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Domingo 02 de marzo de 2014

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Cultural El Duende

Un viaje por mi biblioteca:

DANTE ALIGHIERI: La divina comedia

02 mar 2014

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La literatura italiana empezó en la Corte apuliana de Federico II en el siglo XIII. Su primer ministro, Piero delle Vigne, componía excelentes sonetos, aunque lo mejor de esa época procedía de los provenzales a quienes Federico –poeta por derecho propio– protegía.

Dante Alighieri nació en 1265 y de adulto engrosó las filas del partido de los güelfos blancos lo que le valió desempeñar un cargo administrativo entre 1295 y 1301. Eligió mal sus compañeros y terminó en el destierro, arruinado. Erró en la indigencia durante años, y dicen que murió amargado en casa de amigos que lo acogieron sucesivamente en Arezzo, Bolonia y Padua.

En el plano político, veneraba a los dinosaurios. Publicó su tratado “De monarchia”, donde preconiza la creación de un Estado mundial capaz de acallar las protestas de los desposeídos. Imagen del orden celestial establecido por Dios, repetía las estructuras medievales. No erraba Xenófanes cuando dijo que si las vacas pudiesen dibujar pintarían en el Cielo dioses bovinos. Aún hoy se sueña con Leviatán, y el Imperio de turno –lejos de copiar divinos estamentos políticos– impone a balazo limpio un orden mundial nuevo, controlado por… el Imperio, por supuesto.

Desterrado e invadido por la pena, Dante engastó un zafiro en la literatura universal; contiene los escritos anteriores, la nebulosa situación medieval, los fundamentos teológicos de la escolástica, las concepciones de Santo Tomás, los problemas políticos de Florencia y la descripción de un camino de purificación espiritual.

El poema abunda en alusiones y su estructura reposa en el dogma de la Trinidad. Consta de tres cántigas con “treinta y tres” cantos –presunta edad de Cristo– cada una. En la primera, un añadido completa los cien cantos y se dispone en conjuntos de tres coplas cuyo segundo verso rima con el primero y tercero del grupo siguiente. Esta “terza rima” liga cada estrofa con la que sigue, enlazando a todas en una melodía continua que en el original fluye con gran belleza.

Si el número impone la forma, lo alegórico ordena el relato, dice Dante que el tema, según la letra, es el estado de las almas después de la muerte pero, alegóricamente, es el Hombre expuesto a los premios o castigos de la justicia. El fin (moral) de la obra es sacar a los que viven esta vida en angustia y guiarlos hacia la felicidad.

El “infierno” retrata al hombre que pasa por el pecado, el sufrimiento y la desesperación; el “Purgatorio” es su purificación mediante la fe; el “Paraíso” su redención por la revelación divina y el amor generosos. Virgilio, que acompaña a Dante a través de las dos primeras agencias, representa el conocimiento, la razón y la sabiduría.

Dante terminó la comedia solo tres años antes de morir. Resumió su vida, ciencia teológica y su saber, sin incorporar, por desgracia, el buen humor ni la sensualidad de la Edad Media. Aceptó las influencias y fatalidades de la astrología más las perplejidades de la cábala que otorga poderes ocultos a números, letras y combinaciones. El 9 distingue a Beatriz porque su raíz cuadrada es el 3, santificado por la Trinidad Divina. Hay 9 círculos en el Infierno, 9 pisos en el purgatorio, 9 esferas en el Cielo y –agrego– 9 meses en el paraíso de la matriz durante nuestra gestación.

Hay quien ve fuentes orientales e islámicas en las ideas de Dante (Asín y Palacios: “Escatología musulmana en la Divina Comedia”, Madrid, 1919): la leyenda sobre la ascensión de Arda Viraf al reino celestial, las descripciones coránicas del Infierno, el viaje del Mahoma al Cielo, la visita al tártaro en el “Risalat al-Ghufran” de Abul-Alá al-Maarri, el “Futuhat” de Ibn Arabi que, en minuciosos diagramas del Más Allá, sitúa el Infierno y el Paraíso debajo y encima de Jerusalén, divide ambos lugares en 9 pisos y describe los coros de ángeles cantando –muy aburridos– en torno a la Luz Divina.

Los artificios e influencias carecen de importancia: en cualquier época todo libro nuevo resulta de la apresurada lectura de obras antiguas, ojalá olvidadas por el público. Fiel a esa costumbre, Dante reunió material existente en la literatura (por ejemplo, el poema de “Adam de Ros”–siglo XII– que relata el descenso de San Pablo al Hades de la mano del arcángel Miguel, entre otros) y lo incluyó en su canto. Recurrió a Tomás de Aquino, a los trovadores, a Platón, Aristóteles y San Agustín. Escandalizó a los escolásticos al domiciliar en el Cielo al herético averroísta Siger de Brabante. Para vengarse de los políticos, incluyó en el texto a florentinos de dudoso pelaje que se codean con Papas infames y mujeres de mal vivir.

En la primera cántiga –“Infierno”– Dante dice hallarse, a mitad del camino de la vida, en una selva oscura cuyo recto sendero se ha borrado y perdido. (En la imaginación medieval la selva es lugar de tinieblas, bandidos, demonios, paganismos y lobos hambrientos. Su transformación en tierra de cultivo, representa la vida, la salida de la bestialidad, la “cultura”). En medio de la oscuridad el viajero encuentra a Virgilio, maestro y guía. En las puertas del tártaro se hallan escritas las palabras amargas y famosas: “¡lasciate ogni speranza, voi ch’entrate!” Es la ciudad afligida, el dolor eterno que llega a la gente disipada (la perduta gente), el cono invertido que alcanza el centro de la Tierra, hundido en abismos vertiginosos entorpecidos de rocas lóbregas, anegado de pantanos y ríos pestilentes, harto de tormentas, granizos, neviscas e italianos ignotos. Allí se encuentran los cuerpos torturados, las muecas horrendas, allí se escuchan los alaridos de espanto. La parte superior del cono alberga a los indiferentes, roídos por gusanos inmundos, enflaquecidos de envidia y remordimiento. Desdeñados por la misericordia, Dante los desprecia.

Junto con Virgilio, atraviesa el Aqueronte y llega al limbo, donde residen los paganos virtuosos y los judíos buenos, cuyo único sufrimiento es desear un inaccesible destino mejor. Allí también se encuentran los filósofos griegos e islámicos, Averroes inclusive. El segundo círculo aloja a los pecadores carnales, sacudidos por vientos furibundos. París, Helena, Cleopatra y, por desgracia, Paolo y Francesca (ésta se casó con Gianciotto a disgusto y poco después gozó de Paolo pero el marido los descubrió y mató). El relato de Francesca, especie de fantasma ondulante, es tan triste que Dante se desmaya de compasión. Sin embargo, no puede perdonar porque Dios no ha perdonado.

El poeta sigue bajando de círculo en círculo hasta llegar al quinto, donde los iracundos –cubiertos de inmundicias– se golpean y desgarran. En el séptimo preside el Minotauro y los violentos arriesgan ahogarse en un rugiente río de sangre. En el octavo, un monstruo conduce a los poetas al abismo de los usureros en cuyas cimas una variedad interminable de dolores ataca a los seductores y simoníacos (que tienen la cabeza enterrada y sólo muestran sus piernas devoradas por las llamas). En otras cumbres moran Papas, hipócritas, personajes desconocidos y Mahoma, que padece tormentos indecibles, hendido ‘de la barba al orificio’.

Por fin, en el noveno e ínfimo círculo del Infierno están los traidores en un enorme pozo de hielo. En el fondo del cono destaca el gigantesco Lucifer, hundido hasta la cintura en el hielo; agita sus alas, llora gélidas lágrimas de sangre con sus tres caras, mastica a un traidor en cada boca, es insaciable.

Este Infierno atroz surge de la teología medieval. La Antigüedad nunca concibió un Averno así. El Hades recibía a los muertos en unas tinieblas subterráneas, sin distinciones, sin las cámaras de torturas, digna del siglo XII y ahora del XXI. Se alza ante el lector la imagen inagotable de un Dios despiadado dotado de una crueldad inagotable.

Pasar al “Purgatorio” alivia. Es un cono montañoso dividido en 9 pisos: una antesala, 7 círculos (uno para cada pecado mortal) y el Paraíso terrenal en su cima. El sol matutino brilla en un mar trémulo que rodea la montaña. De cada piso el pecador asciende –cada vez con menos dolor– a un piso superior mientras un ángel entona una de las Bienaventuranzas. En los estratos inferiores hay severos castigos por pecados punibles debido a insuficientes contriciones. Sin embargo, ha desaparecido la desesperanza y existe la seguridad de que, después de un período de castigos, vendrá una eterna felicidad.

