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Domingo 30 de marzo de 2014

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Revista Dominical

Un aparapita para la Pachamama

30 mar 2014

Por: Víctor Montoya - Escritor

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El aparapita era un hombre taciturno y estaba casi siempre callado, como si escondiera un insondable secreto en el fondo de su alma. No tenía familia ni hogar, por eso dormía donde le pillaba la noche, después de haber bebido hasta no poder más.

Su aspecto era como el de cualquier otro aparapita; tenía el rostro sucio y lleno de cicatrices, el pelo desgreñado y una rala barba en la perilla; su indumentaria, confeccionada con todo tipo de materiales remendados con hilo, cordel, lana, cable eléctrico, cordón de zapatos o tiras de cuero, parecía curtida por la mugre, la grasa y el polvo; sus zapatos, envejecidos de tanto bajar y subir por las calles de la ciudad, apenas tenían suela y estaban remachados a la altura del empeine con alambres y ganchos.

Sus únicos bienes, con los que se acostaba y despertaba todos los días, eran un saquillo de yute, una soga de cinco metros y una bolsa nylon para cubrirse de la lluvia. Por las mañanas, su ración hasta el mediodía era una cuarta libra de coca y una botellita de alcohol puro, que él se lo metía entre pecho y espalda antes de irse a la feria popular de la Ceja, donde llegaban los camiones para descargarlos y donde pululaban los comerciantes que, una vez que compraban a buen precio los productos agrícolas de los mayoristas, pedían a los aparapitas cargar sus enormes y pesados bultos sobre la espalda, olvidándose que son seres de carne y hueso, así se ganen el plato de comida como si fuesen bestias de carga.

El aparapita se paró en una esquina, a la espera de que alguien lo abordara y le pidiera cargar sus bultos. No pasó mucho tiempo, hasta que una chola de mediana edad, vestida con ropa elegante y forrada con joyas de fina orfebrería, se le acercó por el flanco y, enseñándole una sonrisa salpicada en oro, le preguntó:

–¿Quieres ganarte unos pesos?

–Sí, señora –contestó en voz baja, casi inaudible.

–Entonces llévamelo aquel bulto –le dijo, señalándole el lugar donde estaba un gangocho lleno de papas y cereales.

–Sí señora –repuso él, sin despegar la mirada del suelo.

Al cabo de un rato, ajustó la soga alrededor del gangocho, se sentó en el suelo, ciñó la carga contra su espalda y anudó los cabos de la soga a la altura de su pecho. Aspiró a pulmón lleno, se apoyó sobre una mano y, dejando escapar un “¡Uf!” por la boca, se levantó con el rostro fruncido por el esfuerzo.

–Por aquí –dijo la señora, indicándole el camino.

Él se limpió el hilo de coca que le corría por la comisura de los labios y se puso en marcha siguiendo los pasos de la señora. A ratos, bajo el enorme peso de la carga, parecía hacer equilibrios para evitar los desniveles de la acera, ya que un traspié podía traerle consecuencias graves, como lesionarse la columna o desgarrarse el tendón de Aquiles.

El aparapita sabía que lo importante era inclinar el tronco hacia adelante, lo demás dependía de su fortaleza física y de las mañas que aprendió durante los años que trabajó como cargador en los mercados Rodríguez, Yungas, Lanza, Camacho y El Tejar, donde, a cambio de unas miserables monedas, cargaba saquillos quintaleros con productos agrícolas llegados de Los Yungas y del Chapare. No faltaban los días en los cuales tenía que caminar veinte cuadras de subidas y bajadas, llevando a cuestas varias sillas a la vez, mesas, camas, roperos y hasta refrigeradores, con un peso que no soportaría ni el lomo de una mula. Lo peor es que al final, se negaban a pagarle lo justo. Y si él les ponía el precio, corría el riesgo de que le echen en cara una sarta de insultos o, simple y llanamente, le griten: “¡Cómo pues tan caro, ni que fueras pues auto, indio de m…!”.

Cuando el aparapita llegó a la casa de la señora, tras haber caminado varias cuadras con el bulto sobre la espalda, lo primero que le llamó la atención fueron los lujosos muebles que ornamentaban la antesala y las zanjas que se veían a través de la ventana en el extenso terreno del patio.

El aparapita se puso de cuclillas, asentó la base del gangocho en el piso, desató los cabos de la soga y se incorporó con los músculos adoloridos en la espalda, brazos y hombros.

La señora se quitó el sombrero y la manta, le hizo pasar a la cocina y le ofreció los restos de comida que tenía en el refrigerador.

El aparapita actuó confundido por el trato amable que le dispensaba la señora, pues jamás nadie le había invitado a pasar a su concina y mucho menos para invitarle un plato de comida, así fuera del día anterior.

–Sírvete nomás –le dijo con una sonrisa que dejaba entrever su dentadura salpicada de oro.

El aparapita comió en silencio, como si el “k’oñichi” fuera un delicioso manjar. La señora sacó un vaso de cristal de la vitrina y lo llenó con un poco de singani y otro poco de limonada.

–Aquí tienes, sírvete nomás –le dijo, alcanzándole el vaso.

Él cogió el vaso y, sin respirar ni gesticular, se lo vació de un solo trago.

Al poco rato, mientras se servía el segundo vaso, entró en la cocina el marido de la señora; un hombre trajeado como los abogados, de contextura robusta, cara mofletuda, nariz purulenta, cabellera hirsuta y piel oscura.

–¿Cómo te fue en la feria? –le preguntó a la señora, con un tono de mando.

–Muy bien –repuso ella, y añadió–: Ya tenemos todo listo para la “ch’alla” de mañana.

–¡Ajá! –dijo el hombre, se volvió y salió de la cocina.

La señora llenó otra vez el vaso y el aparapita empezó a sentir los efectos del alcohol, hasta que, olvidándose de todo y todos, se quedó dormido en la silla, con la cabeza caída sobre el pecho y los brazos cruzados sobre la mesa.

Ese fue el momento en que los dueños de casa aprovecharon para hablar sobre la “ch’alla” del día siguiente. Entraron en el dormitorio, la señora se sentó en el filo de la cama y dijo:

–Mañana, muy tempranito, vendrá el “yatiri” peruano para “ch’allar” la nueva construcción. Ya le pagué por adelantado.

–Está bien –dijo el hombre que permanecía de pie, cerca del dintel de la puerta.

–Quiero que esta vez, además de tributarle a la Pachamama alimentos, bebidas, hojas de coca, alcohol y otros, sacrifiquemos también a un ser vivo.

–¿Cómo así? ¿Te refieres a sacrificar una llama, un cordero o un perro de la calle?

–No seas zonzo –reprochó ella, meneando la cabeza y frunciendo el ceño–. Como ahora la construcción del nuevo edificio nos saldrá más costosa, lo mejor será sacrificar una vida humana en honor de la Pachamama, para que ella se quede satisfecha y a nosotros nos vaya bien en todo.

–¿Y en qué vida humana estás pensando? –preguntó el hombre–. No me dirás que en el aparapita...

–Y en quién más pues, zonzo –contestó la mujer, como si ya todo lo tuviera planificado–. En vez de que se muera como un perro en la calle y un carro basurero lo tire en algún terreno baldío, lo mejor será dárselo a la Pachamama.

–Tienes razón –corroboró el hombre–. Su cuerpo sacrificado, junto con la coca y el alcohol, será bien recibido por la Pachamama. Peor sería que el aparapita se muriera después de ir a uno de esos antros clandestinos, donde algunos deciden acabar con su vida por voluntad propia. Dicen que se hacen encerrar en un cuarto, con la puerta asegurada con candados y cadenas por afuera, con varios litros de alcohol puro, que ellos toman hasta morir y terminar con el cuerpo tirado en la calle.

–Así es, pues –dijo la señora–Los aparapitas, que beben y beben de manera autodestructiva, como si quisieran arrancarse el alma del cuerpo, son hijos de nadie y basuras de la ciudad. Nadie sabe quiénes son ni de dónde vienen. Aparecen y desaparecen de la ciudad sin dejar rastro alguno. Nadie reclama ni siente pena por ellos. Por todo eso, no está mal que a este aparapita le demos como ofrenda a la Pachamama. Él mismo, algún día, nos lo agradecerá desde el más allá. ¿Qué te parece?

–¡Me parece bien! –repuso el hombre, a tiempo de aflojar el nudo de su corbata–. Entonces mañana lo sacrificaremos después de “ch’allar” la nueva construcción, pero esto quedará como un secreto sólo entre nosotros y los albañiles...

Al día siguiente, cuando el “yatiri” peruano y los albañiles ingresaron al patio, donde debía celebrarse la “ch’alla” de la nueva construcción, el aparapita fue despertado por las voces, se levantó de la silla y, desconcertado por no saber qué hora era ni dónde estaba, se dispuso a marcharse de inmediato, pero los dueños de casa le dijeron que se quedara un ratito más, porque le tenían preparado un suculento “fidius uchu”. El aparapita volvió a sentarse, comió el “fidius uchu” relamiéndose los dedos y se sirvió otro vaso de singani con limonada que, en lugar de mitigarle su “ch’akiy”, le subió otra vez a la cabeza.

El aparapita, a poco de chispearse y perder la cordura, pidió más singani para beber. Los dueños de casa aprovecharon el pedido para preparar un “trencito” en una bandeja de plata, con ocho copas que contenían una variedad de bebidas alcohólicas, unas más fuertes que otras. El aparapita vació las copas con la ansiedad de un beduino en el desierto, hasta que perdió el conocimiento y se quedó dormido en un rincón de la antesala, encima de un camastro preparado con cueros de ovejas.

El “yatiri” peruano, un hombre que tenía la facultad de leer el destino de los hombres en las hojas de la coca, preparó todo lo necesario para iniciar el ritual mágico-religioso de la “ch’alla”, rodeado por los dueños de casa y los albañiles que, sentados sobre unos ladrillos apilados, estaban listos para seguirle al “yatiri” en la ceremonia, que los conquistadores quisieron extirpar de la tradición andina por considerarla diabólica, sin considerar que el “yatiri”, además de mantener el equilibrio entre lo conocido y lo desconocido, entre lo palpable y lo impalpable, es una suerte de médium en la cosmogonía andina; conocedor de la naturaleza, la vida y la muerte.

El “yatiri”, portador de las creencias y la sabiduría ancestral, que se conservan en la memoria colectiva y se trasmiten por medio de la tradición oral, distribuyó un puñado de hojas de coca a cada uno, para empezar con el “acullico”, a manera de integración e intercambio entre los presentes en la ceremonia.

No dejó pasar mucho tiempo y se acomodó en su lugar para predecir el futuro del edificio mediante la lectura de la coca. Las hojas fueron lanzadas al aire una a una y una a una cayeron sobre el “tari”. El “yatiri” leyó el mensaje y dijo:

–Les irá bien en la construcción y el edificio les dará muchos beneficios–. Luego miró la hoja que cayó a un costado, la señaló con el dedo índice y añadió–:Esta hoja me dice que una persona vivirá como condenada en el edificio…

Todos se miraron a los ojos, en silencio, y nadie dijo nada.

Pasado un tiempo, el “yatiri”, como atrapado en un estado de trance, cerró los ojos, levantó las manos y rogó al “jach’a ajayu”, y a las deidades que habitan en las casas y velan por el bienestar de la familia, proteger a los albañiles durante el proceso de la construcción del edificio. Asimismo, pidió que atraigan sobre sus dueños toda clase de bienes y venturas materiales y espirituales, alejándolos de los maleficios de los “layqas”.

Después, como parte central de la ceremonia, preparó la mesa blanca, con bebidas y comidas, que debían ser compartidas, en reciprocidad y gratitud, con las divinidades andinas, lo mismo que la quema de la “k’oa”, que se consumía poco a poco en el fuego, echando un humo denso y colorido. En palabras del “yatiri”, el humo de la “k’oa”, integrada por “sullus”, sangre, hierbas aromáticas, confites y otras esencias, debía llegar hasta los seres tutelares, quienes lo recibirían para aplacar su sed y su hambre.

Durante la “ch’alla” de la nueva construcción, los presentes se sirvieron chicha, cerveza y aguardiente, no sin antes rociar algunas gotas en el suelo, congraciándose con la Pachamama, los “achachilas” y los “apus”.

Antes de que la “k’oa” dejara de arder, los albañiles se levantaron y vertieron chicha, vino de “ch’alla” y alcohol blanco en las esquinas de las zanjas, donde estarían las zapatas y los pilares del nuevo edificio. Los dueños de casa, por su parte, arrojaron serpentinas y confites sobre las herramientas y los materiales de construcción.

Al final, los oferentes, convencidos de que sólo quien da puede recibir, brindaron con cerveza y chicha, mientras se servían un asado de chancho, con “llajwa”, mote y papas blancas.

Pasado el mediodía, la “ch’alla” estaba concluida. El “yatiri” peruano se colgó su “wallqepu” al hombro, se despidió de los presentes y, tras sorber la última copa de chicha, se fue por donde vino…

Esa misma tarde, los albañiles se pusieron manos a la obra, encendieron la maquina mezcladora, en cuyo interior vaciaron los sacos de cemento y, simultáneamente, vertieron la suficiente cantidad de agua y arena. Luego procedieron a la elaboración del mezclado, con el fin de alcanzar un resultado homogéneo de todos los componentes, listo para vaciar el cimiento del edificio.

