Loading...
Invitado


Domingo 16 de febrero de 2014

Portada Principal
Cultural El Duende

Medinaceli escoge. La prosa novecentista en Bolivia:

Palabras en el recuerdo

16 feb 2014

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

No sin el rubor nacido de la audacia quiero escribir unas líneas sobre Carlos Medinaceli, y lo hago con la cautela del principiante sobrecogido de pavor ante la obra de un Maestro que, por derecho propio, figura en la galería de Príncipes de las letras bolivianas. Es posible que sólo la veneración que tengo –y conmigo la gente de mi generación– por esa figura seráfica, sea el justificativo para enlazar su respetable nombre con el mío, y, sin embargo, estoy seguro que esa alma llena de bondad, adornada con todas las virtudes del “hermano Francisco”, hubiérame brindado el aliciente de su bienhechora sonrisa, para ahuyentar del horizonte los fantasmas de mi justificado temor.

Quiero volver sobre mis pasos para encontrar de nuevo la primera lección que gustaron mis ojos allá por los años cuarenta, cuando mi corazón maduraba en imágenes y se perdían las palabras como tropos alados. Desde entonces muchas veces los árboles han mudado de follaje, el invierno los ha agostado sin piedad y la primavera ha arrancado nuevos brotes a la tierra. Mas, en la perspectiva del tiempo, nuestra admiración por los hombres de “Gesta Bárbara” –la del 18–crece en razón directa a la distancia que nos separa de ellos. Y es verdad que en aquellos años mozos hubimos de agruparnos –aprendices en el arte del espíritu– para formar filas en la segunda “Gesta Bárbara”, a imitación de aquélla, guiados por el cada vez y siempre más próximo murmullo de esa fuente inagotable de esperanza que fue Carlos Medinaceli.

Él escribió sobre los suyos, describió a su generación con un sentido ecuménico, pues, ¡tal parece que lo hubiera hecho respecto de la nuestra y... de las que vendrán después! “Nosotros éramos presuntuosos y tontos como Alcibíades, él fue nuestro Sócrates. Nos parteó el espíritu: nos puso ardor en las venas y encaminó, sin dársela de maestro –que lo fue siempre– sino como camarada bohemio, demasiado bohemio entonces, el lírico rebaño”.

Así empezó nuestra aventura: él, Quijote sin rocín; nosotros tartajosos gañanes abriendo surcos para enterrar la semilla que echaba a manos llenas desde lo alto de su galano pensamiento, profundo, universal, lleno de amor por esas almas tímidas. Apuntaron los cogollos, él les dio calor y refrescante lluvia, al mismo tiempo... y nacieron los frutos de aquella sembradura, henchidos con la fe de sus ideales. Para entonces, ese noble cuerpo que estaba hecho con partes de los alucinados de la Historia se había rendido ante el “ambiente”, dejándonos a solas: sin su luz, en la que se regocijaba el día; sin su bondad que reventaba en trinos; sin su consejo, que apaciguaba tempestades.

Es verdad que éramos pocos, pero también en otras latitudes se doraban los racimos amorosamente cuidados, que habrían de hacer causa en las comunes aspiraciones de buscar el ideal señalado por el Maestro; ese ideal que él encontró tras de diligente batallar y por cuyo hallazgo fue marginado y preterido, porque la verdad siendo bella y luminosa, hiere, a veces, con singular violencia.

Medinaceli fue, ciertamente, “un intelectual puro”, vinculado a la esencia del suceso nacional que no reconoce moda literaria. “Arranca de la tierra materna. Como tiene sus raíces en la gleba, está nutrido con el jugo de las angustias proletarias, recoge el clamor de justicia de estos nuestros pueblos del Ande que buscan también su redención por la belleza que es bien y verdad”. Malgrado este aparente “estetismo”, sus “Estudios críticos” formulan esa doctrina para la que fuimos reclutados: defensa permanente de los valores nativos, “conquista de la autonomía y conciencia del Yo”. Pero no de un ego individual sino concebido como parte de un indivisible “yo” colectivo, testimonio de los valores nutricios de la tierra en que habitamos, unidos a su geografía y a sus fuerzas telúricas; impulsados por la vitalidad étnica que soportó secular esclavitud. “¿Por qué no vamos a tener derecho a ir en busca de nuestra propia expresión, defender la originalidad de nuestro espíritu y dar una emoción autóctona a nuestras letras?”.

Tal posición supone un renacimiento artístico en el sentido de utilizar los ingredientes propios, elevados a la jerarquía universal, y esos elementos no son otros que el suelo y los tipos humanos que se dan en él: ni disfrazados de pastores versallescos ni convertidos en héroes mitológicos o en superhombres aborígenes como suelen aparecer en nuestras creaciones literarias. Esa postura presume para su época –1933– una revolución en el campo de las ideas de nuestra aldeana complacencia por los valores impuestos y aceptados, en cuanto políticamente importaba una prédica “demagógica” que podía despertar la adormecida conciencia campesina, y, económicamente vulneraba la quietud patriarcal del feudalismo al que estábamos resignados; cómplice, este último, de la sumisión ante lo extranjero en nuestras ideas, costumbres, derechos e instituciones. Cual un dardo finamente lanzado, Medinaceli acertó a herir el lomo de la bestia, y ésta reaccionó, si no ignorando la obra del Maestro –hasta la canalla tiene que reconocer la realidad–, creando un vacío alrededor de aquélla y martirizando sus ya laceradas carnes, aun hasta el momento de su muerte. ¡Mezquina venganza de una casta social en decadencia, ésta de dejar morir de hambre a sus intelectuales!

Y es que justamente Medinaceli fue lo contrario a ese “río de aguas tranquilas, sosegadas y majestuosas, como el Amazonas, que se deslizan por vastas planicies, calmosas, solemnes, sin tropiezos, sin una caída, sin una exaltación, con belleza, pero sin inquietud. Sin dolor”. Para él la vida se hizo intensa porque buscó decir su verdad –malgrado los padecimientos que ella apareja– Y la dignificó engrandeciéndola con el dolor. ¿Su premio y su mensaje?: gritos de rebeldía y de protesta. Él indujo a lanzarlos por encima de la moral y la resignación, con la deliciosa ironía que destila el estudio que encabeza este libro o con la profundidad erudita de “La cuestión del indianismo” y otros ensayos.

En él no se dieron jamás las exigencias del “celoso guardián de la perfección literaria y de la buena lógica”. Su cultura superior le condujo siempre por los virtuosos caminos del magisterio: enseña, como los grandes maestros, “parteando” los espíritus, abroquelado en su franciscana bondad o, a veces, en su elocuente silencio.

Por todo ello fue un Maestro cuyo título está escondido hasta el momento en que las proteicas asociaciones estudiantiles de nuestro tiempo midan la tesitura del hombre y la alquitara da sustancia de su pensamiento.

Héctor Cossío Salinas. Cochabamba, 1929-1972. Abogado y poeta.

Para tus amigos: