En febrero, todo el mundo quiere ser orureño, bueno, casi todos. Todos quieren estar ahí, justamente en sus calles y plazuelas para participar, antes del domingo 1ro de Marzo, de los últimos ensayos, de los ajustes últimos a las formas de cómo los fraternos de cada uno de los grupos de bailarines debe comportarse rítmicamente para acompasar en los cadenciosos movimientos, giros y saltos alegóricos que se llenan de significación momentánea para alegrar el espíritu y henchirse de ritualidad, como forma de rendir pleitesía a la Virgen Morena.
Ya en Carnaval, mágica alfombra algunas calles si se las mira desde lo alto, llenas de coloridos y vistosos uniformes que engalanan a los danzarines, que en movimiento sin par, parecen arremeter a uno y al otro lado de las calles edificadas con viejas casas al estilo republicano mayormente.
No es cosa de contar, pero algo así como más de medio millón de visitantes, turistas que por vez primera o enésima llegan a esta ciudad, aumenta su número de población –aunque momentáneamente– dejando muy chicos sus servicios, particularmente hotelería y comida, que siempre faltan en los carnavales, pero que ello es un asunto muy contingencial. Los orureños se dan modos para atender la avalancha de gentío que comienza a poblar sus calles, ya desde éstos anticipados días. Hay quienes, de puro corazón, ofrecen sus dormitorios a aquellos turistas que no lograron a tiempo las reservas de alojamiento, ofreciéndoles asimismo la merienda casera orureña.
La misma historia de los carnavales, le hace envidiable a Oruro. Alegóricamente los narradores pintan socavones llenos de bruma, incienso y copal, de donde emergen fantasmagóricamente los ángeles, los diablos, las chinas en culto venerable al Tío, dueño de las cavernas y las oscuridades, administrador de todos los minerales preciosos.
Nadie sabe exactamente cuándo comenzaron esas tradiciones, aunque es casi general atribuir a los ancestrales pobladores “Uru”, en plena época colonial, haber iniciado bajo influencia de la fe religiosa esta festividad, declarada para orgullo orureño y de los bolivianos como Patrimonio Intangible de la Humanidad.
No hay duda que la danza de la diablada es el sello orureño. Es el ícono más prestigiado, el que le da identidad y por el que casi todos se movilizan a esa ciudad; a ver bailar a los diablos, que alegorizan una batalla entre dos realidades del espíritu del hombre; el bien y el mal, con el relato de los siete pecados capitales, los cuales se buscan redimir precisamente con la peregrinación de un baile, sin cesar, por más de cuatro kilómetros.
La morenada, una danza de exportación, es otro de los rituales bailantes de extrema identidad orureña. Su cansina cadencia, su pausada y casi calculada forma de acompasar enamora a quien por vez primera mira bailar a los morenos. Las morenadas, a pesar de su origen orureño ya no son exclusivas de esa ciudad, habiéndose convertido en danza de casi todas las regiones del país.
No hay nada comparable empero, a las bandas de música, verdaderas orquestas que sobrepasan el centenar de músicos cada una de ellas y cuyo prestigio trasciende las fronteras, particularmente en ciudades vecinas de Perú, Chile, Argentina. Sus conciertos son imperdibles.
Espectacular, y probablemente muchas cosas son inenarrables del envidiable y majestuoso Carnaval orureño.
(*) Periodista Reg. Nal. 169
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