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Domingo 16 de febrero de 2014

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Cultural El Duende

José Emilio Pacheco: Duelos del aire

16 feb 2014

En su libro “Arbitrario de literatura mexicana” el crítico Adolfo Castañón analiza la convicción creativa del poeta, ensayista, traductor y narrador José Emilio Pacheco Berny, (junio 30 de 1939 – enero 26 de 2014), integrante de la “Generación de los cincuenta” o “Generación de medio siglo” junto a Carlos Monsiváis, Eduardo Lizalde, Sergio Pitol, Juan Vicente Melo, Vicente Leñero, Juan García Ponce, Sergio Galindo y Salvador Elizondo

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Ciertos escritores toman a menudo la cristalización de un patrón literario por una idea original. En rigor no se puede hablar de plagio... Lo que sucede es que el narrador, desprevenido, toma por una ensoñación propia lo que en realidad es una respuesta cultural. Este fenómeno se verifica en el campo de la literatura fantástica y gótica, cuando el escritor es un fiel de las apariciones. El narrador cree tanto y tan bien en ellas, que termina por expresar sin ambigüedad alguna y en los términos más convencionales (la ausencia de ambigüedad y el respeto por las convenciones van aquí de la mano) sus fabulaciones. En “El principio del placer” de José Emilio Pacheco ocurre precisamente esto. Afiliado al dogma de la literatura fantástica (las voces del más allá existen) sus textos no tienen por objeto transmitir una emoción ante lo inexplicable o precisar las circunstancias en que lo insólito se da, sino confirmar su existencia.

Gracias a este proceso, la eficacia literaria es sustituida en “El principio del placer” por la creencia. Quiero decir: los cuentos fantásticos de Pacheco sólo son legibles si hay una creencia previa en los fantasmas o en la venganza de la cultura indígena vencida por los españoles –una obsesión heredada del Fuentes de “Los días enmascarados” y según la cual el legado indígena es el lado irracional e incontrolable de nuestra cultura. Textos impecablemente escritos, los de Pacheco no denuncian una falta de oficio sino una alarmante ausencia de malicia respecto a las propias creencias y obsesiones. En ellos Pacheco ha hecho coincidir tan bien estas últimas con la convención fantástica que se convierte en utilería. Con respecto a “Morirás lejos”, “El principio del placer” constituye ciertamente un atraso. Y es natural, Pacheco resulta más valioso cuando se aplica a las recreaciones con la retórica en la expresión de sus preocupaciones morales que cuando se entrega a sus aficiones por lo sobrenatural. Pero si la mayoría de los textos del último volumen narrativo de Pacheco no resisten una valoración literaria rigurosa, el cuento que da título al libro es un acierto a pesar de su extensión.

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Traduce a tu prójimo como a ti mismo. Al igual que la historia de la literatura, la de la traducción en España y las tierras de su lengua ha sido vacilante. Las grandes obras de la literatura clásica han sido traducidas de modo intermitente. Por ejemplo, con y sin Contrarreforma e independencias, el helenismo no ha pasado de ser una hipótesis arriesgada. Por lo que se refiere a las literaturas modernas, los poetas han preferido saquear las obras de que se alimentaban al tiempo que las mantenían en secreto, “debajo de la almohada”, que diría el otro Pasajero. Cierto que con esa práctica han sido elaboradas muchas obras del orbe. Cierto también que quienes llegan a interesarse por una obra hasta arriesgarse a dejarlo todo –habla, cultura, sociedad– por ir a su encuentro van a buscarle precisamente a su tierra de origen y aprenden el idioma para no leerla traducida. No por ello la traducción deja de ser para algunos un ejercicio de dudosa calidad. El traductor es un espejo que lo debe recordar todo pero al que nadie recuerda. “Está en último lugar”, como dice Larbaud, pero está ahí. Renuncia a la seducción creadora para encadenarse a la realización de una materia ajena y previa. Materia continua en el traductor de cantos no por intermitentes menos intensos. El primero ha optado por realizar la única empresa que vale la pena para un lector en formación: la inmersión prolongada en un universo consecuente. El segundo resuelve la disyuntiva entre iniciación e información, al encarnar en la emoción de su lengua los diversos rostros de Beckett, Wilde y Renard. Para la segunda lo califican tanto las versiones que antes había recogido en “Tarde o temprano” como las que ahora reúne en “Aproximaciones”. La miscelánea acusa una dispersión: no recordamos que cada autor inventa a sus precursores. Curiosa alternancia de letras minúsculas y mayúsculas que acaso no sea insignificante, la de “Aproximaciones” desde luego dibuja a través de las edades la voz de que participa el poeta y con la que el lector, en su ignorancia, lo identificaba. N o es la voz de la poesía; es la voz de “ciertos” poetas. No digamos qué piensa o qué siente el poeta plural de una sola sombra que aquí se presenta de incógnito (la mejor manera de guardar un secreto es esconderlo a la luz del día). Subsiste un hecho. El traductor está encadenado a la materia de la lengua traducible y traducida. Afirma en virtud de su existencia que la palabra no está necesariamente encadenada al contexto del cual se arrancó, que esa circunstancia por el hecho de ser dicha burlaba su relatividad fugaz. ¿Qué alienta en la palabra devastada por el tiempo, la distancia y la obstinada peculiaridad de cada circunstancia? Un conjunto de afectos irreductibles y que se filtran de una lengua a otra. Tal vez no quedó de Babel piedra sobre piedra porque era preciso que los hombres pasaran por la diáspora para buscar la reunión. Reunión de cuerpos perdidos, museo imaginario de la palabra en que conviven cortes y aldeas, ciudad y amor, Aproximaciones ha de leerse también como un repertorio de intuiciones aptas para conducir de un cuerpo a otro la energía de la experiencia. Podemos hacer uso de esa luz gracias al sistema eléctrico-nervioso del traductor. Felicitémonos.

