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Domingo 19 de enero de 2014

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Cultural El Duende

Vilma Guimarães Rosa

La obra de mi padre

19 ene 2014

Fuente: LA PATRIA

Evocación de la vida del cuentista, novelista y diplomático brasilero João Guimarães Rosa (1908 - 1968) que destaca como una de las figuras más importantes de la literatura de su país por obras como Gran sertón: veredas (1956). El texto forma parte de la Revista de Cultura Brasileña, edición monográfica de homenaje, 2007

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Todo comienza en la palabra. Desde la creación de las cosas y de los seres. Y nosotros nos distinguimos por el uso que hacemos de ella. El hombre es su lenguaje. Las palabras aproximan o separan. Por las palabras, el sentido y la sensibilidad se miden, definen y estimulan. El propio pensamiento es palabra escondida.

Está en el Génesis que, por orden divina, el primer hombre dialogaba con el Creador, y dio nombre a las cosas que veía. Después “en la tierra no había más que una misma lengua y un mismo modo de hablar”. Unidos por la fuerza de la palabra igual, creciendo en vanidad, se extendieron los hombres por la Tierra, cuando les fue impuesta –como castigo– la separación de las lenguas. Babel. La unidad rota. La incomprensión.

Las palabras reúnen y también separan. Al hombre “la palabra le da su leche –lo que es la leche de la palabra– y el hombre tiene alimento y se nutre ampliamente.” Así se lee en los Upanishades y está transcrito en una de las páginas de “Cara de Bronce”.

Prestidigitador por la palabra, es lo que fue mi padre, al hablar y escribir. Conoció los caminos encantados y la seducción misteriosa del lenguaje, buscando el alma de los sonidos y su tiempo, y el lugar de cada uno. Para él, “todo tenía que hablarse en la forma”. Y el descubrimiento de la forma fue su empeño. Quería un lenguaje libre de las garras de lo convencional, desenvuelta sintaxis libertada, transfiriendo emociones, transportándolas sin desvío y sin perder el camino.

En el prólogo titulado “Pequeña Palabra” que escribió para la Antología del cuento húngaro –coordinada por el profesor Paulo Rónai–, mi padre define la lengua húngara como la ideal: “ ...maleable, moldeable, digeriente así– y no me refiero en especie sólo a la lengua literaria– ella misma se sobrepasa; como el arte debe ser como es el espíritu humano: hace y rehace sus formas. Sin cesar día a día, cediendo a la constante presión de la vida y de la cultura se va desarrollando, se destuerce, se enforja y forja, se malea, hace moho de lo monótono, se hace dinámica, se hace agente, huye de la esclerosis torpe de los lugares comunes, escapa de la viscosidad, de la somnolencia, de la indigencia; no se estanca. Más que un ideal, esto fue su objetivo, su tendencia y voluntad.

Otros, antes que él, registraron lo escuchado y, audaces, lo incorporaron literariamente al léxico y a la sintaxis. Él fue más adelante. Se liberó, para conseguir la liberación emocional absoluta. Artista es aquel que osa ponderadamente. Y ha de decir las cosas en traslación desembarazada, desimpedida, despatronizada. Pues él quería una lengua “fabulosamente en movimiento, fabril, incoagulable, velozmente evolutiva, toda posibilidades, como si estuviese siempre en estado naciente, apta al avance, revoltosa”. En estado de gracia. Lenguaje propio, su vocabulario y sintaxis, su ser escrito.

Mi padre se liberó como un pájaro. Pensaba, tal vez, como Paul Valéry, que “la sintaxis es una facultad del alma”. Y a su modo manipulaba técnicamente el material de vocabulario, dúctil, contráctil, extensible, remoldeable. Una revolución plena: autonomía de iniciativa, insujeción, osadía, para que lo hable como quiera con la voz que siente. Es una nueva estética, que recuerda la vieja máxima tibetana: “La palabra debe vestirse como una diosa, y erguirse como un pájaro”. Mi padre decía que las palabras solamente se pueden entender en todo su significado cuando llegamos a su intimidad íntegra, conociendo todas sus formas, su parentela, sus disfraces y transformaciones, todas sus apariencias. Se modifican en la forma y en el sentido por el contacto vivo con los que las pronuncian o escriben.

De la mitología nórdica, me contó una vieja leyenda finlandesa: la sangre es un dios que habita en el corazón del hombre. Las palabras tienen vida, sustancia material que se disuelve en la boca, venida del corazón para bañar la lengua y los dientes. Y con ellas se construyen maravillas. En cada palabra existe un poco de la sangre del hombre, de su esencia y de su fuerza. La sangre es la savia, frutos y flores son las palabras, hijas del dios escondido. Repetía Ezra Pound: “La gran literatura es simplemente lenguaje, cargado de significado hasta el mayor grado posible.”

