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Domingo 09 de marzo de 2014

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Revista Dominical

Itinerarios de viajes placenteros

09 mar 2014

Por: Gerson Porcel Vargas - Educador y Comunicador

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Viajar entre La Paz y Oruro o viceversa es atroz y muy peligroso, más todavía en las fabulosas “flotas” o “buses” que ofrecen todo al momento de vender sus pasajes y después hay que disculparles sus averías y desperfectos durante todo el viaje, y peor aún cuando ya van tres años de la construcción (o destrucción) de la doble vía altiplánica.

Para comprar pasajes has llegado a la Terminal y ya pagaste demás a un taxista que te recogió de la calle preguntándote “¿a dónde señor?” y si tu respuesta no estaba a la altura de su humor, que es por donde quiere ir por conveniencia, recibes un “no” rotundo; y si ya subiste a su móvil, debes aguantar el olor a pies, el aire cargado y la radio con cumbia mal grabada y de mal gusto, a todo volumen que no te deja escuchar tu llamada de emergencia a tu celular. Llegas a la terminal después de una trancadera feroz, y ese señor experto en manejar por la ciudad no te ayuda a bajar las maletas, no te da el cambio correctamente, te grita si por casualidad golpeaste la puerta que empujaste con tu rodilla porque las manos las tienes ocupadas con el equipaje, te dice alguna grosería y ni te desea un buen viaje.

Entras a la Terminal y el vocerío de enjambre de abejas o zumbar de moscas es insoportable; encuentras a varias señoritas o jovenzuelos gritándote al oído el destino de viaje en el limbo de la hora de salida del bus, te ofrecen buscama o semicama con asientos reclinables, aire acondicionado, calefacción, tv-video, refrigerio y atención personalizada con azafatas en minifalda. “Buscama, tres filas, panorámicoooo”, te gritan. “Ooooruro, Oruro Orurooooo” cantan una y otra vez. Haces una fila de cien personas en 20 metros, llegas a la ventanilla para pedir tu boleto, sacas un billete de Bs. 20 y te dicen que ha subido a 23 y como son los últimos ahora se venden a 30, y si no lo compras, al siguiente le venderán en 50 o en 60 Bs., sin ni siquiera usar el tarifario pegado al vidrio de la diminuta ventanilla que dificulta ver el rostro de la boletera. Ni modo, lo pagas, antes de ti vendieron cinco pasajes a una pareja que llevaba niños y nunca exigieron sus permisos de viaje para trasladar menores. Caminas hacia otra ventanilla para comprar el boleto de uso de terminal, la gente te atropella con sus bolsones, pides un “boletito” con Bs. 10, la señorita de los boletos te extiende un papelito que muy bien lo puedes perder y te tira el cambio de monedas que se derraman frente a ti, te tomas el tiempo para recogerlas y generas molestias en la misma señorita que inició la incomodidad por su falta de cortesía. Miras tu reloj, tienes algunos minutos, cuentas tus cosas, están completas, sientes miedo a que te roben, muchos ladrones han llegado para las fiestas de fin de año y seguirán llegando hasta Carnaval para “afanar” en la gran Entrada de Oruro, respiras preocupado.

Tu viaje es recurrente, es así nomás todos los fines de semana, si tienes trabajo en La Paz y viajas a Oruro para pasar el fin de semana con tu familia. Es una rutina estresante en la selva de cemento que vuelve insensibles a los estresados. Tienes todo listo para viajar (“ah, qué lindo es viajar”, piensas), caminas a la puerta de abordaje y otra señorita te exige el minúsculo boletito que tal vez se te cayó en el trajinar de un lado a otro. Ella tiene un chaleco amarillo, un chicle en la boca y una cadena amarrada en la mano derecha y sujetada a la pared que la estira para detenerte si no muestras tu minúscula factura que te costó 2 bolivianos. Lo muestras y suelta la cadena que debes trasponer por encima, si por accidente tus pies o tus maletas se enredaron en la cadena, inevitablemente se desencadena otra discusión con la “dueña de la puerta”. Entras en el andén, un muchacho vestido a lo wachiturro está sudando su casaca de fútbol metiendo las maletas de los pasajeros al buzón, solo hay derecho a una maleta, si tienen algo demás te cobra Bs. 20 más, “si no pagas te lo bajo”, te dice. “Adelantadito y sueltito nomás”, te repite. Entregas confiado tu maleta, la tienes bien cuidada desde que saliste de tu casa, pero el muchacho muy apresurado la tira en un rincón, cerca del aceite sucio y de las aguas negras, y observas que ponen sobre ella varias bolsas cúbicas de saquillo cuadriculado, “contrabando”, piensas.

