A primera vista este enunciado parecería ser algún mito tomado de la mitología griega, donde frecuentemente predomina la fantasía literaria en ocasiones aberrante. Tal es el caso del nacimiento de Zeus, descrito en la “Teogonía” de Hesíodo de finales del S. VII antes de Cristo. Cronos tras derrotar a su padre Urano, Rey del cielo, subió al trono con su hermana Rea como reyes de los dioses. Se casa con ella y tuvieron 6 hijos, a los que Cronos va devorando antes de nacer por temor a que le arrebaten el trono como él hizo con su padre. El último hijo, Zeus, antes de nacer es salvado por su madre Rea que se trasladó a la isla de Creta y al dar a luz cambia al niño por una piedra que envuelve en pañales y que es devorada por Cronos. De esa manera Zeus llega a ser el centro del universo.
En cambio el nacimiento de Jesús es histórico y real, aunque sigue siendo un gran misterio que supera la razón humana. María, una jovencita virgen aceptó ser madre de un ser humano y al mismo tiempo divino. Biológicamente se puede calificar como una “partenogénesis” milagrosa. En el caso de María cabe explicar que un óvulo (o un ovocito) de ella pasó a ser un embrión humano en el que se encarnó el Hijo de Dios. De esa manera se produjo la concepción de Jesús, el Hijo Divino y al mismo tiempo el hijo humano de María.
Trinitariamente se revela como Dios Padre y la Divina Rúaj (nombre hebreo del Espíritu) eligieron a María para ser la madre humana de su Hijo Divino. Por ello algunos teólogos designan a la Virgen María como la esposa de Dios Padre. El Concilio Ecuménico de Éfeso, en el año 431 calificó a María como la “Teotocos” o sea la “Deipara”, literalmente “la que parió a Dios”, dando a entender que el niño que nació de ella era verdaderamente el Hijo de Dios y al mismo tiempo el propio hijo de María.
De esta manera la Iglesia rechazó la opinión de Nestorio, entonces Patriarca de Constantinopla, que restringía a María a ser sólo la madre de la «humanidad de Cristo» y no de su naturaleza divina. Pero, si bien el Hijo de Dios es eterno y por lo tanto preexistente a María, sin embargo en el lenguaje común que asociaba el parto a la maternidad es correcto calificar a María como la “Madre de Jesús, el Hijo de Dios”, o en términos más simples como la “Madre de Dios”.
Tal vez parezca esta explicación demasiado complicada o superflua para explicar la maternidad de María, pero es útil para comprender el designio divino realizado en el gesto de amor del Hijo de Dios, quien, tal como Pablo explica en la Carta a los Filipenses 2, 5-11, “a pesar de su condición divina no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se anonadó a sí mismo y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”.
Este anonadamiento de Jesús, en griego “kénosis”, sólo se entiende por el inmenso amor de Dios que ha querido redimir a la humanidad caída en los lazos del maligno. Por eso, para los que creemos en Jesús, la fiesta de su nacimiento debe suscitar en nosotros un sentimiento profundo de agradecimiento y amor a este niño, a Dios Padre y la Rúaj Divina, y al mismo tiempo a su madre humana María y a su padre adoptivo José, que nos revelan el plan de Dios de hacer de la familia humana su propia familia.
Ante este misterio inefable somos invitados a hincarnos de rodillas o postrarnos en tierra para adorar a ese niño, frágil y pobre, expuesto a la crueldad de Herodes, como están tantos niños nacidos y por nacer. Acudamos a la iglesia para unirnos en la comunidad, adorando al recién nacido y pidiéndole que aumente nuestra fe en su identidad de Hijo de Dios, Salvador del mundo y trabajemos para que su mensaje de solidaridad y fraternidad se haga realidad en nuestro mundo.
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