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Domingo 02 de febrero de 2014

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Cultural El Duende

Con lápiz de humo

02 feb 2014

Fuente: LA PATRIA

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Un salvaje muy culto

Por mucho afán que el hombre ponga en adquirir cultura, por grandes que sean sus esfuerzos para depurar sus gustos, queda en él un eterno ancestro que le impele a las reacciones más violentas; un sedimento de primitivismo que es como una suerte de descontento que se torna furioso cuando menos sería de desear.

El complejo sicológico de un ser que podría llamarse refinado, casi esteta, es tan extraño que muchas veces son las mismas causas del refinamiento las que le hacen reaccionar en fuertes impulsos primitivos. Este delicioso contraste me ha sugerido el análisis de un curioso incidente del que ha sido protagonista un amigo mío que es el más grande melómano que me haya sido dado conocer.

Mi amigo y yo éramos buenos camaradas de una muchacha que se casó muy joven con un tenor español. Ella dedicaba lo mejor de su tiempo a la música. Según nos relató, en las largas horas de charla que teníamos, empezó estudiando la flauta. Pero muy pronto comprendió que tal instrumento era antiestético en boca de una mujer bonita. Se dedicó al violín. No tuvo mucho éxito y entonces dedicó su existencia al piano. Descubrió que tenía vocación de pianista. Empleó todo su tiempo en cultivar esa brillante vocación. Nunca la habíamos oído tocar. En las frecuentes charlas que teníamos nos hablaba mucho de su arte. Tenía cierta pintoresca y desordenada erudición sobre la música. Y mucha frescura para decir cosas que nos hacían suponer que en ella había un temperamento. “Beethoven no me convence –decía–, me agrada más Grieg a quien interpreto con toda el alma”... Pero siempre había algún inconveniente que nos privaba escucharla. En vano saboreábamos las horas de delectación artística que ella nos ofreciera. Todo quedaba en anticipado saboreo que resultaba frustrado porque un día era una cita que le impedía recibirnos, otras veces no estaba en casa cuando la visitábamos; en fin una mala estrella increíble nos impedía oír a la notable pianista. Nos parecía que el tenor español era un hombre celoso y egoísta. No aceptaba ningún compromiso que nos reúna para pasar lo que verdaderamente sería una hora de puro arte.

Una noche, inolvidable, después de haber ingerido varios cocktails nos anunció que se encontraba en disposición de ánimo para ofrecemos una gratísima audición de piano. Fuimos a su casa... El primer número que eligió para su programa fue el último. A los primeros acordes, mi amigo me miró furioso. “¿Oyes? –me dijo–, ¡qué brusquedad en la digitación, qué torpeza de manos!.. Al usar los pedales la señora parece una campeona de ciclismo, una tejedora de chompas al telar, en fin cualquier cosa. Por favor ¿tienes un fósforo?...”

¿Qué vas a hacer? –pregunté alarmado–. Tú no fumas...

Voy a incendiar el piano, voy a quemar todos los pianos que ella se atreva a manosear. Esta señora es una melgareja de la música. Me vuelvo loco. Sujétame...

Es entonces que comprendí cómo la pasión estética que origina una sólida cultura puede fácilmente convertirse en salvaje furia primitiva.

Afortunadamente, el tenor español no era tan tonto como suelen serlo los demás, entró en la estancia y puso fin al concierto de su señora con una ruidosa salutación general, que hacía al auditorio, mientras colocaba en la victrola el disco de una jota aragonesa.

El sol está de incógnito...

Día tras día, una llovizna avara se filtra sobre la ciudad. Ahora es amarga la tierra. Es opaca y es gris. Tierra donde los pájaros no cantan. Un preludio de postrer gorjeo se muere entre las primeras gotas del agua de verano.

Paisaje de linterna mágica. Vista fija del único rincón florido donde los árboles, bañados de lluvia, lloran una soledad de noche fría. La misma soledad del hombre que no aprendió a hermanarse con el árbol ni confundirse en el paisaje.

El sol viste su luto de primaveras muertas y los pájaros no cantan; pero, aunque cantaran frenéticamente, no habría tiempo de escucharlos. Domina la ronca voz de las maquinarias. Es armonía dislocada de fecundo concierto; caudaloso rumor de tractores que arrollan, con su hélice de progreso, las sencillas cantilenas de los labriegos débiles que festejan la trilla. Y así; un día, otro día, muchos más...

Dando tumbos en la empinada cuesta de la vida, incrustando las uñas del alma en la lisa pendiente por donde hay que subir y encaramarse, porque es preciso a la existencia. Los hombres se muerden como lobos. Y el fango por todas partes...

Cada minuto es una nueva jornada ruda. Al terminarse nos muestra una mayor desazón. Y otra jornada empieza. La ambición, como la esperanza, son inmortales. Y cuando el crepúsculo sangra sus celajes, cuando los últimos rayos del sol hacen tatuajes al dorso de las lejanas lomas y la espiga dorada del véspero se refleja en los cristales del ensueño; entonces, como una flor bendita, revienta la imagen sagrada del refugio. Y abre sus brazos a la consolación que por milagro da su gracia.

Un día, otro día y muchos más. Hemos sentido las cosas definitivamente tristes, hemos experimentado los instantes ensombrecidos de egoísmo. Y pasan los corceles de la angustia, devastando la fértil cosecha de buenos propósitos, que se inició al amanecer. No hay escarmiento para esa suicida bondad espiritual que surge en cada alborada para ser en la noche sombra de andrajos y basura de proyectos truncos. Es entonces que se llega dulcemente, evangélicamente, apaciblemente, hasta el Refugio.

Recién allí, bajo la rosada pantalla de la ternura, el alma descansa en paz, el cuerpo se adormece en el reposo y, desde las páginas olvidadas de un libro para hombres que quieren ser justos, Goethe nos habla: “Espérate alma mía, muy pronto tú también descansarás”.

Luis Mendizábal Santa Cruz. Poeta.

Oruro, 1907 - 1947

Fuente: LA PATRIA
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