El bus tiene varias inscripciones: “Gran crucero, leito, paradiso, de luxe,” y no sabes a qué se refieren esas denominaciones. Miras tu pasaje, dice asiento 30, ventana, está en la parte superior, subes las gradas empinadas, recorres el pasillo tratando de encontrar esas coordenadas, lamentablemente hay doble numeración, no entiendes qué pasa, y si es de noche no existe iluminación adecuada para abordar. Tres mujeres regordetas y un hombre sospechoso ya están dentro de la flota ofreciendo sus productos: sándwich de pavita (pollo que sobró de la noche), sándwich de carnes frías (mortadela) o refrescos para la sed, Coca Cola, Fanta, Sprite, no tienen agua, mucho menos un saludable refresco hervido para tu salud. Papas fritas, tostado de haba, pasancalla de Copacabana, postre (banana frita), galletas a cinco, dos por nueve y tres en catorce, te reparten obligadamente sin compromiso de compra, y si no lo haces se molestan y muestran su peor expresión de malcriadez.

Por fin encontraste tu asiento, es estrecho, la ventana está sudada, piensas que el bus recién llegó y ya lo habilitaron para que viaje otra vez, tratas de acomodarte y justo tu asiento es el averiado, no reclina, dejas tus cosas, sales al encuentro del ayudante que está cargando las cosas, mientras el chofer hace bromas con la boletera, hablas del problema con el conductor y se aproxima otra persona muy molesta con su pasaje duplicado. “Andá nomás en el pasillo”, le dice la boletera, “sino al lado del chofer”, le convence.

El chofer tiene una barriga enorme, las manos quemadas por el sol y unos lentes fotocromáticos que le ocultan sus ojos rojos de trasnoche. No logras cambiar el asiento defectuoso porque la boletera está muy ocupada contando el dinero de la liquidación del viaje. Nuevamente estás en pelea con el asiento y con mucha fuerza lo echas para atrás y lo estabilizas, suerte, ahora podrás dormir. La flota parte con demora de su carril e inmediatamente entra un “controlador de usos de terminal”, grita: “usos de terminal a la manooo” y se olvida las dos únicas palabras mágicas que existen en el mundo: por favor.

Los niños menores de tres años no pagan y las personas de la tercera edad tampoco. Pero encontraron a un viejito que perdió su carnet de identidad, se nota claramente en el cansancio que tiene más de 66 años y el muchacho de chaleco amarillo insiste en que pague o detendrá la flota a la salida de la Terminal, el pobre hombre no podía hablar ni escuchar las advertencias, no por viejito, sino porque el intercomunicador del muchacho estaba a todo volumen y sus ruidos de estática violentaron varios oídos de los pasajeros que protestaron para que el viejito indocumentado viaje nomás.

Otro vendedor a bordo, qué macana. Tiene tiempo para vender hasta que llegue a la ciudad de El Alto, ofrece cadenas de plata e imanes de la suerte, los reparte por toda la flota y chantajea sutilmente; “a todo aquel que compre se le dará un regalo especial (dulces baratos) y buena suerte en el viaje”, dice; y repite: “A los que no lo hagan que la suerte a ver si les acompaña”. En El Alto se espera impacientemente hasta 45 minutos para vender los asientos faltantes. Es un caos, un nido de vendedores, gente que corretea con maletas y maletines, con cajas y cajones, con sacos y saquillos, con bolsas de pollo frito y salchipapas, con niños en la espalda, voceadores que ofrecen pasajes baratos y flotas a medio partir haciendo ademán de salida.

