Como parece que no podíamos esperar otra cosa, también por las alturas andinas se ha instalado un falso debate sobre los ‘derechos’ de los animales; en puridad de verdad se trata sólo de ‘la voz de su amo’: la transmisión de premisas y argumentaciones sonsacadas de otras latitudes donde se han cocinado este tipo de temas.
Sea como fuere, aunque inducida, estamos ante una oleada de moda. Y vale la pena revisar algunas de las tesis que se enarbolan. Desde el comienzo habrá que dejar en claro que por lo general estos tenas suelen quedar restringidos a los animales domésticos, a los que desde hace cierto tiempo todo el mundo da el nombre de ‘mascotas’ (palabra más antigua, derivada del francés, pero que se entendía en un sentido mucho más restringido (aunque, paradójicamente, podía incluir también hombres y seres inanimados): “Persona, animal o cosa que sirve de talismán, que trae buena suerte”, dice la acepción fundamental del diccionario académico.
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Podemos empezar por una tesis peregrina: la que habla y defiende los ‘derechos’ de los animales. Tomada tan peregrina afirmación con la cabeza fría, se nos presenta o como un chiste o como una muestra apodíctica de la decadencia generalizada en materia intelectual. Porque desde hace milenios los ‘derechos’ sólo podían tener al hombre por sujeto; como que eran expresión y consecuencia necesaria de su intransferible dignidad; hablar seriamente de los derechos animales es como disertar sobre la vida de las piedras; o sobre la inteligencia de una palmera. Puros desatinos. O dicho en otras palabras: puras afirmaciones gratuitas y caprichosas, que no podrían alcanzar circulación social mientras no quedaran establecidas con asentimiento general.
Estoy hablando, claro está, de la civilización occidental evolucionada a través de los siglos; y por tanto, dejo de lado todos los pan-teísmos, todos los pan-animismos, todos los pan-personalismos que puedan tener curso en otras tradiciones. Y si hay quien se haya propuesto ‘convertirnos’ a alguna de tales expresiones culturales, primero tendría que tratar de convencernos, en lugar de salir al ruedo ‘dando por supuesto’ que todos estamos de acuerdo con su sermón o que nos deja absolutamente indiferentes pensar y afirmar una cosa que otra.
Las doctrinas filosóficas y jurídicas que subyacen a nuestro humanismo han afirmado que los ‘derechos’ y ‘deberes’ sólo pueden tener asiento en un ser responsable de sus actos, lo que –a su vez– implica la posesión y dominio de las facultades racionales. Y éstas tampoco pueden funcionar en un ser carente de alma espiritual. Condiciones que en ningún caso se cumplen en los seres extrahumanos.
Hace pocos meses un articulista cochabambino creía defender su animalismo desafiando con esta pregunta:
“¿Se debería hacer lo mismo con, por ejemplo, miles de personas humanas con discapacidad intelectual y mental moderada y grave que emiten sólo alaridos?, ¿hay que encerrarlas para que no causen daño a terceros, primero, y luego eliminarlas si nadie más se hace cargo de ellas?”.
A quien tenga esta forma de argumentar hay que replicarle: ni la persona más discapacitada pierde un ápice de su dignidad personal, ni el animal más ‘inteligente’ y ‘amado’ añade un ápice a su condición animal. Porque la dignidad (y los derechos que se derivan de ella) no es resultado de simpatías o antipatías, sino de su ser real. Y a quienes se atreven a enarbolar el comodín de la ‘discriminación’, hagámosles recordar que “sólo existe discriminación allí donde es tratado como diferente lo que es igual en dignidad”. Y pensar que para ciertos animalistas quien defiende prioritariamente al hombre sobre el animal ¡pertenece a la desastrada categoría de los ‘fundamentalistas’!
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A este respecto y a tales malentendidos, vale la pena hacer mención de una circunstancia que, en mi caso, me abrió los ojos sobre las gravísimas consecuencias de la actual pretendida ‘humanización’ de algunos animales.
Me refiero a una práctica bastante extendida (también en nuestro medio), de poner nombres humanos a los animales mascotas. Ante el primer caso lo creí un caso de extravío o mal gusto; con el tiempo he podido comprobar que no se trata de raros casos aislados, sino de una de las formas (seguramente aprendida de alguno de los medios de comunicación, importada e imitada), no ya solamente de expresar la pseudohumanización de los animales, sino de contrabandear una dignidad absolutamente chuta.
Hay quienes, hace cierto tiempo, practicaban una especie de venganza o justicia histórica contra ciertas figuras públicas odiadas (por diversas causas) dando a sus perros; en la actualidad persiste la práctica, pero predominar los nombres de santos católicos (‘Tuquita’, ‘Jorge’, ‘Jacqueline’, ‘Evo’...).
¿No estamos ante una moda decepcionante? Porque si el bautizo de animales ha de significar algo, ¿cuál puede ser el significado de que a los animales se les den nombre de persona? ¿O será que, en la era de la banalidad, también se ha banalizado la razón de ser del nombre dado a los animales?
Continuará
Fuente: LA PATRIA
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