Con gotas de rocío Virgilio limpia el rostro de Dante, tiznado de sudores y hollines infernales. En ese limbo se encuentra Catón, que prefirió la muerte a sufrir la misericordia de César, Manfredo, que luchó contra un Papa pero amó la poesía. Dante –poeta conservador, reaccionario diríamos hoy– aprovecha para criticar a Italia, convertida en ‘impuro burdel’ por no tener un César despiadado capaz de imponer orden. Por su parte, Virgilio se siente incómodo en ese lugar desacostumbrado y muestra a veces una irritada melancolía. Hay episodios deliciosos, lugares tentadores pero inalcanzables, árboles de los que cuelgan frutos exquisitos ante los penitentes. Las ramas se alejan cuando intentan cogerlos. En el séptimo círculo se hallan los incontinentes confesados; las llamas los purifican con suavidad. Dante, paradójicamente, siente compasión por los artistas y sus vidas promiscuas (de paso perdona sus propios excesos carnales).

Por último, un ángel guía al poeta a través del fuego en la subida hacia el Paraíso. Virgilio se despide, el ingreso es prohibido. Dante recorre valles y llanos, bordea los ríos del Paraíso, respira el aire puro, alivia su alma. Una mujer que recoge flores explica el motivo de la desertización del lugar, antes Edén, ahora privado de sus deleites por la desobediencia de Adán y Eva. Aparece entonces Beatriz envuelta en una luz cegadora; aunque no puede verla, Dante siente su presencia y llora amargamente pero Beatriz, implacable, le ordena lamentar los pecados de lascivia con que ha manchado su imagen después de haber muerto ella. La selva oscura del Infierno no era sino la vida de incontinencia en que se hallaba sumergido el poeta a la mitad del camino de su vida. Igual que Ulises en el Canto IX de la Odisea, Dante cae y confiesa sus pecados. Vírgenes celestiales interceden en su favor ante Beatriz. Ésta muestra su belleza etérea pero las vírgenes advierten a Dante que no le mire la cara “sino los pies”. Dante obedece y Beatriz lo guía a una fuente de la que fluyen dos ríos: el Leteo (olvido) y el Eunoe (buena comprensión). Dante bebe y queda limpio, listo “para ascender a las estrellas”.

El Paraíso de Dante es complicado. No quiso pintarlo como un jardín de deleites físicos o espirituales ni poblarlo de seres antropomórficos. Pero la doctrina católica profesa la resurrección del cuerpo. Así, Dante –aunque se esfuerza en ser espiritual– dota a algunos de los habitantes celestes de rasgos corporales y habla. Incluso en el Cielo Beatriz tenía pies hermosos.

Es una serie de 9 esferas huecas, de cristal, que giran alrededor de la Tierra. ¿Estas esferas son las ‘muchas mansiones? de la Casa de Padre. En cada una hay un planeta y muchas estrellas (recuerda el Cielo de Urantia con sus miles de miles de universos). Al moverse, estos cuerpos dotados de inteligencia divina cantan loas al creador. Las estrellas son los santos, los salvados y, según los méritos adquiridos en vida difiere el grado de su brillo y felicidad.

Beatriz le muestra a Jesús, María y los apóstoles. Dante no los distingue, sólo ve resplandores, ardientes rayos mientras escucha el Regina coeli cantando por santos. Se esfuerza por conseguir la visión beatífica pero sólo ve un punto de luz rodeado de 9 círculos giratorios de Inteligencias puras: serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, principados, arcángeles y ángeles (un Cielo feudal, en suma, vacío de campesinos). Todos ellos se ordenan en la figura de una rosa palpitante de luces y matices. Beatriz ocupa su lugar en la rosa y deja a Dante.

Entonces, por la gracia de María –ya no de Beatriz– Dante ve lo indescriptible, que supera toda palabra. El poema termina con la mirada del poeta fija en ese abismo de resplandor, claro y elevado, en el que le parece ver 3 círculos de triple matriz combinados en uno.

No puedo resumir más esta obra difícil pero confieso que “Infierno” me atrae más que “Purgatorio” y “Cielo”. No entiendo muchas alegorías pero son hábito medieval y resulta inútil intentar comprenderlo todo. T.S. Eliot recomienda zambullirse en el texto, canto por canto, sin prestan atención a los posibles significados simbólicos. Lo mejor es olvidar las peloteras entre güelfos y gibelinos, la escolástica y las alusiones mitológicas.

Pierre Jacomet. Chile, 1933-2009.

Traductor y crítico literario.

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