Por fin parte el bus, pero se enfrenta a una trancadera en la avenida 6 de Marzo. El mismo ayudante entra y pide los nombres de los pasajeros y confecciona una lista improvisada que debe entregar en la tranca ¿a quién? No sé, tal vez a Tránsito. El calor es insoportable, dijeron que había aire acondicionado, ¿qué paso? Nadie reclama, pasas la tranca y la gente pide “video”, el muchacho entra y disimula poner una película, con suerte repetirán la misma peli que viste la pasada semana, el pasado mes y el año pasado, si no tienes suerte simplemente no hay video e irás viendo una pantalla azul todo el camino y escuchando música de choferes a todo volumen, porque así le gusta al conductor.

Lees varios stickers en la puerta y la ventana que te separan de la cabina: “la música, el carro y el chofer, son chéveres”, “no pida velocidad, exija seguridad”, “no maltrate los asientos”, “no hablar con el motorista”, “no escupir”, “no comer”, “no fumar”; lamentable, esos anuncios no valen para el conductor que va todo el camino haciendo lo que le viene en gana.

Haces una mueca de ironía. Llegas a Patacamaya después de varios desvíos y barquinazos en el asfaltado experimental y entran dos cholitas más, una te venderá patitas, rellenos de arroz porque de papa se terminó, y postre (banana en rebosado de harina y pan molido), “¿con llajua casero?”, te sonríe. Camina todo el pasillo rosando sus polleras de colores. También entra un heladero con los helados más caros del mundo, se pondrá a la vanguardia hasta que la flota llegue a Sica Sica o Konani. Para vender sus productos, los vendedores sobornaron al chofer con tres de sus sabrosuras, dos para él y uno para el ayudante. Ni lograste dormir porque la ventana del techo estaba abierta y el ayuco nunca vino a cerrarla, estaba durmiendo al lado del chofer, anoche llegó de viaje y había trabajado demasiado.

La ventana de uno de los pasajeros estaba averiada y el ayudante tampoco vino, alguien vomitó, sentiste malos olores, te hizo frío, te hizo calor, escuchaste celulares ruidosos y roncadores estridentes. Piensas en las estrellas del viaje placentero y te ríes con sarcasmo. “Qué lamentable”, dices para tus adentros. La flota trató de recuperar el tiempo perdido y el chofer aceleró como loco en varias partes de la carretera a medio construir o medio destruida, te asustaste, recordaste los accidentes por exceso de velocidad y dijiste “a mí no me pasará”, piensas en tu maleta. ¿Estará sucia? ¿Estará mojada? ¿Estará todavía? Viajas con ansiedad porque el muchacho nunca te dio un ticket para recogerla a la llegada. Mucha gente entró en la flota, mucha gente desconocida que muy bien podía llevarse tu mochila que la dejaste en el maletero de encima, tratas de levantarte para verla y no puedes porque tu acompañante de viaje está súper dormido. Llevas 50 minutos de retraso y llegarás tarde, otra vez.

Es media noche, la terminal de Oruro está cerrada, están pavimentando las calles adyacentes, ves los semáforos inteligentes que te descuentan el tiempo, “son nuevos”, dices para ti. Hace frío, varios perros juegan o pelean en la basura, y la lluvia dejó todo un barrial, ni modo, hay que seguir adelante, estás en tu Oruro del alma, ¡qué felicidad! Pides un taxi y te quieren “destriplar”, o sea te cobran el triple de la tarifa; otro taxista lo hace mejor, trata de meterte en el mismo taxi que ya ocupan otros viajeros, es peligroso, “debes esperar”, te dice tu conciencia. Tomas otro automóvil con cobro moderado y llegas a tu casa, entras a tu sala y notas que tu equipaje fue abierto, faltan cosas, ¿qué hacer? Nada, ya es tarde, mañana será otro día, más bien das gracias al conductor y su ayudante porque te hicieron llegar, porque no te mataron en un accidente… gracias a Dios estás vivo.

Para tus amigos: