Este texto, breve y sucinto, está inspirado en los recuerdos que el autor registró en un manuscrito inédito titulado "Recuerdos de Ayer". Constituye una rememoración de un niño que recoge y reconstruye las imágenes de un Oruro presumiblemente captado entre 1916 y 1929. Siendo extracto de una obra más completa, el escenario es el ambiente pujante que marcara a Oruro como un contribuyente activo de la economía nacional. El dinamismo urbano impresiona y nombres, apellidos, lugares, y escenarios registran toda una historia local y antigua que el niño desanda con unánime sorpresa. Esta memoria fue escrita en 1961, año en que el autor concluyó su texto mayor. Naturalmente, es un homenaje a Oruro. (Guillermo Delgado P.)
Su plaza, inevitable punto de referencia, tenía algo de ornamento, unos raquíticos arbustos resguardados por cercas de alambre de púa, y bastante bien cubiertos de arpilleras para defenderlas del intenso frío. El monumento al Presidente Aniceto Arce, mi padre me explicaba, estaba señalando, con el índice de su extendida mano, la estación del ferrocarril. En la Calle ‘Bolívar’ se alargaba el barrio comercial de la pequeña y colonial urbe repleta de enormes almacenes de llamativos rótulos. El que no me cansaba de admirar era la gigantesca bota granadera de la Fábrica de Calzados “Zamora”. Por toda explicación que me daban decían ser “de un gigante”. Sobre la calle “La Plata” se destacaban los rótulos de la tienda “El Globo” y “El Sol”; los altos relieves del Banco Mercantil, y la vitrina llena de pasteles y golosinas de “Pastelería El Parque”. Escondida, como una plaza más pequeña y más cubierta de pinos estaba la “Plaza Castro de Padilla”, a la sazón era la que más flores tenía en sus jardines (en la actualidad mejora a veces, y otras, por la rudeza del invierno, decae). Las torres de las iglesias me parecían increíblemente altas. Sobre la esquina “Caro y Colombia” (ésta última cambió de nombre para los años 50) estaba el Cine “Fénix” con su desacompasado y chichirreante timbre y un rótulo hecho a base de focos que iluminaba toda la cuadra. Más al norte, casi el límite de la ciudad, se destacaba la cancha de fútbol. Con el tiempo, esta cancha desaparecería un día y, a cambio, se alzaría el llamado Parque de la Unión Nacional.
En las noches pobremente iluminadas me infundían miedo los ‘rondines’ con sus pitazos prolongados y lúgubres. En ellos aprendí a conocer que la ciudad estaba regida por la ley y la autoridad. En fin, para los ojos de un niño, Oruro era interminable, parecíame que nunca lograría conocerla en su totalidad.
En casa aburría a mis padres, repasando de memoria y en voz alta los nombres de los rótulos comerciales: en la “Castro de Padilla”: Lorenzo Puña—Licores de la Hacienda ‘Callaviri’; en el mercado con paso a la Calle Gobierno—Pedro Llanque y hermanos; luego, Jorge Larrieu, Víctor Jaúregui—Aduaneros; Jorge D. Payot, maestranza. La Empresa de Teléfonos de Natalio Peña en la esquina “Bolívar-Colombia”—este edificio, ya entrados mis años jóvenes, tenía las mismas características tal cual lo conocí de niño.
En ese tiempo habían muchos hoteles como correspondía a un ‘Puerto Seco’—como dijera Gutiérrez Pinilla de Oruro. Estaban el “Gran Hotel Unión”, el Hotel “Balkan”, el simplemente “Unión”—diferente del ‘Gran Hotel Unión’, ubicado exactamente donde ahora se encuentra el Banco Central de Bolivia, la esquina de las calles La Plata y Bolívar, para ser precisos. Germán Fricke estuvo situado en la esquina La Plata/Ayacucho, tengo la impresión que ese edificio, con el tiempo, se transformó en alguna sede social de alguna organización sindical. Arauco Prado estaba en la esquina Alianza/Gobierno. Sobre la calle Artes y Oficios/Junín, el Banco Alemán Transatlántico y la Botica “Nueva” de Adolfo Luna se daban la cara, frente a frente.
El ambiente comercial, industrial, bancario y artesanal constituía un mosaico de apellidos de una heterogeneidad marcada que me ejercitaba en memorizarlos: Feliú, Camarlinghi, Gundlach, Findel, Colsman-Boheme, Catoretti, Williamson, Grace, Mason Brothers, Graham Row, Bradley, se entiende, sin contar los que habían llegado centurias antes, ni los que siempre estuvieron ahí. No puedo decir quiénes me impresionaban más.
Habían muchas cosas que no tenían una explicación fácil. ¿Por qué la estación del ferrocarril me inspiraba temor?, el hospital, ¡miedo!, y ¿qué de las enormes iglesias como la Matriz o Catedral, San Francisco, Santo Domingo, el Socavón, por cuyas puertas no quería pasar? Me detenía a leer los extraños legados forjados en letras de hierro y empotrados sobre las torres de la iglesia Santo Domingo. ¿Cuál fue el origen y significado de las que rezaban: “A devoción de Silvano Pacheco y Eulalia P. de Pacheco—en sufragio de Trifonia B. de Paredes? Y, ¿qué de ese bello edificio del Correo Central con ese techo transparente hecho de vitrales? Y ¿las calles simétricamente derechas e interminables, con su bullicioso movimiento citadino que, al Norte, terminaba en la plazuela de La Ranchería, al Oeste, en la Iglesia del Socavón, al Este en la Calle Pagador, y al Sud, en la Fábrica de Calzados “Zamora”? Dicen que los pueblos y ciudades tienen su color y su olor peculiar. (Oruro, 1961).
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