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Domingo 02 de marzo de 2014

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Cultural El Duende

Ramón Rocha Monroy: La vida en bicicleta

02 mar 2014

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La Diablada en México

En 1991, la Diablada Ferroviaria de Oruro visitó oficialmente México. Se celebraba un gran encuentro indígena y la cohorte de Lucifer era el atractivo mayor de la fiesta organizada por el DDF, que es la alcaldía del DE La gira fue el fruto de una larga negociación, y la comandanta de la expedición fue Yarmila Mariaca, quizá la única mujer que logró la obediencia respetuosa y callada de una legión de diablos.

En las reuniones de organización a las que asistí en México se insistía mucho en el carácter indígena de la reunión, y un antropólogo puntilloso y, por supuesto, blanco de la cabeza a los pies, quiso tranquilizarme anunciando que había conseguido un convento del siglo XVII en el barrio de Tlalpan para que allí se alojaran “los indígenas de la diablada de Oruro” y se acomodaran a sus anchas. Su escrúpulo era que a veces los indígenas prefieren dormir en el suelo, en comunidad, o prender fogatas, o ejecutar danzas guerreras o fumar pipas de la paz o cosas por el estilo. De inmediato le dije que en el caso de la diablada sería un gravísimo error, pues ellos necesitaban un hotel de cinco estrellas, con todas las comodidades. Me miró como a un neófito blanquiñoso que no entiende las costumbres originarias, pero felizmente no opuso reparo y de ese modo mis queridos diablos se alojaron en un hermoso hotel frente al Monumento a la Madre, a pasos de la avenida Insurgentes.

La llegada de los diablos vestidos de civil produjo un hondo desengaño en el antropólogo mexicano, que quizá pensaba recibir a caciques y guerreros desnudos y ornados con plumas y pinturas rituales. No. Del avión bajaron lo que llamamos “caballeros”, y el entonces el antropólogo me miró con un gesto que exigía a gritos una explicación.

Opté por presentar a los diablos: el señor aquí es gerente del Banco tal; este otro señor es médico; éste es abogado; esta columna está formada por catedráticos de la Universidad Técnica de Oruro; estos señores son diputados de la región; este otro fue ministro de Estado; estas niñas son ricas propietarias mineras, en fin. Me lo llevé aparte y esgrimí un salo argumento: ¿alguna vez había visto entre los danzantes aztecas, huicholes, mayas, yaquis o michoacanos al rector de la UNAM, a catedráticos de la Ibero, a jerarcas del PRI, a secretarios de Estado, a hijos del propio Presidente o a gerentes de Banco? ¡Jamás! Porque en México, como en Guatemala o en el Perú, países con inmensa población indígena, estas manifestaciones artísticas están reservadas sólo para los naturales, y los “caballeros” simplemente las ignoran.

Hice un punto a favor, porque este fenómeno es digno de destacarse: la apropiación de tradiciones populares por intelectuales, políticos, artistas o simplemente hijos de familia con alta escolaridad quizá sólo se da en Bolivia, y con creciente entusiasmo como se demuestra a simple vista viendo quiénes integran los grupos folklóricos o quiénes festejan la fiesta de Comadres.

Por supuesto que, ya puestos los trajes rituales y las máscaras de diablos, no había diferencias sociales sino jerarquías infernales, una estratificación sin duda superior.

La diablada y el Ingeniero Huallpara

Ayer contaba un par de anécdotas sobre la visita de la Diablada Ferroviaria de Oruro a México en 1991 y hoy quisiera añadir un par de apostillas.

Un domingo, las huestes de Satanás viajaron a Ciudad Hidalgo, tierra minera, y el entusiasmo con que nos recibieron los trabajadores del subsuelo y sus familias fue aterrador, atronador, infernal. Mientras los diablos orureños hacían cabriolas en las calles de la ciudad, sesionaba el sindicato para tomar medidas de presión en busca de mejoras salariales, y los delegados se apuraron en decretar una huelga para salir de una vez a agasajarnos. Fue un cálido encuentro entre pueblos mineros y al día siguiente el diario local se mandó un titular de antología: “Diablos bolivianos precipitaron huelga minera local”.

Retornaron muy ufanos, pero llegaron al hotel del DF a media noche del domingo y con un hambre de todos los diablos. Lástima que las ciudades grandes parecen cementerios los días dominicales. Así pues, yo no sabía dónde llevarlos. Pero se me encendió el foquito y recordé que en la Plaza Garibaldi, junto a la célebre cantina El Tenampa, abre sus puertas veinticuatro horas por día ¡Y hasta más! El Mercado de San Camilito. Allí me los llevé y, como siempre, fue admirable su ingreso: más de un centenar de diablos, entre danzantes y músicos aunque vistieran de perfil, que pasaron como marabuntas y no dejaron un solo taco ni un plato de pozole.

Otro punto de visita era Puebla, donde no hubo tiempo de hacer difusión, aunque de todos modos el público de esa hermosa ciudad se entusiasmó y se reunieron en la plaza mayor unas tres mil personas. Pero aquí viene la anécdota: había allí un buen amigo, un ingeniero orureño de apellido Huallpara, que trabajaba en la universidad estatal. Noche antes le había cascado unos buenos tequilas y corría un poco atrasado a marcar tarjeta cuando escuchó el inconfundible chocar de dos platillos y luego el arranque de la diablada orureña. Sus nervios parecían cuerdas de violín y Huallpara estaba al borde de un delirium tremens mientras la música sonaba cada vez más fuerte, más próxima. Llegó a la avenida y se le vino encima la legión de diablos danzantes. Huallpara quedó petrificado ante la visión que sin duda provenía de los excesos de la noche anterior. Nada sería eso, sino que el propio Satanás, que iba presidiendo el cortejo, lo reconoció y con voz estentórea le gritó: “¡Huallpara!” Nuestro buen amigo cayó de rodillas, al borde del llamo, y juntando las manos como para rezar a la Virgencita del Socavón contestó: “Papito, no me lleves todavía. Me voy a portar bien”.

Total, que pidió vacaciones por una semana y se fue detrás de la Diablada Ferroviaria, sirviendo de aguatiri en pago de su indulto infernal. Total, se le había pasado la borrachera, la persecuta y la cruda, y contaba la anécdota a todos los amigos mexicanos, que se reían a carcajadas verdaderamente demoníacas.

Ramón Rocha Monroy. Cochabamba, 1953. Escritor de ensayo, novela y narrativa.

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