La fuerza de la emoción sorprendiendo y gobernando la comunicación de la sorpresa. Y las expresiones nacen de golpe y espontáneamente “como una mariposa sale del bolsillo del paisaje”. Mi padre solía decir: “No teman a las palabras difíciles”. Hay necesidades de redenominación, devolviéndose al lenguaje el poder expresivo que el uso desgastó. Es preciso “buscar palabras-cantigas” en la indagación del “quién de las cosas”, como recomienda José Proeza en las charlas de “Cara de Bronce”. “Palabras de voz”. La seducción de la palabra inventada.

El abracadabra que deflagra lo incomprensible, lo pasmoso de las magias. Y la invención sonora, diferenciadora, para la expresión más significativa. Hace falta crear un vocabulario nuevo, para la significación más expresiva, que identifique cualidades o deseos, sentimientos o sensaciones. Es la necesidad impuesta por la emoción nueva, que no quiere palabras gastadas por el uso ajeno. Y busca vocablos “de ileso filo”, “raramente usados, y mejor si jamás fueron usados”.

Mi padre se inició en el francés y en el alemán, que más tarde conocería por extenso y en profundidad, lenguas y dialectos. Se relacionó por afecto con el español, el italiano, el inglés, el sueco, el danés, el holandés, el ruso, el polaco, el lituano, el húngaro, el checo, el romaní, el árabe, el hebreo, el japonés. El griego. Y con el sánscrito, madre de tantas lenguas. Con el esperanto y el tupí. Le gustaba conocer al menos un miembro de cada linaje lingüístico para, progresivamente, entenderse con algunos otros de la familia. Decía: “Yo quiero todo:

el minero, el brasileño, el portugués, el latín, tal vez hasta el esquimal y el tártaro”. Quería el lenguaje que se hablaba antes de Babel. Con tanto estudio, fue juntando la riqueza que más tarde le permitiría, en oro puro, “lanzar por los aires un montón de palabras. Monedal.”

Modismos, formas populares de decir las cosas, todo esto era cuidadosamente absorbido y reelaborado. El suyo era “un lenguaje espontáneo, que crecía como el matorral y se coloreaba como las flores, sin pedir permiso.”

Fue lo que dijo de él Cândido Motta Filho. Y Raymundo Magalhães Júnior nos afirma: “Sus neologismos no se fabricaban al tuntún. Trabajando a la manera de Rabelais, los fabricaba como quien fabrica una filigrana. Pero iba a buscar las raíces en la lengua húngara, en la lengua alemana, en las lenguas escandinavas, por las que se dirigía su curiosidad intelectual. “Él buscaba, siempre, una introvisión del lenguaje. La radiografía de las palabras. Jugaba con los varios sentidos de cada una de ellas, dejando en Tutaméia muchos ejemplos. Experimentaba. Recogía una pluralidad de ideas en una sola frase e, incluso, en una sola palabra. Lo aparente y lo investigable mezclados, entre el pensamiento y las letras.

Mi padre era así: decía todo, de diferentes maneras. Y le gustaba el juego verbal. Aglutinaba palabras, creando expresiones de entendimiento fácil e inmediato.

Recordando a Mallarmé, él decía que las palabras son de carne y hueso, seres vivos. La carne tierna de las vocales y la osamenta de las consonantes. Mi padre siempre fue él mismo, siendo en sentido y en sonido. Por espontaneidad repulida, para entera exactitud. Ejerció influencias duraderas, al abrir caminos nuevos, surgiendo como descubridor de las posibilidades de una lengua sorprendentemente plástica. Y van viniendo, y van a venir tantos otros, que toman en las manos la antorcha encendida, siguiendo los caminos abiertos en el sertón antiguamente inexplorado. Los más jóvenes, compañeros en la investigación fascinante.

Pero no fue sólo, ni todo, simplemente una cuestión de técnica, de forma, de estética visual o auditiva. En vista de su “carácter transoceánico”, proclamado por Tristão de Ataide, resonó en muchas hablas. En América y en Europa se sucedieron las traducciones y ediciones. Seguía directamente cada una de las traducciones a través de decenas de cartas intercambiadas con los traductores. Discutía vocablos y frases, hacía sugerencias y correcciones. Edoardo Bizarri, Curt Meyer-Clason, Harriet de Onis, Barbara Shelby se han referido a esas cartas y cuidados.

