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Domingo 30 de marzo de 2014

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Revista Dominical

Tito Yupanqui, el San Francisco de los Andes

30 mar 2014

Por: Alfonso Gamarra Durana (†) - Miembro de Número de la Academia Boliviana de la Lengua

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Desde hace muchos años, Marcelo Arduz Ruiz es un escritor y poeta de mucha significación en la actualidad boliviana; sin embargo, empecé a conocer sus actividades de investigación por la notable labor que efectuó en cuanto a la historia de la Virgen de Copacabana. Ha escrito infinidad de artículos en libros, revistas y periódicos sobre la devoción mariana promovida desde el santuario del Titicaca, y también sobre la influencia que éste ha ejercido en otros países del continente. Se destaca la posición demostrada de que Copacabana llegó a Río de Janeiro y no como se creía hasta hace algunos años, a la inversa, que el nombre hubiera arribado de esas famosas playas hasta nuestras tierras…

Debo decir, casi confidencialmente, que si yo soy devoto de mi santo preferido, Arduz es creyente en Tito Yupanqui, y por este motivo una explicación busca su lugar entre lectores desprevenidos, que leyendo el título de la obra podrían alegar que no hay ninguna similitud entre nuestro personaje indígena y el fundador de la Orden franciscana. Desde Italia, con sus ideales de santidad el santo de Asís engrandeció la religión católica en todo el mundo, siendo probable que no llegaran a conocimiento de nuestro referido indígena. Eso lo sabe Arduz Ruiz y recarga lo de San Francisco para destacar el nombre de pila de quien pacientemente llegó a modelar la imagen de la Virgen.

Hay en esta escultura una conmovedora crónica que sorprende y deleita, y que sirve para que repitamos una vez más que los designios del Señor son misteriosos y nada previsibles. Si Dios determinó que tres Reyes de Oriente llegaran a postrarse ante un niño nacido en un humilde establo, ¿qué hizo, qué significado tiene, que un monarca de la dinastía inca se haya obstinado en tallar con sus propias manos a la Madre de Dios Hombre? En ambos casos, la realeza, sea exótica o tangible, discurre a fondo para encontrar la divinidad de este mundo.

Desde tiempos inmemoriales existía la predestinación del encuentro: la voluntad sagrada de juntar el lugar bendito con la imagen de la que bendice, pero seguramente al final del resumen que narraré, hallareis el recóndito designio que se ha llegado a establecer en estas benditas tierras.

En 1436 visita Copacabana el Inca Túpac Yupanqui y ordena la construcción del templo al Sol detrás del ídolo de la sirena Kopakawana, y otros dos en las islas del Sol y Coati. El adoratorio al dios Sol se erige, engalanado a tono con las órdenes del inca que parece haber encontrado el lugar más portentoso del imperio, por la luminosidad que irradia el ámbito lacustre e intenso azul de sus aguas. Es la época del inicio del Tawantinsuyo y la fama del lago inmenso y colorido recorre los horizontes.

Unos años después nace Huaynacápac, el hijo del último, que una vez en el poder tiene los mejores propósitos para el lugar, pues deja allí asentados a sus familiares. Con la llegada al sitio de Paullo Topa, el hijo de Guanacápac que se casa con la hermana que se hallaba como vestal consagrada a la adoración del astro rey, mayores ramas del árbol genealógico inca escogen Copacabana para radicar allí, empezando a expandirse la luz de la fe desde esa región.

Pese a que son los días del predominio de las huestes españolas en el Perú, se sabe que estos personajes de la alcurnia indígena gozan de la consideración y aprecio de la corona española. El poderoso Carlos V, regocijado porque los descendientes de Atahuallpa hubieran abrazado el cristianismo, envía un escudo para la casa real de los descendientes de Paullo y les concede las armas orladas con el «Ave María».

Este nuevo linaje sigue con Francisco Tito Yupanqui, que decide tallar la imagen de la Virgen con sus propias manos para despertar la devoción de sus súbditos, aunque ni siquiera sabe qué utensilios emplear para tal propósito. Tampoco sabía qué material ni qué reglas utilizar, si empezar por la cabeza o los miembros. Cuando empezó a modelarla, el escultor se sentía insignificante ante su obra, incapaz del arte que necesitaba.

En Chuquisaca nadie le atendía y en el taller de Potosí su trabajo padeció el marasmo que reprobaba con la hiriente frase de que sólo los españoles podían intentar realizar una obra artística. Más su deseo ofendido se hizo ferviente y para acabar la imagen que tenía ilusionada en la mente, el devoto indígena rezaba; ayunaba y rogaba ante los altares.

En el fondo de sus pensamientos la Virgen no observaba su incapacidad, sino que quería probar la entrega de su devoto elegido. Y prosigue el trabajo sufriendo obstáculos negros, pues cada día al amanecer el material del sustrato se quebraba. Aún así, su pecho se inflamaba con el convencimiento de que el bulto abriría su camino.

Al fin Tito Yupanqui consigue la efigie decisiva. La comenzó el 4 de junio de 1582, empleó generosamente el maguey, madera más liviana que el corcho, uniendo los trozos con pasta negra, para dorarla en Chuquiago. Cuando pasaba el artesano con la obra por Ayo-Ayo, el corregidor de Larecaja aposentado en el lugar, dio un involuntario puntapié al fardo envuelto, y cuando le avisaron del contenido, una fuerza especial le obligó a hincarse y adorar la imagen.

Aquella extraordinaria noche en que la Virgen se mostró «como vestida de sol», fue la víspera del día en que el Obispo concedería la Licencia para la formación de la Cofradía, que coincidió con la conclusión de la santa imagen, dándole el rostro de una típica ñusta andina, con las características de su raza, la piel trigueña y los ojos almendrados.

Y esto produjo «el milagro por el cual un trozo de madera se convirtió en fuente perennal de belleza». Francisco Tito, el de la vida ejemplar, hubiera preferido la muerte a renunciar a su proyecto. Aún maltratado y desamparado, estaba convencido que él era una articulación diminuta del designio sagrado que venía de tiempos pasados. Había superado las aflicciones que se acrecentaron en la expectativa prolongada, al sobrellevar la tortura que se manifestaba en la mezquindad de la inspiración creadora…

México ha conseguido que Juan Diego, el indígena en cuya tilma quedó impresa la imagen de la Virgen de Guadalupe, sea santificado por la Iglesia. Bolivia y Perú ansían ahora que Francisco Tito también sea reconocido y canonizado por haber sido escogido por la Reina de los Cielos para atestiguar su imperecedera belleza.

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