Mientras esto sucedía en el patio, los dueños de casa se dieron a la tarea de despojarle al aparapita de sus ropas andrajosas, para posteriormente vestirlo con un traje nuevo de bayeta de tierra, camisa de cuello almidonado, corbata con estampas floridas, cinturón de cuero y zapatos de industria italiana; es más, le lavaron la cara, le afeitaron y le peinaron antes de ponerle el sombrero petitero.

El aparapita estaba tan borracho, que no se dio cuenta de nada. No despertó ni siquiera cuando los albañiles y los dueños de casa le sacaron al guanto hasta el patio, donde lo dejaron dormir otro rato, de espaldas y con la cara hacia el sol.

Cuando la mezcla tomó la consistencia necesaria, ésta fue transportada en carretilla hasta uno de los ángulos de noventa grados de la zanja, donde metieron el cuerpo del aparapita, doblado en dos, en una profundidad de aproximadamente un metro y medio de excavación y justo allí donde quedaría empotrada la primera zapata del edificio.

A las pocas horas de haberse realizado el vaciado, junto con las piedras de diferentes tamaños que arrojaron en la zanja, el cemento amasado fraguó con el calor del sol, endureciéndose como un material de consistencia pétrea.

El aparapita, que fue enterrado vivo, no dejó huellas de su existencia, desapareció entre piedras, arena y cemento, como una zapata anclada en el terreno y como si su cuerpo hubiese estado destinado a sostener el peso de la estructura del edificio que, según los presagios del “yatiri”, no se vendría abajo como un castillo de naipes, así fuese embestido por un huracán o sacudido por un terremoto, porque los dioses tutelares del mundo andino quedaron satisfechos con la “ch’alla” y la “k’oa”.

Los albañiles continuaron con la construcción, levantando pilares de cemento y paredes de ladrillos, hasta que, unos meses más tarde, conforme al contrato firmado con los dueños de casa, la obra gruesa y fina estaban terminadas, pero los albañiles, conscientes de que el edificio no sólo era para demostrar el poder económico de los dueños, sino también para que éstos se distingan entre los vecinos, remataron su trabajo con la construcción de un chalet de lujo en la planta alta, donde los dueños de casa “ch’allaron” en grande, con jarana y banda de músicos incluidas, como si la Pachamama estuviese también en la terraza del lujoso edificio.

La fusión de estilos y de materiales tanto nativos como importados, hicieron que el edificio sea el más llamativo de El Alto. En la fachada se emplearon elementos exclusivos, como vidrios polarizados, techos americanos, balcones de estilo barroco y suntuosas decoraciones hechas con colores vivos, piedra laja y mármol alabastrino. Sus caprichosos diseños, que parecían arrancados de los cuadros cubistas y surrealistas, llamaron la atención de los curiosos y se convirtieron en la envidia de los constructores poco acostumbrados a la arquitectura “chola” de la ciudad de El Alto.

En las primeras plantas del edificio, por su tamaño y decorado, se instaló un supermercado y una sala de fiestas, que los dueños alquilaban para la celebración de matrimonios, bautismos, cumpleaños, promociones y, sobre todo, para escurrirles su dinero a los pasantes de las fiestas patronales habidas y por haber. Al fin y al cabo, la costosa construcción de la obra debía retribuirles beneficios y ganancias.

Lo extraño es que, desde el día en que los albañiles entregaron el edificio, las personas que estaban solas en su interior, sea de día o sea de noche, escuchaban pasos sobre los azulejos de los corredores y el eco de un lamento que parecía arrastrarse desde el más allá. Algunos incluso vieron el espectro de un hombre elegantemente vestido, con traje, sombrero y corbata, que abría y cerraba las puertas y ventas de los cuartos.

Los dueños de casa, que escucharon hablar sobre este fenómeno desde que se inauguró el supermercado y la sala de fiestas, estaban convencidos de que se trataba del alma en pena del aparapita, quien abría las puertas y ventanas, con la intención de huir del edificio, aunque no se atrevía por el temor a retornar a su vida anterior, que le deparó más penas que alegrías. Tal vez por eso prefería estar condenado dentro del edificio, que volver a la intemperie como un perro sin dueño.

Así es como el aparapita, que todavía aparece y desaparece misteriosamente ante los ojos de la gente, sigue dando mucho que hablar entre los habitantes de la urbe alteña, donde todos sospechan que los dueños de casa lo sacrificaron en honor a la Pachamama, motivados por la creencia de que un edificio de gran envergadura exige el sacrificio de una vida humana para tener un cimiento que resista el peso de la estructura y no se desmorone con el paso de los años.

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