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La tradición, como el pasado inmediato, admite dos lecturas: tesoro y tabla rasa. Es natural que para un escritor que es hijo y esposo de una época de lucrativas destrucciones, sea tesoro el pasado. El ánimo elegiaco (“Cuán presto se va el placer/ Cómo a nuestro parecer todo tiempo pasado fue mejor”) conlleva una evacuación del pasado inmediato (“Volvamos a lo de ayer”), y lleva de la mano, a este poeta que devora y es devorado por el tiempo, a hilvanar una narración de corte autobiográfico y desenlace más patético que dramático.

Dan “Las batallas en el desierto” muestras de un tesoro que, como el de las “Montañas Azules”, se torna hojarasca anecdótica tan pronto como intentamos traducirle un sentido compartible, cambiarlo a la morralla de la vida en prosa. Recuento, pues, de una educación sentimental que vale más como testimonio que como educación. La historia es significativa: en los albores del México posmoderno, un niño de buena familia en declive se enamora de la garbosa madre de su mejor amigo y hasta le declara su amor para escándalo matriarcal, complacencia paterna y, claro, autocastigo. Si las heroínas balzacianas solían encarnar para el niño enamoradizo el prestigio de la aristocracia y el Antiguo Régimen, la rutilante “cualquiera” de “Las batallas en el desierto” encarna para este niño la hembra fina y extranjerizante –la modernidad como mujer y la mujer como concubina. La frívola doncella alemanista representaría el progreso y la inmortalidad opuestos al tradicionalismo y la decencia de unos pobres que fueron ricos. Esa oposición emblemática del pasado y del porvenir impone al narrador dos salidas, nihilista y platónica, que no dejan de ser complementarias. En torno a esa nuez anecdótica gira la evocación rencorosa y desolada de una ciudad destruida por la Ciudad, de un capital sustituido por otro y de una niñez que tal vez perdió la estima en la adquisición precoz de la responsabilidad. El narrador no es tanto el adulto que sigue siendo niño como el adulto que fue hombrecito desde siempre. Tras “Las batallas en el desierto” palpita la historia de un niño que para sobrevivir se vio obligado a naturalizar la credulidad, aquel automatismo del acatamiento y la obediencia que podría ser considerado como uno de los rasgos definitorios de una clase media expósita que en su caída no le encuentra sentido ni al pasado ni al futuro. “Las batallas en el desierto” registra con modestia esa, tan explicable, credulidad que fue y ese amor por lo malo conocido. Esta historia del niño prematuramente endurecido y que en virtud de esa dureza asume una infancia impuesta resulta reveladora por más que el narrador la haya dejado a medio exprimir.

¡Y cuán significativo es que el poeta de una enfática impersonalidad, autor que se ha hecho un rostro a fuerza de borrarse a sí mismo y de cantar la fuerza de ese borrón mayúsculo que es el paso inexorable del tiempo, inicie su “acmé” restituyendo una infancia que perdió su tesoro en la temprana adquisición de una conciencia! “Las batallas en el desierto” procura hacer las paces con un pasado que sigue dando guerra: el conflicto que representa para un poeta el ser como narrador convicto de sus convicciones.

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