia. Una América barrió con los indígenas y otra generó el mestizaje y castellanizó. La América de la fábrica quiere atrapar el futuro y la América de la iglesia no se cansa de recuperar el pasado. Son dos líneas histórico-temporales: la lineal, propiamente, que va de cero al infinito, y la cíclica que se muerde la cola incansablemente. Desde siempre que no nos parecemos, ¿verdad? Time is money versus vuélvase mañana pasado…

Pero en la diferencia está el gusto. Inclusive en los matices. Bolívar generó más de un problema mientras solucionaba el tema de la fundación de las repúblicas y afirmaba que su ideal era una patria grande. Iluminado por las ideas sin par del siglo XVIII francés, motivado esencialmente por la gran figura –aunque más bien pequeña de físico- de Napoleón Bonaparte, se lanzó desde Puerto Griego hasta el Cerro Rico de Potosí con el sable por delante. A su caminó sembró independencia y fronteras que, con el tiempo, buscarían resolverse a cañonazos. El resultado de esa historia estructural son los entuertos que, está visto, no dejan que integremos nuestra América. El problema radica, sin embargo, en que todos estos países no pueden vivir dándose la espalda porque son sencillamente complementarios. Esto mismo afirmó Víctor Paz cuando las comunicaciones se realizaban vía telegrama. Lo cierto es que se advierte la validez del concepto ahora más que nunca: unos necesitan de los otros, esa es la verdad. Y también viceversa.

El fallo del Tribunal de Justicia de La Haya ha puesto en evidencia lo que muchos se temían: que nuestra América, con todo su pasado, aunque haya sido castellanizada y evangelizada con mucho esmero, se explica más en las diferencias que en las similitudes. Debido a esta razón, quizás haya llegado el momento de substituir el anhelo de una sola patria de Bolívar por el de la simple asociación. Lejos de buscar que una única bandera flamee en el cielo americano, se tendrá que trabajar para desmontar los tantos escollos que no permiten que los pueblos hagan comercio con fluidez. Si se logra que no quede problema histórico sin resolver, estos pueblos exigirán que todas las economías se complementen con el simple propósito de mejorar la calidad de vida. Nuestra América –nuestro prado, decía también Martí- es un espacio enorme donde es posible, todos lo saben, ser feliz.

Gonzalo Lema

Tarija, 1959. Novelista y narrador.

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