No he podido olvidar nunca aquel inesperado encuentro con Humberto Viscarra Monje. A pesar de mi esforzado intento para sortearlo, cambiando de acera, advertí que me llamaba, que requería mi presencia de manera autoritaria, ineludible. Esa personalidad y ese encuentro eran, entonces, demasiado para mí.
¿Así que usted quiere ser músico?
Sí señor.
Entonces váyase mañana mismo de Bolivia y no regrese nunca más.
¡Sonaba casi a una orden!
Sí señor.
Sentí en extremo el impacto de sus palabras y quedé perplejo. Sentí miedo. Un estado de excitación convulsionó mi espíritu. Quise correr a contárselo a alguien, pero no conocía a nadie capaz de comprender y compartir la fuerte impresión que tal “encuentro” había significado para mí. Debió de haber sido aquella, una de las contadas veces que Humberto Viscarra Monje me dirigió la palabra. Él era Director del Conservatorio de Música y yo un adolescente que estudiaba música, y asunto tan insignificante poco le habría importado a ese caballero tan respetable y con cara de tan pocos amigos, además.
¿Ser músico significaba no vivir en Bolivia?, me pregunté por primera vez. La alquimia de ser músico y ser boliviano: ser músico y encima querer vivir en Bolivia, ser músico y encima ser boliviano, ser totalmente músico y ser totalmente boliviano. ¡Tantas cosas que pensar en ese momento! Una sensación de vacío me invadió de pronto, pero un profundo instinto vital me hizo concebir, y para siempre, el deseo irrenunciable de ser músico y ser boliviano. Así conocí, por primera vez, las temidas angustias de la ausencia... “Todos nosotros en este inmenso país tan nuestro y tan ajeno” escribió, con refinado espíritu, Oscar Cerruto. Estos versos los conocí mucho después y se me antoja pensar que completan los pensamientos y las realidades que debió haber vivido –quién sabe– Viscarra Monje. “Pobre país o pobre yo –insiste Cerruto– Ah, pero el arte es largo, largo. La vida corta y a nadie al final le importa...” Lo cierto es que Humberto Viscarra Monje estudió en París y también en Roma. Hacía siempre gala de una cultura exquisita y se ufanaba de ello en toda conversación banal o atenta. Desde que regresó al país él contribuyó cuanto pudo al desarrollo de una cultura musical boliviana del más alto nivel. Antes del Conservatorio en La Paz dirigió también la Escuela de Música “Man Césped” en Cochabamba. Cuando uno llegaba al Conservatorio era un privilegio escucharlo tocar el piano con un nivel de excepción y llevado por una costumbre curiosa: empezaba a tocar el final de las obras para ver si le salían bien, es decir, como él quería oírlas, para luego recomenzar desde el principio y como el mismo Cerruto diría para sí: “con una copa de tedio o una copa de sueños...” Viscarra Monje fue, así y todo, uno de los músicos más refinados en Bolivia. Años más tarde, cuando regresé de Polonia, luego de haber estudiado en la Escuela Superior de Música de Varsovia, grande fue mi sorpresa al enterarme que mis padres habían tomado en alquiler nada menos que el mismo departamento donde murió Viscarra Monje y, por si fuera poco, me encontré que allí también habían cobijado clandestinamente– a Nilo Soruco, ese indomable trovador chapaco que a fuerza de querer seguir tañendo sus plañideras coplas “revolucionarias” se veía forzado a vivir a salto de mata, de escondite en escondite, a causa de su porfiado deseo de vivir o morir en la “Bolivia libre” que tanto él soñaba. ¡En esa casa tuve que vivir un buen tiempo!
En los turbulentos años sesenta, que tanto habrían de significar para lo venidero, la actividad musical que se generaba en el Conservatorio de Música giraba alrededor de Humberto Viscarra Monje y Gustavo Navarre. Allí me fui a inmiscuir con la intención de aprender música, y así tuve la oportunidad de conocer a estos personajes que han marcado mi vida de una manera tan curiosa a la vez que diferente. Recuerdo bien cuando conocí a Gustavo Navarre en su clase de armonía a la que yo asistí por primera vez allá por los años sesenta. Era él un hombre adusto, pero de fino humor, buen músico, admirador de Brahms; su exigente “oído absoluto” no le permitía escuchar desafinación ninguna. Era severo y no transaba así nomás con nada ni con nadie. Gustavo Navarre era un músico brillante y, pese a tal, vivía en Bolivia. Su manera de ser alimentó mis anhelos. Seguí a Navarre porque el destino inmediato reclamaba que había que seguirlo. Y así lo hice. Era bueno pasearse con él por El Prado de La Paz y hasta bien entrada la noche, cuando el paseo citadino era un lugar mágico, donde no hacía ni frío ni calor y el aire era claro. La vida, aparentemente feliz para mí, transcurría, entonces, entre contertulios con Navarre, sesiones para escuchar música los sábados por la tarde y mis estudios en el Conservatorio. Él se tomó en serio mi deseo de ser músico y de él aprendí algo que nunca he dejado de practicar en mi vida: apoyar y orientar a los jóvenes que, entre la confusión propia de la adolescencia, quieren ser músicos porque sí, por parecerles que ésta es la mejor manera de pasar el ocio contemplativo, sin saber siquiera cuál es el mejor camino para emprender la empresa y qué de piedras tiene el tal camino. Conocer a Gustavo Navarre fue para mí definitivo. Sólo entonces recibí un impulso verdadero para ser músico. Nos devanábamos los sesos conversando acerca de la importancia de ser músico en Bolivia, hablamos de ello varias veces pero él, en ese momento, era un joven talento musical lleno de esperanzas, de fuerza y de unas ganas enormes de hacer música aquí en Bolivia, y como Dios manda. Lo demás, razonado, no parecía importarle mucho. Navarre era sincero en su visión de ese momento y así me lo hizo comprender; así por lo menos lo recuerdo, y de esa manera emprendí, definitivamente, el simple esfuerzo para ser músico.
¿Quién tenía la razón? Todos y ninguno. El talento, el momento y el medio no siempre coinciden y nunca falta la multitud de mediocres interponiéndose entre el bienhacer y la verdad, y lo que debía ser progreso se queda en sueños. Fue siempre así, aquí y allá. ¿Cómo soportarlo?
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