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Domingo 08 de diciembre de 2013

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Cultural El Duende

Acerca del cero que comienza y donde usted ya no me oye

08 dic 2013

Fuente: LA PATRIA

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Imagínese a un sujeto que continuara sin tener nombre propio después de haber cumplido medio siglo de edad. Casi todo lo que podría decírsele, para llamarlo, no pasará de esto: Shhhhhhhh. O también: Epa, hombre. O, con un poco de indulgencia: Eh, señor. Piénseme como a ese personaje anodino y comprenderá lo que he estado tratando de explicarle, con palabras y señas, desde aquí. O sea, todo lo que le diría en otra forma, más explícita, si Ud. me diera tiempo o si yo pudiese escribirlo en el caso de que realmente dispusiera de un lápiz y un cuaderno, y no me faltara, como me falta, el convencimiento de que tendría fuerzas para hacerlo. O lo que es lo mismo: que yo fuera la propiedad personal de un lápiz y un cuaderno, en cuyo caso sólo necesitaría recibir una orden para comenzar a escribir lo que deseo decirle. En ausencia de lo cual ya Ud. sabe lo que hago: hablar y hablar. Aunque también eso carezca en sí mismo de sentido o justificación. Puesto que, bien porque (como sospecho) no me salen las palabras; o bien porque (como casi estoy seguro) Ud. ya se ha ido, no sé quién pueda tomarse el trabajo de oírme. Sería como escuchar a una careta que sólo fuese capaz de abrir los labios y que, en vez de emitir alguna clase de ruido, escupiera. Usted no me oye; arrastro las palabras; éstas caen al suelo como excremento o cosa parecida. Se cumple la ley del mínimo esfuerzo, porque en realidad ellas (las palabras) no siguen una trayectoria recta, ni siquiera elíptica, como sucede cuando alguien, acorde con su naturaleza, habla fuertemente y dice: “Ey, fulano”, y todo el mundo alrededor sabe a qué se refiere con sólo adivinar el dibujo y el volumen de las palabras, saludables como el grito mismo que las arroja hacia adelante, sin miedo. En cambio, si soy yo quien habla, o intenta hacerlo, las palabras se atropellan y, sin llegar a su destino, comienzan a caer babeantes, con alas quebradas, por así decirlo. Tras describir una breve curva de bala fría, caen a no más de dos metros de donde me hallo gritando. Eso es lo que calculo, dos metros. Porque más allá las palabras continúan siendo invisibles. De modo que aunque Ud. estuviera allí, parado junto a la puerta, a no más de dos metros y medio de distancia, con toda seguridad, le juro, no oiría mis gritos. Además, Ud. se ha marchado, ya no puede oírme, no tiene necesidad de ello. Me cortó la palabra y me dejó cuando yo tan sólo pronunciaba muy confiado, una “y” griega que debería unir la frase dicha con la que vendría después. Pero supongo que aunque Ud. hubiera estado con la oreja dirigida hacia mí, como quien presta atención, no me hubiese oído, pues en realidad sus ojos andaban por el techo y su voluntad estaba baldada como una campana cubierta con un pedazo de hule negro. Yo, naturalmente, seguí hablando con la misma calma chicha y casi igual rapidez. Primero, mientras usted me oía sin escucharme o me escuchaba sin oírme. Después, cuando ya no podía oírme porque, sin pensarlo dos veces, se había marchado dejándome con la palabra en la boca, y nada, por lo tanto, me respondía en usted, en su persona o en el hueco sin resonancia dejado en lugar suyo por Ud., y el cual yo creía, en vano, estar llenando (como el que echa ceros en un saco roto) con mis palabras precipitadas, con mis palabras…

Juan Calzadilla. Venezuela, 1931.

Premio Nacional de Literatura

Fuente: LA PATRIA
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