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Domingo 19 de enero de 2014

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Cultural El Duende

A la caza de leones en las calles de la ciudad universidad de Heidelberg

19 ene 2014

Fuente: LA PATRIA

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Los universitarios extranjeros, recién llegados a Heidelberg, tienen un raro entretenimiento. Hacer una cacería en las calles de la romántica y famosa ciudad alemana. Ellos salen a caminar las calles contando en los portales, frisos de los muros y fachadas, las piedras esculpidas que representan a esos grandes felinos. El león coronado estira la cabeza pétrea fuera de los escudos de armas de diversos nobles que han adornado castillos y residencias en los siglos pasados. Partiendo desde la plaza de la Universidad son incontables los hocicos rugientes, que se encuentran también en la callejuela de los Agustinos, a la entrada del Museo, en el edificio antiquísimo de los Establos, y ni qué decir de las grandes cabezas del felino que se hallan por todo lado del famoso Castillo.

Esta es una más de las características turísticas de una Heidelberg que se enorgullece de ser la más bella ciudad de Alemania. La poseedora de la universidad más antigua de la actual República Federal de Alemania, que fue fundada por el príncipe del Palatinado Ruprecht I en 1386, y renovada por Karl Friedrich en 1803, por lo que lleva el nombre en latín de “Ruperto-Carola”. Se entiende que las universidades de Praga y Viena, en ese orden, también de habla alemana, fueron fundadas con anterioridad. La barroca “Vieja Universidad” se mantiene enhiesta al lado del nuevo edificio que fue construido con aportes de los Estados Unidos en 1930-1931. Esta es la ciudad que por su poética tradición fue respetada completamente por la invasión de los tanques y los bombardeos en la Segunda Guerra Mundial.

Con Heidelberg se suscita un hecho curioso en la etnografía del planeta. Las ciudades que ostentan renombre son debidas a sucesos históricos o acontecimientos económicos que permanecen imperecederos en los anales; sin embargo, la fama de Heidelberg ha superado las fronteras germanas hace muchos decenios para ser conocida en el orbe por su calidad universitaria y por su excepcional romanticismo que parece perdurar hasta el presente.

La cultura general de nuestro medio asocia probablemente el nombre de esta ciudad con la comedia sentimental de Meier-Forster “Viejo Heidelberg” o con la hermosa película norteamericana “El Príncipe Estudiante” que nos mostraron el idilio del noble universitario con la camarera. Su fama romántica nació empero de la topografía citadina. Un escarpado monte cubierto de verdor en verano y del color de oro en otoño sostiene, como si estuviera flotando sobre la vieja ciudad a la imponente ruina de un gigantesco palacio. Dividiendo sus calles, el río Neckar que se desliza en suaves curvas por la esmeraldina campiña para ir a abrirse ampliamente en el río Rin, el vetusto puente de piedra con su puerta barroca y los otros puentes modernos en los que se viven las anécdotas estudiantiles originadas en las aulas y prolongadas en el bullicio cantarino de sus romances.

El símbolo inequívoco de la ciudad es su castillo. Construido antes del Renacimiento, pero sólo en esta época llega a la murmuración de la celebridad. El palacio es un complejo edificado en un terrado que se ganó al cerro Königstuhl y donde los jardines que le rodean son ostentación de la flora. Los Electores Palatinos eran señores generosos, ilustrados, colectores de maravillas a la par que beneficiarios de conocimientos, y le dieron a la fachada del castillo un plan de esculturas, relieves y medallones extraordinarios pero asociándolos a una conceptualidad de enseñanza que debía encontrarse en sus salones. El color rojizo de los muros resalta entre el verde de los bosques que los rodean, y se descompone en una silueta fantasmagórica cuando se levanta la neblina desde el río. Este palacio, que fue una importante fortificación fue incendiado, volado con explosivos y destruido por el rayo en distintas épocas, es, en partes, secuelas ruinosas que no se las ha querido reparar pues así conserva su imagen guerrera y legendaria, altiva en todo caso.

El Renacimiento alemán abarca el periodo desde 1530 hasta el comienzo de la guerra de los treinta años en 1618. Hasta entonces el gótico especial alemán había dominado en la vida artística con las formas fantásticas de sus postrimerías. Pero en aquella época quedó superada la Edad Media. El mundo y el hombre se transformaron; las conquistas y las innovaciones de esta época en la esfera religiosa, social, económica, científica y artística llegaron hasta el siglo XX. El mundo adoptó una línea de justas perspectivas y cambió el ideal de belleza y de virtud. Se magnificaron las verdaderas creaciones arquitectónicas de la época.