Traducir es reinstrumentar un texto. Es reorquestar una historia, transcribirla en otra pauta, en otra clave. Traducir es re-vestir: cambio de ropaje de las ideas, sin más alteraciones que lo mínimo inevitable. A veces, el nuevo instrumento ofrece algunas nuevas posibilidades. Consciente de ello, él no las dejaba sin aprovechar. A veces incluso sorprendía a los traductores por sus propuestas. Lo que importaba era el desarrollo de la emoción, desdoblada en palabras tan suficientes como indispensables. Dilatar en una frase la sorpresa de una interjección, o condensar en un solo vocablo esa frase entera, era –muchas veces– su dilema. De ahí las interrupciones y los retornos. La suspensión del trabajo, para tomar una distancia que le diese perspectiva, y la subsiguiente reaproximación. Como los movimientos de un pintor delante del lienzo inacabado.

Repetiría Valéry: “L’esprit n’est jamais sûr que son fruit est à point”. Meyer-Clason, en una conferencia, afirmaba: “Traducir a João Guimarães Rosa es nada menos que un continuo diálogo, hasta una discusión con el autor.”

Translúcidas como alabastro o sonoras y transparentes como el cristal. Opacas y pesadas como el gran telón de un escenario. Agresivas, feroces, impactantes, o por el contrario, suaves como la sonrisa de un querubín barroco; intangibles como un sueño de niño, o concretas como las pirámides del desierto: las palabras. Mi padre sabía escogerlas en el renovar de la forma de su mensaje estético. En palabras, diestramente construye. “Midió el mundo. Por tantas sierras, saltando de estrella en estrella, hasta sus Generales confines.” Se trasladó por tierras y mares, llevando a otros la vigorosa imagen de su sertón. No perdió las memorias del lugar de donde vino. Su tierra fue su tema. Las raíces le sujetaron por más lejos que las ramas se extendieran. Riobaldo recorre el mundo que lo entiende en la perplejidad desdoblada en sufrimiento y sabiduría. Cuenta los cantos del conflicto entre las ideas. Propone cuestiones de angustia y ofrece la esperanza como respuesta, más la certeza de los valores humanos. “El Burrito Pardo” va trotando por la puszta, que es campo verde generoso de la planicie húngara. Hay distancias, sin salir de Cordisburgo. Miguelín se rearregla para despertar ternuras en Francia, Italia o Alemania, rompiendo el rumbo del mar. Augusto Matraga reencuentra su hora y su oportunidad en husos remotos.

Y mi padre, el escritor, el embajador de Cordisburgo y de Brasil, aún conserva mucho del niño de invenciones lúdicas. En el silencio de la noche, el niño despierta. Y el ser serio se atenúa, surgiendo páginas de juego, para la sonrisa de la gente que las lee. Sonrisa y reflexión. La infancia lució siempre en su mirada. Véase un retrato suyo cualquiera. En su sonrisa espontánea se entrevé la travesura. En su corazón frágil hubo un rincón que el tiempo no tocó. “Los niños se alegran al parecer hombres; y los hombres lloran porque han dejado de ser niños”, como señalaba Schiller. El niño ]oãozito mantuvo siempre algo de Peter Pan. Un poco de niño a contrastar. Y esto lo fijó en sus libros.

La vida se sublima en los libros que son cristal de un tiempo. Entre los misterios de las páginas escritas se revela la verdad del hombre. Joãozito-Miguelín, Joãozito-Sagareiro, contador de soñadas historias captadas en el aire, o de los secretos que vio en los caminos seguidos, helo entero, o casi todo, en cada libro suyo.

La extrema laboriosidad de su estilo no esconde la sinceridad. Forma y símbolo son sus instrumentos de revelación personal, de afirmación casi religiosa, de testimonio de su amor, de su ternura por la vida. O de su inquietud espiritual ante lo desconocido. Los misterios del reverso de la vida y de las cosas más sencillas, de menos secreto aparente. La vida es un misterio enmascarado en naturalidades. Y éste es su lado más seductor: la búsqueda del secreto, incluso cuando es imposible desvelarlo. “Cuando nada acontece, hay un milagro que no estamos viendo.”

Con flores inventadas, mi padre adornaba lo visto y lo sentido. Labrando palabras, transcribió la vida. Así vivió y así transvive.

No soy filóloga. Me tocó sólo su logofilia. El amor a la palabra, palabra de voz o palabra escrita.

La obra refleja al hombre. Y el hombre es el lenguaje, es la fuerza de su habla. La palabra es el hombre. Todo comienza en la palabra. Y nada, en realidad, termina. “Las cosas que él nos dice no se alejan con el tiempo”. ¡Ave, Palabra!

Fuente: LA PATRIA
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