Sábado 01 de marzo de 2014

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Es difícil eludir sus ojos fijos. Quizá marrones, quizá ennegrecidos, quizá sólo manchados por un llanto antiguo aunque ella no cumplió todavía los seis años. El cabello luce sucio, sin champú, sin acondicionador, ni brillo. En realidad, no tiene alguna traba que lo sujete de la borrasca. En verdad, no está peinado. Ni siquiera tiene algún tipo de corte. Corre suelto, enredado, desgreñado, tapando con las mechas llenas de barro parte de su rostro y parte de la carita del niño en sus brazos.
Llueve, llueve, llueve. En el horizonte se rastrean las gotas, las aguas sucias bordeando la vereda rota y un palo como resto de lo que fue un toldo, quizá una vivienda. Parece que hace frío, pero ella sólo tiene una camiseta rotosa cubriendo su cuerpecito delgado, tiritando. No tiene zapatos, no tiene sandalias, no tiene abarcas, no tiene chanclas. Sus pequeños piececitos rozan el piso humedecido mientras se equilibra para no dejar caer al crío, seguramente un hermanito, tan desamparado como ella.
La foto de las inundaciones que publica un matutino local revela la verdadera realidad boliviana, la que no cambia. Ella es una indígena de las fronteras boscosas entre Beni, Santa Cruz y Cochabamba. Como muchas familias decidió salir de la aldea para buscar abrigo en la gran ciudad.