Como los inaccesibles castillos medievales hubieron perdido su razón de ser, sobre todo por las bombas de las guerras, aparecieron los palacios, como obras auxiliares de lo que quedaba de los castillos. El palacio más famoso es esa ruina romántica de Heidelberg, donde el ala que se construyó durante el reinado del príncipe Ottheinrich es un edificio adornado y bien proporcionado conforme a las reglas del arte, que puede competir con los mejores de su época en todo el viejo continente. El observador queda maravillado por cada “nuevo” detalle: miradores, balaustrados, columnas, mascarones, estatuas múltiples en sus hornacinas, muchos tallados en el encanto de sus abigarrados detalles, contrastando con la asimetría y el verdor de la exuberante fantasía de las arboledas circundantes

Siguiendo la silueta de los leones, vale una digresión, pues lejos de Heidelberg, aunque en la misma extensa época, la Casa imperial de los Salios determinó cambios estéticos en el siglo XII. La verdadera expresión de su carácter son las catedrales imperiales, pero sobre la plástica alemana de la época cambia el realismo de las obras menores. Como el turista puede determinar en la actualidad en el león de Brunsvick. Enrique el León, el gran adversario del emperador Federico Barbarroja, hizo levantar delante de su castillo, en 1166 un león de bronce de cuerpo entero, de pie y posición rugiente, en un alto zócalo de piedra como una expresión heráldica. Se muestra no solamente como un signo de poder, es la representación del soberano mismo, de su voluntad y su nobleza. Es un símbolo especial porque en esos tiempos el arte todavía no podía manifestar la expresión plástica en el rostro humano. De ahí porqué llegó con el lenguaje de los símbolos del romanticismo la figura alerta y amenazadora del león hasta la ciudad del ensueño que es Heidelberg.

La canción “He perdido mi corazón en Heidelberg” puede ser probablemente cantada por los estudiantes extranjeros que hablan alemán y que hayan retornado a su país. Su son pegajoso lo repite el que “se ha enamorado hasta por encima de ambas orejas”.

Una localidad donde se admira a leones de piedra, se plastifican los colores en el reflejo de un río, y tomando vino se canta las hermosas tradiciones de ese valle, tenía que enamorar a grandes intelectuales de todas las épocas. Goethe escribió la impresionante estampa: “La ciudad por su situación y sus alrededores tiene, por decirlo así, algo ideal”. Al comenzar el siglo XIX, el Gran Duque de Baden llamó a muchos profesores famosos a ocupar cátedras con lo que floreció nuevamente la Universidad y pudo mantener su prestigio hasta hoy. Aquella fue la era del romanticismo y esta ciudad alemana del Neckar ingresó por méritos propios en este mundo de fantasía y estética. Poetas, músicos, filósofos y teólogos fueron fascinados por este lugar.

De allí cundió a Europa el romanticismo como un ácido emocional que desintegró fronteras. Friedrich Holderlin escribió una de sus odas más hermosas al referirse a Heidelberg. Goethe se ocupó vistosamente del “Puente Viejo” y sus frases quisieron ser una fotografía para conmover a la posteridad con la belleza que ningún otro puente tiene en el mundo.

El mayor poeta romántico alemán Joseph von Eichendorf unió inspiración y devoción al paisaje para plasmar su obra poética. Los hermanos Grimm publicaron sus “Cuentos Infantiles” que deleitan a la niñez alemana por la gracia de su folklore pero que, al mismo tiempo, llegan a los rincones del mundo por la universalidad de sus sentimientos. También la colección de baladas y fábulas exhumadas del olvido “Des Knaben Wunderhorn” se repiten desde los tiempos de Achim von Arnim y Clemens Brentano hasta nuestros días. Víctor von Scheffels compuso un “lied” que se ha vuelto una canción popular: “Vieja Heidelberg, ciudad amada / coronada de honores, y tan rara, / levantada sobre el Rin y el Neckar, / nada contigo se compara”. Las melodías nacidas en las callejuelas empedradas de Heidelberg sirvieron de inspiración para la ópera “El Franco-tirador” (“Freischütz”) de Carlos María von Weber.

Paralelamente destacaron en la rigidez de las ciencias cientos de nombres cuyos adalides serían el Prof. Roberto Bunsen, físico al que la humanidad le debe el análisis espectral; en medicina, el internista Kussmaul, el anátomo-patólogo Edmundo Randerath y el experto en sociología médica Ricardo Siebeck; tanto como el mundialmente conocido filósofo Karl Jaspers.

En esta universidad que ahora cumple sus primeros años después de su sexto centenario, hizo su especialización durante varios años el autor de esta nota. Fue el mismo tiempo y lugar que una luchadora por la cultura paceña, doña Nora Claros Rada, estudiaba germanística; y, posteriormente hizo admirar el arte en su galería “Nota” de La Paz y Miriam Krakauer que había iniciado sus estudios de medicina en la Facultad de la Universidad Mayor de San Andrés, hija del profesor de inglés de esta casa de estudios. Asimismo cursaban estudios en otras universidades los bolivianos Gustavo Richter, Rolando Fischer y Julio Rivera.

El sistema universitario alemán se basaba en la atracción que una personalidad intelectual ejercía sobre el estudiantado, un profesor que daba “orientación y sentido a su facultad”.

Alfonso Gamarra Durana. Médico.

Miembro de la Academia Boliviana de la Lengua

Fuente: LA PATRIA
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