No caben dudas de que es misión prioritaria de la Iglesia evangelizar la cultura y las culturas del hombre, realizando esta tarea de tal modo que el Evangelio realmente pueda impregnar el corazón del hombre, transformando en consecuencia ―por la íntima relación entre hombre y cultura― la vida y los valores culturales de nuestra civilización humana. Por todo esto es que el Papa Pablo VI haya exhortado a “evangelizar, no de una manera decorativa, como un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces, la cultura y las culturas del hombre…” (Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 20).
Todo este proceso evangelizador tiene un punto de partida: asumir todo aquello que es auténticamente humano. Por eso, no se debe creer que a la hora de llevar el Evangelio a los hombres y mujeres de nuestro tiempo se deba prescindir de la cultura propia; enseña al respecto el Concilio Vaticano II: “(la Iglesia)…consigue que todo lo bueno que se encuentra sembrado en el corazón y en la mente de los hombres y en los ritos y culturas de estos pueblos, no sólo no desaparezca, sino que se purifique, se eleve y perfeccione para la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre” (Lumen Gentium, 17).
Sin embargo, en este primer paso evangelizador de asumir la cultura siempre hemos de tener presente este principio: asumir lo auténticamente humano, porque no se debe asumir aquello que la cultura pueda tener de anti-humano, inhumano o infrahumano. El error y el pecado constituyen una realidad que si bien “están en el hombre”, formando parte de su ser actual, no es algo que Dios haya querido en el origen como elemento esencial del ser humano: bajo la astucia del Padre de la mentira, de aquél que es llamado “homicida desde el principio”, entró el pecado y el error en el hombre, y por medio de él en la civilización. Por esto la principalísima obra de Cristo en la Redención, con respecto al hombre, consistió en redimirlo del pecado como la peor de las esclavitudes. Y para esto asumió el Verbo todos los elementos de nuestra naturaleza humana, menos el pecado.
De todo lo dicho hasta el momento, concluiremos en el punto central de nuestra publicación: una cultura es capaz de ser más instrumento para alcanzar a Dios, en la medida en que en ella predomine lo auténticamente humano. Dicho en formulación negativa: mientras menos de auténticamente humano tenga una cultura, por la presencia de elementos antihumanos, menos puede ser asumida como instrumento de la unión entre Dios y los hombres.
De esta conclusión podemos extraer dos aplicaciones valiosas:
Primera. La Iglesia necesita entablar un diálogo con todos los agentes (personas concretas e instituciones) que, por su determinada competencia, están llamados a poner las bases humanas de la civilización; la Iglesia necesita de ellos. Este diálogo fraternal, sin embargo, debe buscar la finalidad de iluminar también estos sectores con la luz del Evangelio, para que de esta manera ellos puedan también ser acogidos en el seno del Pueblo de Dios y enviados a trabajar por la edificación de una civilización auténticamente humana. Obrando así, la Iglesia no sólo “se hace signo más comprensible de lo que es e instrumento más apto para la misión” (Juan Pablo II, Redemptor missio, 52), sino que también se ve favorecida por estas instancias en la medida en que éstas van forjando un “terreno cultural”, en donde pueda realmente, o sea más fácil, fructificar el Evangelio.
Segunda. Debemos firmemente reconocer en todos los ataques al ser humano y a aquello que es parte esencial de su ser y de su misión, la clara intención de “deshumanizar” al hombre y por tanto a la cultura. Contaminar la educación con contenidos que reduzcan la capacidad de la inteligencia y de la voluntad de los estudiantes, con contenidos además que rebajan su dimensión sexual; querer destruir la “la familia tradicional” pretendiendo igualarla con otras nuevas formas de uniones contra-natura; cambiar la conciencia delicada del pueblo en lo que se refiere al respeto por la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural; “masificar” a las personas quitándoles su derecho y deber de decidir en los distintos sectores de la sociedad, como acallando sus voces; querer por todos los medios posibles que “el hombre sea menos hombre y menos persona”, cambiando su conciencias y principios humanos y morales inmutables, inscritos en lo profundo de su ser (esto es querer aniquilar la ley natural), es intentar quitar de la cultura “lo auténticamente humano” de modo tal que sea lo menos permeable al Evangelio de Jesucristo, a la salvación de todo hombre, de todo el hombre y de todas las manifestaciones del hombre.
Por esto he titulado: “Una cultura para el Evangelio”. Al inicio de este año, que podamos todos asumir, desde el lugar en donde estemos, el firme propósito de repudiar todo aquello que quiera deshumanizar nuestra civilización, y de trabajar, sobre todo, con mucha esperanza en Dios, en la construcción de una verdadera cultura capaz de recibir y transmitir el Evangelio. ¡Feliz comienzo de Año!
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